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EL ARTE DE AGRADECER

Una reflexión luminosa sobre la gratitud como virtud olvidada. Javier Serra reivindica agradecer como acto de conciencia, libertad y transformación interior, capaz de reparar la vida como un Kintsugi del alma.

Javier Serra

Javier Serra

Existen sentimientos que pierden lustre, como la plata guardada en un cajón. El agradecimiento es uno de ellos. Vivimos rodeados de mensajes que nos incitan a mirar solo por nosotros mismos, a producir, a subir en el escalafón trepando sobre la chepa del prójimo

… pero rara vez a detenernos para darnos cuenta de que estamos vivos y de que la vida es un regalo. La nuestra y la de los demás. ¡Cuánto ganaríamos si nos diéramos cuenta de eso a tiempo!

No hablo del “gracias” que se nos escapa de forma automática, al menos a aquellos que nos lo inculcaron en la infancia. Me refiero al agradecimiento verdadero, ese que nace de reconocer que lo bueno que nos ocurre no siempre es mérito propio. Una virtud, diría Aristóteles, que nos ayuda a ordenar la vida moral con más claridad que muchos manuales modernos de autoayuda, sin necesidad de ilustraciones o ejercicios. La gratitud, vista desde su ética de la virtud, es la capacidad de ver con lucidez el bien recibido y, al hacerlo, abonar el terreno para desplegar la mejor versión de nosotros mismos (lo siento, no he podido evitar recurrir a este mantra de la propia autoayuda. Al fin y al cabo soy un producto de nuestros tiempos).

Los estoicos, por su parte, tenían una relación aún más peculiar con el agradecimiento. No solo exhortaban a dar gracias por lo que uno tiene —que ya tiene mérito—, sino también por las dificultades. Para ellos, cada contratiempo era un pequeño gimnasio del carácter, sin necesidad de abono mensual ni clases de zumba.

En pleno siglo XX, tan pródigo en tragedias y horrores provocados por los seres humanos, Viktor Frankl, desde su experiencia extrema en un campo de concentración, mostraba que incluso en los escenarios más oscuros la gratitud puede ser un acto de libertad, una forma de hallar el sentido que debemos darle a la vida y preservarlo.

Además, más allá de las escuelas filosóficas, la ciencia lleva años confirmando lo que la intuición humana ya sabía: agradecer nos sienta bien. Reduce el estrés, mejora la resiliencia, regula nuestro diálogo interior, que a menudo funciona como un implacable crítico de cine comentando la película de nuestra vida. Y, quizá lo más revelador, la gratitud moldea la narrativa que contamos sobre nosotros mismos. Releer el pasado desde la apreciación —no desde la ingenuidad, sino desde la madurez— puede convertir sufrimientos en aprendizajes y a las personas (queridas o no) en verdaderos regalos.

El agradecimiento es alquimia para el alma. Une, suaviza, repara. Existe una práctica japonesa, el Kintsugi, que consiste en reparar piezas de cerámica rota resaltando las grietas con oro para dotar al objeto de una nueva y única belleza. La cosa va por ahí. La ingratitud, en cambio, erosiona de forma silenciosa, como la carcoma que devora una viga de madera hasta que el techo se hunde. Agradecer dignifica a quien lo expresa y a quien lo recibe; es un recordatorio de que ninguno de nosotros es autosuficiente ni el centro del cosmos, por mucho que el fin del mundo se produzca justo en el momento de nuestra muerte.

Para quienes se sientan advenedizos y pretendan cultivar este arte, sepan que no es preciso gurú alguno ni marcarse grandes objetivos. Basta con recordar de vez en cuando aquello que nos sostiene en nuestro día a día. O escribir un breve registro de los momentos que han significado algo positivo. Y, si uno quiere ser un poco más estoico (sin abusar), atreverse a encontrar sentido en algún obstáculo reciente. Quizá la vida, si se mira así, se vuelva menos áspera.

Termino con una reflexión personal. Después de años escribiendo en estas páginas, todavía me sorprende —y agradezco, con esa mezcla de pudor y alegría— que haya lectores que regresen a esta columna semana tras semana. Si algo he aprendido en este tiempo es que la gratitud no es solo una virtud privada: también se construye en comunidad. Y quizá por eso, cada vez que cierro un artículo, me descubro pensando que escribir no es tanto un ejercicio intelectual como de agradecimiento.

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