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Y va pasando el tiempo, y pasa muy rápido viendo crecer a Taín bajo la atenta mirada de la Escopetilla y el niñero José. El tiempo pasaba por una playa bordeada de cocoteros a la luz de la luna, sorteando los cangrejos que, tras la caída del sol deambulaban por la arena, o sentados con la vista fija en Bolondo, un bellísimo paraje al otro lado de la desembocadura del río en donde estaban ubicadas las emisoras de radio. También pasó el tiempo de lluvia y de tierra seca entre la gente que iba y venía en el trasiego de barcos que en la zona había, entre remolcadores ocupados en que las grandes almadías de troncos arrastradas por la corriente del rio, desde apiladeros lejanos, llegaran hasta los buques. Todo esto formaba parte de su vida como también lo era, la ingrata tarea de inspeccionar los bosques. ingrata porque el trabajo también abarcaba la demarcación de Cogo, donde la mosca del sueño tenía su feudo entre los manglares. Le preocupaba contraer esa maldita enfermedad, mas que nada por el daño que podría causar a las dos personas que mas quería del mundo de los vivos.

-Dame un beso amor…

Mira a su hija dormir el sueño de los inocentes en su cuna. La Escopetilla le rodea el cuello con los brazos. La melena le cae en desorden por los hombros desnudos, solo unos exiguos tirantes la separan de su piel. El amarillo le sienta bien y ella lo sabe, y sabe también que a él le gusta…

-Dame un beso amor…

Sobre la mesilla la Star ya cargada, junto a la funda de cuero y en el exterior, el gemido del viento por entre las palmas de los cocoteros ahoga el barboteo de las olas rozando la orilla.

-Y otro… y otro… y otro… Duérmete anda.

Una taza de café de la tierra que el boy ha dejado para él, le espera sobre la mesa del comedor. A su lado y junto a la quinina, un azucarero y una caja de galletas que no prueba. << solo el café y la quinina >>. Es lo que piensa y es lo que toma porque su estomago no admite mas cuando le toca atravesar los manglares…

Rompe un nuevo día con el sol despuntando en el horizonte. Un gallo canta, después otro, y otro le responde, por creerse todos los amos del gallinero. De fondo, la loca algarabía de las gaviotas no consigue apagar la resonancia que, desde un Egombe Egombe emite un tucán. Arranca la moto, no sin antes asegurarse de que la Star se encuentra en la funda y el pesado salacot en su cabeza. En el horizonte, un par de barcos que se acercan a la costa, fondeados otros tantos esperando para llenar las bodegas con la buena  y  resistente  madera  de  okume  o  la  caoba  dura  y  la samanguila; con el duro corazón del árbol del ébano, del palo rojo, del palisandro, y del avés…

La Harley rueda rompiendo la mañana con esa cantinela suave de motor. Como cada vez que se sube a ella los tambores de guerra retumban en sus oídos: tres años de guerra civil dan para muchas lágrimas derramadas. << mi vieja y fiel compañera >>, murmura frenando en seco ante el tronco comido de termitas que cruza el sendero. Se acuerda de la madre tierra y de los padres de todas las termitas, empujándola por donde puede, hasta volver al camino ya sin tronco. Cruza el poblado de Ídolo, junto al río Kongüé, perdiéndose entre el polvo y la vegetación. Catorce kilómetros mas y Akalayong aparece de limitando el camino de tierra. A su llegada, monguitos de vientres hinchados por las insalubres aguas del Congué se acercan con los pies descalzos. De ojos oscuros, grandes y redondos, le observan con los mocos colgando. Las moscas impertinentes y pesadas, también se acercan a recibirle junto con los habitantes y el jefe del poblado. Unas cuantas gallinas de bosque y tres cabras tan viejas como la madre de Matusalen, cierran el séquito. El jefe sabe; todos saben que la moto se queda en la casa de la palabra, el lugar mas relevante del poblado hasta su regreso. En la orilla dos negros con remos y pértigas, para según se presente el trayecto. Se alejan del poblado, él con un huevo de pato en una mano, acompañado de un molesto cosquilleo en la espalda ocasionado por un manojo de yerba luisa, con el que el negro que tenía tras él le atizaba continuamente para espantar a las tse tsé y otros insectos. Y así era siempre, se adentraban entre manglares , navegando por aguas oscuras y quietas, envueltos en un turbador silencio. Tan solo el latiguillo de la yerba luisa, a veces roto por el grito de algún animal y el inconfundible sonido del hacha de algún nativo devastando la selva. Sobre sus cabezas, un cielo forjado por las altas copas de los árboles trazaban junto a una maraña de gruesas lianas, un techo prohibido a la luz sumiendo el paisaje en las sombras. El aire opresivo y pesado hacía irrespirable cada tramo del manglar.

