-¡No llores!, que encima te doy. – Florencia reprendía al benjamín, nerviosa por lo que el joven médico acababa de decirle. No es que dudara de su saber, pero eso del cepillo…

– A ver pequeño, abre la boca otra vez… — ante la negativa del niño, el doctor Raimundo sacó un cromo del bolsillo y lo colocó delante de su nariz, pero aun así seguía apretando los labios con tal fuerza, que la piel de alrededor casi había perdido su color natural. — No seas testarudo y deja que te vea los dientes; no te haré daño, te lo prometo.

-Pero el chiquillo persistía en su testarudez, con la vista fija en la revista, que había dejado junto al maletín, en la que un Nautilos de tinta, luchaba por zafarse de los enormes tentáculos de un pulpo gigante, salido de las profundidades abismales del océano. — Ya… lo que tú quieres es la revista, — le dice tendiéndosela. — Pero tan mocoso ¿y sabes leer? — pregunta mirando a Florencia, apurada por el comportamiento de su hijo.

-– Pues sí, doctor… — dijo nerviosa, estrujando el delantal a cuadros negros y grises, en donde las cicatrices de tantos combates librados en el campo de batalla del hogar, quedaban reflejadas a modo de remiendos. — Yo no sé qué voy a hacer con él. Si su padre lo manda con las ovejas a lo alto del valle, el nunca sube sin uno guarda en el zurrón uno de esos libros que lo único que hacen es que se olvide de los animales.

Ángel miraba con recelo al doctor mientras su madre se quejaba de su comportamiento. No comprendía por qué se montaba ese barullo cada vez que le veía con algo que tuviera letras en la mano, en cambio padre…

El medico dijo con aire de benevolencia, y sin dejar de observar al pequeño – Mujer, el que al niño le dé por la lectura es algo de lo que tienes que estar orgullosa, y más viendo la edad que tiene. Los niños de su edad no suelen leer como él. Es decir; ni siguieran leen. Seguramente tarde o temprano vendrán a los del Seminario…- Una fina arruga se formó en el entrecejo del doctor Raimundo. – Ya sabes que eso os haría la vida más fácil a toda la familia, pero ¿Y el niño? No hay cosa peor que ejercer una profesión sin

vocación, y la de sanador de almas es de las que más daño hace, si no se pone la propia alma en ello.

Florencia escuchaba con atención las palabras del hombre. Sabía perfectamente de lo que le estaba hablando. Desde siempre en el pueblo, la señora de la casa más rica; la que tenía más tierras de labor. La de mayores cabezas de ganado. Era la que venía llamar a la puerta del pobre en busca del hijo que mostraba una cierta capacidad para los libros. La señora pagaba los estudios del muchacho, y mitigaba en parte las penurias del hogar, a cambio de su consagración al sacerdocio.

– El problema reside –dijo fijando la vista en el mechón de pelo dorado como un rayo de sol, que asomaba por un borde del pañuelo sujeto a la cabeza -, en que los chavales son demasiado jóvenes para saber si quieren o no vestir los hábitos para toda una vida…

Sentado bajo la gran campana del hogar, en donde las llamas de un pequeño fuego lamían el culo ennegrecido de una sartén, soportada en una trébede al rojo, escuchaba sin disimulo la conversación entre el médico y su madre. Era muy pequeño para comprender lo que realmente decían, pero tenía la sensación de que era algo importante, y no le parecía que estuvieran hablando de dientes y cepillos…

El médico se acercó al niño con la revista en la mano.

-Hagamos un trato: yo te doy la revista y tú a cambio abres la boca y te estás quietecito para que te pueda ver los dientes. No te haré daño.

El trueque surtió efecto, Ángel abrió la boca, a la vez que su mano se aferraba a la revista. Entre los dedos asomaba un tentáculo de tinta. Y del amplio bolsillo del delantal de Florencia, el cepillo de la ropa.

Y el doctor Raimundo se fue calle a bajo, con su maletín, y aquel bastón con la empuñadura de pezuña de cabra que el carabinero le había hecho agradecido por las visitas que hacía al hogar cuando las nieves permitan el paso al valle. Y se alejó bajo un cielo de primavera, una vereda de flores, y un empedrado tachonado de abono de vaca; de esa vaca rubia del valle del Roncal, dejando sobre la mesa de la cocina un frasco de perborato y un diminuto cepillo, a los ojos de Florencia, con la sencilla aclaración de cómo debía lavarse el niño esos dientes de leche que ya empezaban a picarse.

– ¡Que no llores Caín! Que el cepillo no es el de la ropa – le dice plantando ante la nariz del pequeño, el cepillo – No llores más. –

Pero el niño no dejaba de llorar.

Gudea de Lagash

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