El abrazo
Cuando salía de clase, arremolinado entre los amigos que salían del aula, vio a su madre, quiso hacerse el desentendido, pero sabía que sus miradas se habían encontrado y que ya no cabían disimulos. Avergonzado miró a sus compañeros, se apartó de ellos para que no presenciaran las cursilerías que se le ocurrieran a su progenitora y con indolencia, para retrasar lo inevitable, se acercó a ella, que le esperaba apoyada en el utilitario.
Esquivó con agilidad el beso que ella trató de plantificarle en la mejilla y que acabó perdido entre la creciente contaminación.
Rehuyéndola subió al coche sin soltar palabra, fue directamente al asiento trasero, ni siquiera intentó colarse en el del acompañante, como hacía en el coche de su padre los fines de semana que le tocaban con él; ella no se lo consentía. Se colocó el cinturón de seguridad para evitar que su madre siguiera mirándolo y se acomodó de tal forma que, desde el exterior, no se le viera. Justo al contrario de lo que solía hacer cuando iba de copiloto con su padre.
En aquel pequeño espacio trató de aislarse de su madre, abriendo y cerrando el impoluto cenicero, subiendo y bajando el vidrio de su ventanilla, mirando un libro por el que no sentía interés. Durante el corto trayecto hasta el domicilio solo respondió al «interrogatorio» de su madre con gruñidos, silencios o algún monosílabo, sin estar muy seguro de haber escuchado la pregunta a la que respondía; con toda su atención invertida en que sus compañeros no vieran que su madre iba a recogerlo al colegio.
Tras los cinco minutos de trayecto, que se le hicieron eternos, a la llegada al adosado su madre detuvo el auto a la puerta del garaje, él bajó antes de que estuviera completamente detenido, miró a uno y otro lado de la calle y al comprobar que no había nadie cerca, con voz trémula y desabrida increpó a su madre:
—Te he dicho mil veces que no quiero que vengas a recogerme al colegio, ¡que ya soy mayorcito! —Y, azorado, se escabulló hacia el interior de la vivienda.
Ella, imperturbable esperó que acabara de subir la puerta del garaje, aparcó sin prisas, cerró el vehículo, y con parsimonia se dirigió hacia la puerta que comunicaba el garaje con la vivienda.
Todo en ella resultaba rutinario, casi robotizado. Actitud introspectiva, serio el semblante, fruncidos los labios, circunspecta la mirada, aunque las ilusionantes chispas que se escapaban de sus ojos delataban la falta de espontaneidad de tal parquedad.
Abrió la puerta con estudiada despreocupación y, antes de que pudiera pulsar el interruptor de la luz, sintió que unos nerviosos brazos atenazaban su garganta, mientras le llegaba el olor de cariño que despedía un cuerpo tan conocido como querido…
— ¡Mamá, que ganas tenia de abrazarte!
El abrazo vestido con la naturalidad de lo sincero, aunque breve, caló hondo en su introspectiva depositaria, antes de que el chaval saliera corriendo hacia su habitación en busca de nuevos custodios para su afecto.
A su madre, contenta por la carantoña recibida, le seguía quedando la duda de si aquel repentino estallido de amor filial había sido completamente espontaneo o guardaba alguna relación con la nueva consola que había dejado sobre la cama de su hijo.