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EL CRONISTA DE LA VERDAD

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La hoja de papel dio varias vueltas en el aire, antes de acabar posándose en el suelo entre las hojas caídas de los árboles, un par de colillas de lo que en su momento debieron ser dos cigarros y un bote de refresco, vacío, y completamente estrujado. Sobre su superficie había anotadas varías líneas de tinta, entre cuyos trazos se distinguían algunas palabras, o al menos parecían ser palabras, ya que a varias les faltaban letras, haciendo imposible averiguar su significado. Pero había una frase que se podía apreciar con total nitidez: Feliz Navidad. Estaba escrita justo al final de la hoja y parecía aportar un brillo especial a aquella hoja que se desvanecía de aquel rincón de la acera.

De repente, un balón de un niño se detuvo junto al papel, aunque sin llegar a tocarlo. Seguro que, en breve, aparecería un muchacho para recuperar su balón. Y tal vez, pensó, esperanzado, se daría cuenta de la existencia del papel y lo cogería del suelo. Aunque solo fuera por esas dos palabras: Feliz Navidad.

Pero empezaron a pasar las horas y el balón seguía estando en el mismo sitio en el que se había detenido. ¡No podía ser cierto! Un niño siempre acudía a buscar su balón. Pero estaba claro que aquel espacio estaba destinado a los elementos solitarios o, peor incluso, abandonados.

La silueta empezó a moverse, inquieta, de un lado a otro de la habitación. Trataba de dar respuestas a todos los interrogantes que le iban surgiendo, pero era muy difícil. ¿Acaso se pueden sanar con cordura los ecos de una guerra? Ya no había misiles bombardeando las calles de las ciudades. Ni se contaban por cientos, cada día, las víctimas de la cruenta batalla entre unos y otros. Pero solo había quedado el silencio. Nada más.

Se volvió a acercar a la ventana de su vivienda y desplazó la vista a su alrededor. El resto de los edificios estaban destruidos y los escombros se sucedían a lo largo de la vía. No muy lejos, un gato se coló entre varias piedras, sin dejar de maullar y buscando comida. Y cuando ya empezaba a dar por cierto que, quizá, pudiese ser el único ser humano que había sobrevivido al conflicto en aquel espacio que un día fue un barrio residencial, se percató de que, al final de la calle, unas luces se mostraban con intermitencia entre los restos de una casa. Espero unos instantes para ver si había alguien que se moviera en aquel punto y, poco a poco, empezó a sonreír al darse cuenta de que unos padres y sus hijos permanecían cobijados entre las vigas que todavía se mantenían intactas de su casa.

Después, volvió a posar la mirada en el papel que se hallaba en la acera y se sintió reconfortado al leer, una vez más, aquellas dos palabras que le devolvían un atisbo de humanidad: Feliz Navidad. Tal vez fuese el comienzo de un mundo en paz. Tal vez, los seres humanos hubiesen comprendido que en sus corazones también hay lugar para la bondad. Mientras tanto, él se quedaría esperando en aquel rincón de su casa. No tenía prisa. Se dedicaría a captar todos los detalles de lo ocurrido para poder contarlos después. Sería el cronista de la verdad. Para que nadie, nunca más, volviera a dejarse vencer por el odio de las mentiras.

Alberto Blanco Rubio

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