DIOS EN NUESTRAS VIDAS – VII
Si el hombre se respondiera a sí mismo con sinceridad a sus propias preguntas, a sus dudas, qué fácil le sería encontrarse con Cristo en los vericuetos de su vida.
A todo hombre, por poderoso o sabio que sea, que solamente en el simple pasar del tiempo y en sus propias fuerzas cifra toda su esperanza, que arduo y desesperante se hace su caminar. Es inevitable que les invada en muchas ocasiones una miserable desesperanza al tomar conciencia con el paso de los años de sus limitaciones, de la vaguedad de sus convicciones, de la inutilidad de su tiempo. Plantearse la trascendencia como ser humano, y por ende, inmerso en la globalidad de la eternidad, es algo que el hombre sólo puede alcanzar si es capaz de vislumbrar en sí la mano de Dios, y como algo de Dios, y por Él querido, ser digno de participar en su eternidad.
Por eso te aconsejo, querido amigo, que prescindas de ese necio afán de supervivencia, de estéril enfrentamiento con los demás, y cesa en tu enfoque de la vida como si se tratara de un continuo campeonato, de un afán incontrolado de poseer, de un andar raudo y avasallador hacia ninguna parte.
Olvida la zancadilla, el zarpazo, porque eso queda solo reservado a los animales.
¿Dime sinceramente? ¿Tras algunos de tus vandálicos actos, tras el egoísmo e insolidaridad de tus comportamientos, has dormido mejor?
No es eso lo que te llena y te colma. No es eso lo que da sentido a tu vida. Porque todo eso, sólo es lo que te separa de ti mismo y hace más difícil el reencuentro con la paz y la felicidad tras la que incesantemente andas.
La felicidad tiene otras lecturas, otras connotaciones, otro sentido y otras razones. Por eso, el sabio se afana en comprender y comprenderse, el santo en lograr la perfección en los demás, que será el mérito por su causa de lograr la perfección de él mismo ante Dios.
Consciente o inconscientemente, todo ser humano busca algo que lo retraiga de su propia pequeñez, de sus limitaciones, de sus incertidumbres, de sus angustias, e inopinadamente llega hasta la fe. Vislumbrar la fe es vislumbrar un nuevo mundo, un nuevo amanecer, una vida nueva. Es la participación amorosa de la felicidad, la que aflora en la sonrisa de un niño, en la ilusión de un enamorado, en la paz gozosa y esperanzada de un viejo. Es creer, confiar y esperar en la grandeza y el amor de Dios. ¿Sin Dios? ¿Qué sentido tienen nuestras vidas?