DIARIO DE UN POETA EL DÍA QUE CONOCÍ A DOÑA BLANCA MORA Y ARAUJO, ESPOSA DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA D. MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS

Qué duda cabe de que doña Blanca Mora y Araujo fue muy importante en la vida del Premio Nobel de Literatura D. Miguel Ángel Asturias, guatemalteco y uno de los escritores más importantes del siglo XX, no solamente para los países de lengua castellana sino mundialmente. Fue un hombre que representó a su patria en muchas naciones, entre ellas como Embajador de Guatemala en Francia, en donde contactó con las corrientes literarias y pictóricas del momento; le gustó tanto París que pidió que fuese enterrado allí una vez fallecido. Eso sucedió en Madrid en el año 1974, a la edad de 74 años.

Según me contó doña Blanca, ella era para él como si fuese una niña. Miguel Ángel era una persona que, a pesar de su sentir indio serio y tosco (en apariencias), le demostraba a ella una gran ternura, la cogía en brazos y giraba una y otra vez mientras se reían a carcajadas. Fueron muy felices durante los años que estuvieron juntos, a pesar de la gran personalidad del escritor, ya que, a veces, entraba en una gran melancolía o depresión. Era un hombre con fisonomía maya. Sentía como un indio y escribía con sentir castellano. Precisamente esa simbiosis de mezcla maya y castellana le permitió escribir grandes libros y poesía, aunque en esta actividad no sea tan conocido.

Doña Blanca fue la segunda esposa del Premio Nobel, y fue ella el ángel amoroso, imprescindible para el escritor, sobre todo en la época de su enfermedad hasta su muerte causada por un cáncer.

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Residieron en varias ciudades de España, entre ellas Madrid y Palma de Mallorca, su última residencia fue un chalet en la Bonanova, cercano a la Fundación y estudio del pintor Joan Miró y casi vecina del Palacio de Marivent, residencia esporádica de sus Majestades los Reyes de España en verano. El chalet se hallaba rodeado de pinos y estaba al cuidado de un matrimonio. La casa era el altar de los recuerdos para ella ya que estaba rodeada de los trofeos, libros y recuerdos de sus años de convivencia con Miguel Ángel.

El chalet donde pasó los últimos años de su vida estaba enclavado en un paraje envidiable mirando al mar, pero no solitario ya que alrededor hay grandes urbanizaciones que son casi barriadas. Muchas tardes bajo las sombras de los pinos doña Blanca se sentaba en una butaca a leer –más bien releer– algún libro de su marido, mientras el canto de algún pájaro solitario como ella soltaba sus trinos y ella dejaba de leer y se quedaba escuchando su canto. En ese momento, relajada, serena, venían a ella los recuerdos maravillosos vividos junto a su marido. Los paseos por los jardines de París, o en barca por el río Sena, mientras ella se cogía a su brazo y se apretaba contra él, las tardes ya eran frías, después se perdían los dos por Pigalle y buscaban un local bohemio, donde cenaban antes de regresar a la embajada.

Mientras ella piensa, se le ve a veces una débil sonrisa en su aún bello rostro recordando alguna anécdota vivida. El libro reposa en su falda, mientras el pájaro de colores la mira sin querer levantar el vuelo, quiere seguir contemplando a la bella dama que, a pesar de los años, el tiempo no ha podido marchitar. Coge el libro nuevamente y lo aprieta contra su pecho, en la ilusión de que en aquellas palabras sigue viviendo el espíritu de Miguel Ángel. En eso el pájaro curioso levanta el vuelo y el ruido de sus alas hace volver a la actualidad a doña Blanca, coge un pañuelo que lleva doblado sobre el libro y se lo lleva a los ojos, donde una lágrima inesperada ha salido de la fuente caudalosa de su alma y quiere rodar por sus mejillas.

