De La Sombra del Egombe Egombe
Diosdado y Pantaleón, se llamaban el cocinero y el boy, que esta vez les tocó en la ruleta de la suerte de los entresijos domésticos. El primero era un hombre de piel curtida y cabello ensortijado, en el que la nieve de los años había empezado a instalar su tienda. De talante sosegado, Diosdado no despedía olor a alcohol ni a sustancia alguna de las que nublan la razón, al contrario que Pantaleón, un hombretón con cara de tonto y sonrisa perruna al que el olor a ginebra y a fumata le acompañaba al esconderse el sol. Salvando estos pequeños contratiempos, y una vez acostumbrados a verlo desplazarse por la casa como en una nube y perdiendo el equilibrio según el grado etílico alojado en su cerebro, Pantaleón era noble y fiel como un Gran Danés…
— Señora, la niña blanca tirar leche por ventana…
— Pantaleón ¡Por Dios! No se llama niña blanca. Se llama Gelinda…
— Sí señora… la niña blanca Gelinda…
— Mira, déjalo. Llámala como quieras porque no puedo contigo ¿Qué ha hecho esta vez?
— Tiró la leche por ventana, señora — repitió.
Y la Escopetilla entra en el comedor, no sin antes mirar hacia lo alto del aparador en donde Capitán estaba en su hora del aseo personal expurgando, a golpe de pico, todo lo que no fuesen plumas. Suspira con resignación por ese bicho al que no consigue acostumbrarse y ve a su hija que, con la mirada perdida más allá de la ventana, juguetea con un vaso en donde unas cuantas gotas de café con leche condensada se escurren por el cristal, como un niño con patines en mitad de una pista de hielo.
— ¿Es verdad lo que me ha dicho Pantaleón? – le preguntó quitándole el vaso de las manos.
Miró el reloj y luego a la niña, porque se hacía tarde para ir a ese colegio con el que no estaba de acuerdo. La maestra era una morena ya madura que le había tomado demasiada confianza por eso de dar clases, aunque ella dudaba que fuera capaz… Le vino a la memoria la charla que le dio aquel médico forense que llegó a Niefang buscando información sobre la capacidad craneal de los morenos. Los doctores Beato y Villarino, publicaron La Capacidad Mental del Negro desarrollando con claridad y contundencia la inferioridad en inteligencia y memoria del negro de la Colonia con respecto al hombre blanco, había dicho sentado en el porche de casa con un café hecho con el grano, de la plantación de Casajuana.
El padre Fuentes siempre le decía que todos sin excepción éramos hijos de Dios, y por supuesto que ella eso no lo discutía, pero en lo que no se ponían de acuerdo era con eso de la inteligencia… Y luego estaba Iranzo… se acordó de cómo se reía cada vez que salía el tema: <<¡Ja,ja,ja! Cómo quieres que te diga que entre el cerebro de un nativo y un europeo no hay diferencia alguna. ¡Qué cosas tienes! Y luego dices que no eres racista>>. Y con esta última frase se acababa la conversación porque le sentaba fatal que la llamara racista. Dios sabía que no era cierto. Nunca les deseó mal alguno y estaba segura de que les sería más fácil entrar en el cielo que a muchos blancos entre los que se contaba, pero…
— Señora… la niña blanca Gelinda llegar tarde a la escuela…
Sobresaltada miró el reloj. Con tanto razonamiento desordenado se había olvidado de la escuela. Volvió a mirar el reloj y, tirando de la mano a su hija, le estampó un beso en la mejilla, con un ya hablaremos luego, cosa que no le importó a la niña pues sabía que para cuando regresara ya se habría esfumado el motivo de su enfado. Con la resignación pintada en la cara, porque no podía con ninguno de los dos, se asomó a la ventana viendo cómo cruzaban al otro lado de la calle…
Bajó las escaleras de la terraza de dos en dos sin hacer caso de las protestas del boy que bastante tenía con no perder el equilibrio, acompañada de Capitán volando a ras de su cabeza. Lo espantó de mala forma porque estaba molesta con él por haberse chivado a su madre. Ella no tenía la culpa de que solo le gustaran los cafés con leche que le llevaba a la cama su padre. Esos eran diferentes; esos sabían a gloria. Así que cada mañana buscaba el momento oportuno para verterlo por la ventana, justo encima de un papayo joven al que le sentaba divinamente el desayuno mañanero, pues en poco tiempo había crecido tanto que ya casi rozaba el alféizar…
— Tú espera… — le dice alargándole el gorro color garbanzo que tanto odiaba —. Señora ha dicho que tú poner.
— ¡Si me alcanzas me lo pongo! – grita echando a correr cuesta abajo, columpiando la cartera.
— ¡Espera niña blanca! – su voz sonó desesperada. Sabía que no podría alcanzarla a no ser que se parara en algún momento. A él nunca le gustó correr, ni hacer las cosas con prisas. Cuando entró en la Guardia Colonial, se pasaba la vida arrestado por no cumplir con los procedimientos como quería el Masa Instructor, hasta que un día le dijeron: ¡tú de boy¡, desde entonces era feliz trabajando en la casa del instructor de turno, aunque a veces no pudiera soportar a la señora…
De La Sombra del Egombe Egombe
UNO Editorial
Gudea de Lagash