Portada » Cruce de caminos

La noche alcanzó la calle del Malnom, una de tantas oscura y decadente, aunque no ausente al romanticismo del El Raval de la Barcelona de los años sesenta. En aquellas callejuelas casi se ahogaban los gritos agónicos que salían de un viejo sótano, donde una mujer daba a luz a una niña. La criatura nació al tiempo que la última lágrima de muerte, se deslizó por la mejilla de su madre al abandonar este mundo. Pero no se iría con las manos vacías, se llevó la frágil voz de su pequeña entonando su primer llanto de la vida.

Mientras el cuerpo de la madre se enfriaba, dejaron a la niña en el suelo junto a la cama, atrapada entre unas raídas toallas como si fuese un objeto más de la habitación. Con tan solo minutos de vida ya sintió la impronta del mundo que la castigaría durante su corta existencia. El áspero tejido y el penetrante frio se diría que eran premonición de lo que le esperaba. Aquellas voces graves y rudas aun sin entenderlas, le hicieron sentir por primera vez algo parecido al miedo.

–Déjala ahí, mueren putas pariendo todos los días –dijo una de las voces– mientras limpio esto encárgate tú de la niña.

Nadie la abrazó, nadie le dio calor, nadie le habló, solo oyó su propio llanto que no llamaba ya a nadie. La única que pudo quererla se marchó desangrada por un hilo de vida hasta apagarse.

Las toscas manos de aquel extraño le hicieron dejar de sentir contacto con el frio suelo, para sentir el desconocido y extraño tacto del plástico. Aquellas rudas manos la hundieron en una bolsa negra de basura y tras ella un nudo que la privaría de oxígeno. Dejó de oír con claridad el exterior y sintió el golpe seco al fondo de un cubo, después silencio y frio.

Al final de un callejón donde nadie podría oír su llanto, las horas pasarían lentas hasta la muerte de una tan corta vida, sin ni siquiera nombre. Ni sueños, ni caricias, ni besos, ni abrazos, ni caídas, ni tartas, ni velas, ni amores, solo oscuridad hasta que la noche enmudeció.

En otro lugar de la ciudad, la lluvia brillaba bajo la pobre luz de las farolas estrellándose sobre los ennegrecidos adoquines de la Boqueria. Una joven llamada Rosana llevaba ya un buen rato junto a unos viejos ventanales, sintiendo la presión en su cuello de una congoja contenida. Una angustia que vivió siempre en el silencio y que le había acompañado desde hacía demasiado tiempo.

Aquella joven había convivido con su fuerte depresión desde no recordaba cuando ni por qué. Hacia tan solo un mes que había vuelto a aquella vieja casa y las pesadillas estaban invadiendo a Rosana con la virulencia de una gangrena, cada vez más frecuentes como si la persiguiera un destino que no podía eludir. El silencio de aquella vieja casa, era cómplice de una tan secreta como cruel historia. Buscó en rincones olvidados, algún recuerdo que por bonito borrara todo lo demás. Pero tan solo encontró polvo, heridas y aquel cinturón de cuero viejo y gastado que tanto había odiado. Una extraña sensación de desasosiego la embargó. Inconscientemente lo enrolló sobre su mano como si estuviese poseída por un recuerdo y con mucho cuidado lo colocó sobre la mesa. Se quedó inmóvil junto aquella correa mirando la brillante hebilla y un sudor frío empezó a recorrer todo su cuerpo erizando sus sentidos. Por su mente desfilaban como fotogramas quemados por un proyector, imágenes de su cuerpo infantil, frágil y desnudo, bajo unas manos ásperas y poseídas que le hacían temblar de forma descontrolada. No podía apartar la vista de aquel viejo cinturón que parecía enviado desde el mismo infierno, cada curva le dolía como olas de sal sobre sus heridas. Como si fuese con agujas sentía punzadas en sus ojos, querían llorar el llanto del consuelo… pero nunca les dejó.

Aquellas paredes habían oído aquel dolor encerrando dentro el secreto de una tragedia diaria, que quedó cincelada en algún rincón de su alma, escondido en lo más profundo. Algo oscuro y doloroso seguía llamándola desde el otro lado de sí misma, invitándola a quitarse la vida y así lo atestiguaban sus muñecas con desagradables cicatrices unas sobre otras ocultas bajo las pulseras. No le quedaban ya razones para vivir.