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Poco a poco, el sol se va poniendo por el poniente de la Isla Dragonera y ya las farolas de las calles limítrofes a su residencia se van encendiendo. En eso sale la señora que la cuida y la obliga a entrar en la casa, de noche, aunque sea verano hay humedad y a su edad y con sus achaques no es bueno para ella. Volver, ¿a dónde? Al silencio de su habitación sola, llena de tristeza, de añoranzas, sin nadie que le pueda dar un beso en la frente, antes de dormir, sin nadie que le diga que la quiere. Qué silencio y cómo pesa el ambiente solitario del entorno. Reza sus oraciones, pues ella es muy creyente, y poco a poco se dormirá deseando, quizás, no volver a despertar. Y sus últimas palabras susurrantes serán dirigidas a su gran amor: «Buenas noches, Miguel Ángel, ya va siendo hora de irme contigo».  La puerta se cerró y la mujer argentina ángel valedor de Miguel Ángel Asturias cerró sus ojos dulcemente y un pájaro de vivos colores salió de su pecho y voló para siempre en busca de su marido, que saldría a su encuentro.

Conocí a doña Blanca Mora y Araujo una tarde de invierno del año 1998, en la que unos amigos míos la invitaron a tomar un té en la zona turística de Portals Nou. Me recogieron en el paseo de Mallorca, doña Blanca iba junto al conductor y su esposa y yo nos acomodamos en la parte trasera del coche. Ella me preguntó si escribía, le dije que sí, pero que yo era un poeta y escritor muy humilde. Pronto llegamos a nuestro destino y nos sentamos en una de las terrazas más importantes de la urbanización de lujo. La tarde era soleada y las gaviotas volaban sobre los barcos anclados. Pedimos al camarero que nos sirvieran té verde y un trozo de pastel. Entre bocado y bocado de pastel y sorbos de té, hacíamos algunos comentarios elogiosos sobre el sitio en donde nos encontrábamos. Nuestros amigos tuvieron que ausentarse durante unos veinte minutos, pues tenían que hacer una gestión en relación a una barca que querían comprar, por lo que durante ese tiempo me quedé a solas con doña Blanca, momento que aproveché para que me contase cosas de los años pasados junto al escritor. Años gloriosos en donde lo pasaron muy bien, viajando, conociendo a personalidades políticas y escritores de primer orden, también momentos amargos y de exilios. Asimismo me contó cómo vivía en la actualidad, me dio mucha pena escucharla… Unos quince minutos más tarde, volvieron nuestros amigos y, tras otros cinco minutos, él se dirigió a doña Blanca diciéndole: «Querida amiga, nos vamos, ya va siendo tarde y antes de que oscurezca debes estar en casa». «Qué pronto ha pasado el tiempo. Lo bueno siempre acaba pronto, si no queda más remedio, nos iremos». En sus palabras había pena y resignación.

Mi amigo se adelantó en busca del automóvil mientras mi amiga y yo íbamos con doña Blanca, yo iba delante y ellas cuando de pronto escuché un grito, volví la cara y vi que doña Blanca se había caído, el susto fue tremendo. Gracias a Dios, no fue nada más que el susto. La dejamos en su casa y volvimos hacia Palma, en donde mis amigos me dejarían mientras ellos se irían a la gran mansión que tenían en la lujosa urbanización de Son Vida.

Les pregunté a mis amigos:

–¿Os imagináis lo que hubiese sucedido si doña Blanca se parte un brazo o una pierna?

–Prefiero no pensarlo, afortunadamente, no ha pasado nada. –Y, dirigiéndose a su esposa, le dijo–: Catalina, nunca más sacaremos a doña Blanca a pasear, es un gran riesgo debido a su edad.

Doña Blanca Mora y Araujo nació en Corrientes (Argentina) en 1904 y falleció en Palma de Mallorca el 20(¿) de octubre de 2000 a los 97 años, su cuerpo fue incinerado y sus cenizas fueron llevadas a París y depositadas en la tumba de su marido en el Cementerio Père Lanchaise, donde reposa junto a su gran amor para siempre. Descansad en paz.

Marcelino Arellano Alabarces

Palma de Mallorca

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