DE VISITA AL OLVIDO
Era mi visita semanal, la misma que desde hacía tres años, pero su rutina no evitó que me estremeciera al encontrarla en medio de aquella parafernalia ortopédica y del olor a desinfectante, que no lograba ocultar el que desprendían los rebosantes pañales.
Al saludarla, el desconcierto anidó en su rostro, que dejó paso a la extrañeza y, a pesar de mi beso, el desconcierto permaneció mientras le hablaba, poco a poco mi voz le despertó algún recuerdo y su mirada abandonó los palustres terrenos de la incertidumbre para preñarse de alegría.
Eran los amados ojos que había contemplado desde niño, ahora menudos, soterrados entre arrugas y en cuyo iris se adivinaba el brillo familiar tras la bruma medicamentosa perenne que los velaba desde que ingresó en la residencia. Me pareció percibir en su mirada aquel centelleo, anunciador de la frase cariñosa o de la caricia desinteresada, que la avivaba, pero tartamudeó y no llego a articular nada con sentido.
Integrada en la amplia estancia abarrotada de sillas de ruedas, muletas y andadores y en donde se mostraban las manualidades a las que les forzaban, tratando de retrasar lo irremediable.
Estaba junto a su compañera de habitación, como siempre,, eran inseparables, compartían charlas, extensos silencios y frecuentes olvidos.
—Este mocetón, ahí donde lo ve —comentó, presentándome a su compañera, como todas las semanas—, es mi primo Gregorio, y aunque sea un galán de película, es dos años mayor que yo, es de la quinta de mí… de mí… ¡Ay que no me acuerdo! Ah sí, de la quinta de mi marido, al que el señor se llevó hace… hace… hace mucho.
Hoy me asignaba el rol del primo Gregorio, fusilado por los otros, al que solo conoció por los comentarios de su madre.
Elucubró sobre las «actuales» vivencias de su primo: mecánico con taller propio, al decir de ella, y con mucho futuro por delante.
Bruscamente se interrumpió con la mirada perdida, no sé si en el infinito, o en sus profundos adentros, buscando otro recuerdo que acababa de perder, mientras escuchaba su propio silencio.
Fue necedad por mi parte, pero no pude evitar preguntarle por su salud, por su estancia, por sus actividades y por sus nuevas amistades, en fin por aquello que humaniza nuestro paso por este mundo.
Preguntas que se extraviaron, al igual que en las anteriores visitas, en aquel laberinto que se ocultaba tras la perpetua sonrisa de su mirada. Nunca supe si me escuchaba, si oyéndome me comprendía o si ya habitaba en el edén de los sentimientos insumisos.
No precisaba de sus respuestas, que ya sabía por la responsable del centro, aunque fuera desde su interesada perspectiva interesada.
Lo que me interesaba era escuchar el bullir de sus sentimientos, pero sobre eso hacía tiempo que estábamos sin noticia.
Que no respondiera a mis formalismos no implicaba su silencio: de corrido desgranó la letanía dedicada a las visitas: los recuerdos embrollados con los olvidos de una época que creía recordar, pero que nunca sucedió. Hacía tiempo que la quimera le confinó la evocación.
Otra vez brotaron las historias por aquella venerada boca, la que me besaba… en cualquier momento, aun sin motivo, ella siempre encontraba alguno.
— ¿Hace falta motivos para besarte? —argüía cuando la vergüenza infantil me hacía huir de sus arrumacos.
Se sucedieron historias enmarañadas de hechos inciertos, que se interrumpían abruptamente cuando su remembranza encontraba obstáculos o lagunas que ni su imaginación podía vadear, las más de las veces acababan en otras a cuyo desenlace tampoco era capaz de llegar.
Súbitamente cesó de hablar, se refugió en un súbito enmudecimiento, sin que nada lo provocara y sin que en su expresión se percibiera disgusto o incomodidad, su mirada se volcó en su interior en busca de una vida pasada que perdía a pedazos, sin tener conciencia del presente y sin esperanzas en el futuro.
«Lo que daría por ayudarla a perseguir sus recuerdos» pensé.
Me despedí de ella mostrando el mismo sentimiento que de niño me había avergonzado… ahora cuando ella no podía apreciarlo. Su mirada me acompañó unos segundos, hasta que en su trayectoria se cruzó una de las auxiliares, en la que quedó prendida, hasta que el revuelo de una mariposa, en el exterior, la acompañó al mundo de los recuerdos olvidados.
Me fui con la desazón que proporciona que tu madre no te reconozca y conla absoluta seguridad de que nunca lo hará.
Cuando uno tropieza con un amigo borracho, siempre le cabe la esperanza de que, cuando se serene, puedas decirle lo que no pudiste o no quisiste decirle en aquel estado, pero cuando el destino le quita el tapón al desagüe de los recuerdos, solo ha lugar a una de las palabras más crueles de nuestro idioma: la irreversibilidad.
Alberto Giménez Prieto
Me ha gustado mucho tu relato, amigo Alberto. Triste pero es la realidad.