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El mundo de los sueños

Hace más de catorce mil años en las cuevas de Altamira, humanos primitivos decidieron pintar su propia “Capilla Sixtina del Cuaternario”. Mientras grababan sus sueños en la fría roca, todavía ignoraban muchas cosas sobre el universo, la vida, los dioses que pronto comenzarían a crear y con ellos sus guerras. Pronto aparecería lo que conocemos como mitología. Pero y si en otro universo paralelo esa mitología fue historia, donde Zeus como dios del Olimpo, un ser más avanzado los gobernaría, uno llamado Tanatos sería la muerte y Morfeo uno quizás más amable les haría soñar. En este universo mientras hombres ausentes pintaban escenas de sus vidas, en un cosmos muy parecido al nuestro se libraba una guerra. Mientras Morfeo trataba de salvar el mundo de los sueños, otro maligno y titánico buscaba el lugar donde estos nacen para destruirlo.

Tras cruentas batallas entre dioses, el mal volcó la balanza a su favor. Asestó un certero golpe sobre la cuna de los sueños y encadenó hasta la muerte a su Morfeo. Lo confinó en un oscuro mundo de su idéntica Nebulosa de Orión, donde arrogantes estrellas en otro tiempo, ahora agonizaban. Aquel dios de los sueños moría atrapado en un alejado y frio planeta, donde la luz de la estrella más cercana, tan sólo conseguía una odiosa semioscuridad. En la superficie unas construcciones abruptas sin propósitos estéticos, se agolpaban sobre una elevación rocosa. En su interior las paredes de roca caliza rezumaban humedad. El suelo que fue de argamasa sólida, ahora era tierra mojada. A través de las rejas de una estrecha ventana, tan solo se deslizaba la débil luz de aquel mortecino astro. Una sombría celda donde un viejo camastro y una frágil mesita, serian el último paisaje que sus moribundos ojos verían.

Su esquelético aspecto mostraba que ya le quedaba poca vida. En su espalda, donde antes hubo unas majestuosas alas, ahora unas grotescas heridas ulceraban su carne. Fue un dios poderoso, pero ahora tan solo era un mortal a punto de extinguirse. A pesar de todo no descansó ni un sólo instante en su empeño por completar su obra.

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Sobre la huérfana mesa ordenó un montón de manuscritos de papiro retorcido. Estaban llenos de extensos textos e instrucciones al pie de dibujos que parecían técnicos. En los márgenes fórmulas y algoritmos, todo escrito y dibujado de su puño y letra. Después los ordenó como pudo y con hilo de cáñamo raído del camastro y alambre cosió las cuartillas sin formato.

Selló con su anillo aquel acervo de láminas y sacó de su vieja bolsa, atada a la cintura, una cajita de ébano tallada. Dentro llevaba un medallón que tenía una luna llena de marfil, engastada en un círculo de oro con calados divinos inspirados en su Egipto. Lo puso sobre aquel montón de hojas secas como juncos del Nilo y tras unos destellos alrededor de su mano milagrosamente comenzaron a formarse cubiertas de cuero oscuro y remaches dorados. El perfil del pergamino, ahora recortado, se bañó en oro y en su cubierta anterior comenzaron a formarse figuras de orfebrería. Fundido, el colgante con su luna de marfil, terminó por incrustarse en una hendidura del diseño. Aquella prodigiosa obra se convirtió en el libro de un dios.

Giró el medallón como una llave y lo sacó de aquella cavidad que ahora parecía una cerradura formada en la cubierta. Al sacarla desapareció todo trazo escrito, todas sus hojas ahora eran simples cuartillas en blanco que ocultaban sus secretos.

Aquello agotó el último resquicio de magia que aún le mantenía vivo. Se levantó con dificultad hasta llegar a aquella abertura en la pared e invocó: “Neráida eínai o chrónos”. Tan solo un instante después vio acercarse lo que parecía el parpadeo de una estrella. Al llegar revoloteó como una luciérnaga hasta colarse por aquel hueco.

La diminuta luz comenzó a transformarse hasta convertirse en una hermosa joven, ataviada con un brillante vestido blanco.

–Aquí estoy –dijo la joven y al verle en aquel agónico estado su rostro se dibujó de compasión y tristeza.

–A llegado el momento –dijo Morfeo con la voz quebrada de un moribundo dios al tiempo que se soltaba de las rejas y caía al suelo– sólo puedo confiar en ti. Pronto moriré y conmigo los sueños. Ningún ser podrá volver a soñar jamás –la miraba con ojos tiernos, como si añorara otros tiempos– para mí ya no hay esperanza, pero tú eres la única que todavía puede evitarlo –pausó para recobrar aliento– tendrás que crear un mundo de los sueños que se mantenga oculto, donde serán creados y al que no pueda llegar el mal.

Puso en sus manos el libro y el medallón, que aún mantenía el último vestigio de su vida.

–Coge el libro –le pidió a la joven– contiene las instrucciones precisas para construir el mundo de los sueños y este medallón tiene el poder que necesitarás.

Se desplomó sobre el húmedo suelo. La joven trató de incorporarlo de manera que pudiera respirar mejor.

–No puedes morir… –susurró la joven. Lloraba lo inevitable y abrazada a él buscaba alivio al desconsuelo– si tú mueres… –lo abrazó aún más fuerte y dijo casi inaudible– yo sin ti también moriré.

–No –suspiró casi sin aliento y con el temblor de la muerte apretó fuerte la mano de la joven– tú has de vivir y conseguirás que el universo vuelva a soñar –y con esas últimas palabras exhaló su último pensamiento.

Mientras ella lloraba sobre su pecho, de sus lágrimas renació el mundo de los sueños que tiene la capacidad de atravesar universos y quizás así nació nuestra mitología.

 

Manuel Salcedo Gálvez

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