El dolor de no dejar ir las palabras

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María nunca quiso que su despedida fuese tan fría como la de un hospital. Siempre pensó que sería en su casa, en su hogar, allí donde vio nacer y crecer a sus hijos y nietos, donde vio morir a su marido, donde sintió como sus días se agotaban. ¿No es el mejor lugar para morir, allí donde está todo lo que amas? Siempre pensó que, en esos últimos días y horas, sentiría la calidez de sus sábanas, de su manta en el sofá, de la almohada que vio todos sus sueños y la que también empapó todas sus lágrimas. Allí donde todos los suyos la rodearían, la abrazarían, la besarían, una buena muerte. Nunca imaginó que un virus pudiera cambiar tanto su vida y su muerte. Nunca imaginó que debería despedirse a través de la pantalla de esos fríos artilugios que nunca entendió. Le dolía el vacío de sus brazos, la desnudez de su piel sin caricias. Aun así, la enfermera se le antojó un ángel. La sanitaria emocionada tenía la mascarilla empapada en lágrimas, y aunque a través de un guante de látex, apretó la mano de María, y esta sintió cierta calidez. María pidió a su nieta que tocase el violín y al otro lado de la pantalla, de entre los dedos de la joven, sonó la famosa Balada de Ciprian Porumbescu.

No fue su mejor representación, pero el violín lloraba. Arrancó a su paso las emociones presas de toda una vida. Ella lloraba sobre las cuerdas y el violín sintió sus lágrimas. Entonces se hizo el milagro. Los minúsculos altavoces de aquel móvil, aún distorsionando tanta belleza, llenaron la habitación como el jazmín las noches de verano. Entonces, mientras apretaba la mano de la enfermera como si fuese la de su familia, a María se le antojó el mejor lugar para morir. Hasta aquel artilugio le pareció bello. Su piel erizada solo podía que traer recuerdos, lugares y momentos donde oyó esa misma melodía. Los recuerdos no se distinguían entre los buenos y los malos, solo recuerdos. Al terminar apareció en pantalla su hijo mayor del que hacía mucho tiempo que no sabía nada. Su expresión era de una tristeza dolorosa. Le pidió que escuchase unas palabras que había escrito para ella.

–Si esta fuese una canción –comenzó a leer su hijo– se llamaría «El dolor de no dejar ir las palabras». Las palabras que no dejé ir se han convertido en tumores que envenenan mi sangre y cristalizan el manantial de mis emociones. Han secado el rio de mi ánimo, han vuelto desértica y cuarteada la piel de mi corazón. Han envejecido mi sonrisa, mi mirada nunca ha vuelto a ser limpia, se ha convertido en una mirada ahogada.

»Todo aquello que debí decirte, ha seguido siempre aquí, dentro de mí, donde no debería estar. Debería ser tuyo, debería habértelas dado. Pero no me tengo ninguna lástima, porque me lo quedé por absurdo egoísmo. Porque con esto ni siquiera me quiero a mí mismo. Me odio por no haberte defendido en mis disputas conmigo mismo. Por dejarme ganar y no haberte dado todo aquello que debí decirte. Si las palabras no salían de mi boca, debí haber inventado un idioma diferente con el que comunicarme, para decirte las palabras que eran tuyas. Debian haber hablado mis manos, o mis ojos debían haberte recitado, mis caricias debían haberte cantado al oído todo aquello que debía decirte.

»Pero el tiempo no pierde por el camino ni un solo instante. Gasta su mecha sin pausa alguna. Es lo único que jamás vuelve atrás. Y el instante en que debí decirte se fue para no volver. Mi boca muda castiga mis pocos momentos de cordura. Mi egoísta piel se castiga en cualquier momento de sobriedad. Aunque llore cualquier grano de arena en ese maldito reloj que no se detiene, lo que debí decirte sigue aquí, dentro de mí. Como cristales rotos han seguido arañando la retina de mi alma, porque siguen donde no deberían estar.

»Te miré a los ojos, y me pedían palabras. Y yo las tenía, eran tuyas y solo tuyas, no eran de nadie más. Con los años esos ojos se han ido apagando, pero las palabras que te debía seguían conmigo. No supe darte todo aquello que debí decirte.

»Hay cosas en la vida, para las que solo hay una oportunidad, una sola vez, nunca más volverás a tener ese momento. Es tan efímera la existencia que el valor de cada segundo es incalculable, irrepetible. Mis lágrimas son invisibles porque viven en su propio mundo, allí donde nadie puede llegar. Perdóname, mamá. Sé que hoy ya es tarde para darte todas aquellas palabras, y ese dolor vivirá siempre conmigo, pero hoy quiero entregarte las más importantes… siempre te he querido y siempre te querré.

Aquella misma noche María falleció, junto a aquel ángel que la cuidó. La enfermera con las gafas protectoras empañadas y su cuerpo trémulo, le dio el último abrazo que se llevaría de este mundo. Al llegar a casa, la joven sanitaria abrazó y besó a su familia como si no hubiese un mañana, sin parar de decirles que los quería.

No calles lo que debas decir porque a veces no vuelve a haber otra oportunidad. Sueña lo que desees porque a veces no se puede volver a soñar. Ríe todo lo que puedas porque no sabes cuando la tristeza ahogará tu risa. Abraza todo lo que puedas, porque el vacío puede llevarse la oportunidad. Besa cuando sientas la necesidad, ese roce podría no volver a ser tan cálido. Aprieta con fuerza una mano, quizás sea la última. Acaricia una piel amada, porque puede volverse tibia y terminar enfriándose para siempre. Escucha la voz de los que quieres, llegará el momento que desees recordarla. Mantén la mirada, los ojos que ahora miras se cerrarán y desearás recordar su color. Di esas palabras por muy ridículo que te sientas, no dejes de decirlas, no son tuyas, no te pertenecen, son de aquellos a los que amas.

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Manuel Salcedo Gálvez.

Merendero

 

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