Sintió un irrefrenable impulso de caminar hacia la lluvia. Salió a la calle y bajó por la rambla con la cara hacia el cielo, para poder sentir la fuerza del agua en su rostro, como si esta pudiera arrancarle el dolor. Extendió los brazos para que el agua pudiera mojar su alma buscando la libertad de la culpa y las ganas de vivir suficientes para no quitarse la vida. Pero la lluvia tan solo se mezclaba con sus lágrimas.

Anduvo desorientada por callejones buscando morir en alguna esquina, y aunque ninguna historia debería justificar un suicidio, para ella la liberación de su dolor estaba por encima de lo justo. Finalmente se lanzó sobre los adoquines bajo el umbrío arco de Picalques, dejando caer su cuerpo lleno de marcas en aquel escondido callejón donde nadie la vería morir. Se arrastró sobre cubos y bolsas de basura raídas por las ratas, llorando con un dolor inconsolable. Sacó del bolsillo de su abrigo una vieja navaja que a pesar de tener la hoja vieja y gastada aún relucía bajo destellos deformados por el agua. Puso el delgado acero sobre su muñeca entre los surcos de antiguas heridas y el filo frio se deslizo abriendo las puertas por donde se le escaparía la vida.

La sangre comenzó a caer sobre la basura desparramada por el suelo y se colaba entre los fríos adoquines. Cerró los ojos sintiendo elevarse a otro lugar lejos de allí donde su dolor hubiese muerto, y entonces vio dos grandes brazos de piedra que abrazaban una orilla de mar. La arena humedad acaricio sus pies y se dejó caer sobre sus rodillas desplomándose hasta abrazar la arena. Levantó sus ojos y vio como el cielo estrechaba en sus brazos al mar. En el horizonte sus labios se besaban sin dejar pasar el aire y las gaviotas que se elevaban, parecían salir por las comisuras de unos labios infinitos, el olor se pegaba a sus pulmones. El cielo empezó a mezclar colores al antojo de un genio y del mar parecían emerger millones de voces. Comenzó a gritar como si al hacerlo pudieran salir por su boca los espíritus que le atormentaban desde no recordaba cuando. Gritó y gritó hasta que ya no le quedaron fuerzas. Se quedó en la orilla mirando fijamente el horizonte como si tratara de descifrar su vida, cuando se dejó llevar pensando que ya todo había terminado algo comenzó a perturbar su momento algo no cuadraba en su viaje, comenzó a oír un llanto insistente que le hizo volver a su cuerpo.

Al abrir sus ojos su piel ya estaba pálida y fría, se sintió muy débil, la gran pérdida de sangre le hizo sentir el pulso acelerado y en sus venas la presión muda. Sus órganos casi no respondían, pero se incorporó haciendo un esfuerzo que obedecía a un impulso que ella misma desconocía y vio que no se lo había imaginado, el llanto estaba dentro de una bolsa negra que no dejaba de agitarse, la abrió y una diminuta mano le agarró un dedo con la fuerza de quien quiere vivir, todo lo que a ella le faltaba. Le descubrió el rostro que estaba lleno de sangre seca ya de horas y que ahora se mezclaba con el oscuro líquido que salía de las muñecas de Rosana y vio algo en sus ojos que no podía explicar. No supo por qué pero abrazó a aquella niña como si fuese suya, una contradictoria explosión de sentimientos la inundó hasta sus fibras más ocultas y lloró con ella. Un extraño instinto de protección hizo que la metiera bajo su húmedo abrigo. Se levantó tambaleándose, restregando su abrigo por las fachadas de la calle del Carmen mientras trataba de mantener el equilibrio hasta volver a las ramblas en busca de ayuda. Detrás de ella la sangre se diluía con la lluvia, su cuerpo estaba al borde de un choque y en mitad del arbolado paseo se derrumbó. En el cruce de caminos de sus destinos, ambas salvaron la vida una a la otra.

Por muy trágica que sea nuestra vida en ocasiones ésta nos da una segunda oportunidad.

 

Manuel Salcedo Galvez

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