El cursillo (primera parte de dos)

Horacio siempre fue un buen trabajador para sus empleadores, serio, responsable y cumplidor, pero sin renunciar a ninguno de sus derechos y aunque no le esquilmaba un minuto al trabajo, no por ello renunciaba a su conciliación familiar. Esto gustaba menos a sus patronos.

Durante el horario laboral ni un cigarrito, a pesar de que fumaba como tres, lo dejaba para la salida del trabajo. Iba a los servicios lo imprescindible y no se enredaba en charlas con el operario de al lado, por lo que su productividad evidenciaba a la de sus compañeros, que no lo miraban bien.

La llegada de Raúl, el nuevo gerente, vino acompañada por rumores de inminentes despidos. Horacio no les dio importancia, sabía que su producción lo respaldaba y que, de ser despedido, sería de los últimos.

Por eso cuando Raúl lo llamó a su despacho acudió sin especial prevención.

El ejecutivo quería intercambiar opiniones con cada trabajador empezando por los más productivos y Horacio fue llamado en primer lugar. No se habló de despido y del encuentro surgió un claro entendimiento entre ellos, hasta el punto de que no era raro verlos juntos tomando una cerveza en el bar donde  comían a diario.

Dos meses después no solo no se había despedido a nadie, sino que se hablaba de renovar la maquinaria que se averiaba con tal frecuencia que no resultaba rentable.

Un día, durante la comida, Raúl comentó con quienes compartían mesa que les reservaba una sorpresa para el próximo viernes.

Hasta la tarde del viernes hubo apuestas sobre el tipo de sorpresa que les aguardaba. Las hubo para todos los gustos.

El viernes por la tarde se paró la actividad de la factoría y todos se reunieron, en la mesa presidencial otros tres ejecutivos acompañaban a Raúl, que no se anduvo por las ramas y planteó algo que se asemejaba a un proyecto de manumisión de los asalariados: consistía en que los trabajadores pidieran la baja voluntaria en la empresa, a cambio de ello obtendrían un contrato como proveedores de una nueva empresa que les garantizaba pedidos por diez años renovables. La empresa se comprometía a comprarles una producción, al menos igual a la que en ese momento tenían en la empresa, a cambio de un pago, que se abonaría mensualmente, y cuya cifra dejó a todos estupefactos.

—Pero no lancéis las campanas al vuelo, porque de esa cantidad tendréis que pagar la cuota de autónomos, el alquiler del local donde trabajéis, los plazos de la máquina, los impuestos correspondientes, los materiales y los costes administrativos. Aun así y según mis cálculos percibiréis limpio el ciento treinta por ciento de vuestro salario actual —aclaró Raúl.

  Deberían comprar la máquina que emplearían y que se la ofrecía uno de los acompañantes de Raúl a un precio razonable, que podían financiar en el banco que representaba otro de los presentes. El tercero les ofrecía el alquiler de unos cubículos, resultantes de fraccionar una nave industrial en aquel mismo polígono. En cada pequeño taller había espacio para la máquina, un almacenillo, un pequeño aseo con ducha y un pequeño despacho en el altillo. No resultaba imprescindible arrendar dicho cubículo en caso de que se dispusiera de un local idóneo, al igual que podía obviar el banco quien pudiera sufragar la máquina al contado.

Para Horacio, aquella oferta supuso un universo de posibilidades, que fueron tomando cuerpo cuando, en una segunda reunión, se concretaron las cifras, él lo tenía claro aunque sus compañeros todavía dudaban hasta que, en una tercera reunión se aclaró la alternativa a la oferta: el despido no más allá de seis meses, en condiciones deleznables, dada la situación económica que la empresa acreditaría.

Horacio comentaba puntualmente las incidencias de trabajo con Nuria, su mujer. Le enumeró las ventajas que le reportaría su nuevo estatus: no tendría a nadie vigilándolo; tendría el horario apropiado para disfrutar de la familia; echaría la siesta; seguiría de cerca el crecimiento de sus hijos Sergio y Laura, de los que apenas había disfrutado en los seis y ocho años que tenían; podría fumar en el trabajo; trabajando el mismo tiempo que en la fábrica ganaría el doble y, en un alarde de optimismo, se atrevió a hablar de una lejana jubilación en Marbella

Raúl le recomendó que antes de iniciar la actividad por su cuenta siguiera un breve cursillo que le enseñaría a organizarse en el trabajo. Le gustó la idea, aunque uno de los compañeros, que no quiso cursarlo, le dijo que los que lo impartían eran unos neoliberales de tomo y lomo. Esto lo refrenó, más por el tono que había empleado, que por lo que le transmitía, pues si eran liberales, ¿Qué podía temer? Al final se inscribió, solo eran tres días y el saber algo más no le perjudicaría. Salió encantado de la preparación, le habían descubierto mil formas de cómo aprovechar y organizar su tiempo, de cómo incrementar la producción, de cómo optimizar beneficios, pero sobre todo le habían infundido tales ansias de iniciar la tarea que se le hicieron interminables los dos días que tardaron en instalarle la máquina.

Su inicio como autónomo fue ejemplar, seguía siendo un trabajador modelo y con lo que había aprendido en el cursillo no precisaba de superior que lo controlara para incrementar su productividad, simplemente seguía las enseñanzas recibidas en el cursillo que integró completamente en su día a día.

Se fijaba objetivos que superaba, sin que nadie tuviera que animarle a ello. Él era su más estricto supervisor. Por lo que optimizó su tiempo, instauró nuevos métodos y, aunque madrugaba más, también es cierto que comía en casa a diario con su mujer y sus hijos que le participaban de sus avances en la escuela y, lo nunca visto, disfrutaba de una siesta de media hora, que le reponía como por ensalmo.

La dicha había vuelto a su casa tras algún tiempo de roces y tiranteces.

El matrimonio había vuelto a la espontaneidad de los primeros tiempos, y en la casa, el televisor había sido desterrado por las conversaciones, las risas, sobre todo risas. En pocos meses los niños se habían integrado en el colegio y cascabeleaban en el entorno familiar.

Horacio no necesitaba esforzarse para servir los pedidos que le hacían. Nunca se retrasaba, ni disminuía la cantidad o calidad de lo servido.

Siguiendo las enseñanzas del cursillo quiso buscar nuevos clientes, era algo que su contrato le permitía. No obstante, y para estar seguro, un día comió en el bar del polígono para toparse con Raúl y comentárselo, no quería líos con su nuevo medio de vida.

Continuará

Alberto Giménez Prieto

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