Se adentraron en los dominios de la tse tsé en donde un jeep le esperaba para inspeccionar los bosques de la demarcación de Cogo. Dejaron el cayuco a salvo alejándose de los manglares recorriendo esa parte la selva ecuatorial sin que el río los perdiera de vista. Él y ellos viajaban en la misma dirección, hacia el puesto militar en el sorprendente estuario del Muni, por donde remolcadores y lanchas, a lo largo de veinticinco kilómetros, surcaban las aguas de los ríos que allí confluían. Aguas profundas y caudalosas; aguas que hacían del Muni un puerto natural. En la ladera del monte el terreno pintado de verde cinabrio se veía sembrado de los blancos edificios de los comerciantes que, atraídos por la fiebre de la madera , habían instalado en Cogo sus factorías. Arriba, en lo mas alto, un reducido destacamento de La Guardia Colonial se erigía vigilante junto al hospital al y la casa de las misioneras. Pasaron por la principal y única calle, en la que el ajetreo era mucho,entre los comerciantes madereros que acudían con sus trozas aguardando a que las lanchas las arrastraran hasta los buques fondeados en sus aguas.Comerciantes del Utamboni, del Conbué, y de muchos otros afluentes, confluían en ese pequeño mundo, en donde la vida se reducía al mundo del río y la madera.

Llegando al destacamento, un hombre rechoncho y cabezón, le daba la bienvenida agitando el salacot. Era el instructor Martínez, un personaje controvertido por sus terribles cambios de humor, por lo que la gente pensaba que no andaba muy bien de la cabeza, aunque él nunca tuvo problemas.

Tras la comida y una charla amable con Martinez, siguió el itinerario marcado: quería terminar pronto y regresar cuanto antes a Río Benito, que ahora le parecía el paraíso.

Como siempre que ponía el pie en Akalayóng, la expresión de su cara cambiaba por completo. A partir de ahora pasaría un buen periodo de tiempo antes de volver a los manglares, siempre y cuando no hubiera ningún contratiempo, claro… Y como siempre, el pequeño poblado parecía vestirse de fiesta por el feliz regreso del Masa blanco y los dos hombres de su comunidad, que con él partieron hacia la tierra de la mosca que convocaba a los espíritus de la noche para que arrebataran el sueño de cualquiera.

Danzaron, rieron y le ofrecieron leche de cabra vieja, en un coco vacío, tan usado y reseco como las ubres de la cabra a la que habían ordeñado.

-No. La leche para los monguitos —

Dice rehusando el coco, ahora decorado por una moscarda cuyas alas, el sol las tintaba de un verde violeta. Entiende la mano y señala un huevo de pato que una mujer a su lado, lleva con reverencia en una escudilla.

-¿Tu quieres solo huevo? — pregunta a la vez que chasquea los dedos a la mujer , que mantiene la escudilla, con la misma delicadeza de una geisha manteniéndola tetera del mismísimo emperador del Japón.

-Si. Solo el huevo.

Se despidió del pequeño poblado con la mano en alto, la sonrisa en los labios y una `patada al pedal que hizo rugir el motor de Su Harley. Una nube de polvo es todo lo que quedó de su paso por la aldea. Eso, y el estómago de algún pequeño menos vacío gracias a la leche de la vieja cabra.

Y era noche cerrada cuando llegó al campamento. La luna brillaba en lo alto y en el mar titilaban las luces de los barcos anclados lejos de la corona de arena.

Gudea de Lagash

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