Carola
Con la blusa blanca y la falda azul, la Escopetilla parecía una colegiala. Había estado discutiendo toda la mañana con Sara por la forma de vestir: que si a Ángel le gustaba que fuera así… que si recógete el pelo en una cola… que si patatín, que si patatán. La observa resignada, mientras acaricia la coronilla de un pequeño tití escuálido y despeluchado, que la miraba con ternura desde unos enormes y redondos ojos color caramelo; cuyo mecánico movimiento le recordaba al abrir y cerrar de ojos de una muñeca. El mono se lo había regalado Ángel. A la madre la mataron unos cazadores para comer la apreciada carne del animal y ahora le tocaba cuidarlo a ella… Cuando se lo dio le dijo, que cómo no había tiendas donde comprarle un regalo le traía el tití, y ella pensó que maldita la gracia que le hacía cuidar de ese pequeñajo, que lo único que sabía hacer era despiojarse y mirarla con ojos de borrego tierno. El pobre mono, que aún no tenía nombre, de un salto se acomodó en su regazo como si supiera lo que estaba pensando y quisiera congraciarse con su ama. Lo miró con resignación y luego alzó la vista hacia el Cuerpo de Guardia, por donde en ese momento entraba el Chevrolet en dirección a los garajes. Escuchó el sonido de la bocina por tres veces, era la contraseña para hacerle saber que la
veía. Había sacado el brazo por la ventanilla agitando la mano. Le devolvió el saludo con una sonrisa y el tití bajo el brazo.
– Niña, ven a desayunar, que ya está todo en la mesa
– Ya voy mamá, espera que ate al mono a la hierba luisa… Estate quieto enano, que ya me tienes muy harta…
La besó en la mejilla; era un beso casto, porque no estaban solos. La encontró preciosa como siempre, aunque hoy estaba más bonita que nunca, con esa falda azul y la blusa blanca. Y luego estaba el pelo, ese sedoso pelo castaño recogido en una cola. Realmente preciosa.
– Mira lo que te traigo — dijo —, entregándole un cesto de bambú, en el que una pequeña cría de chimpancé hembra se agitaba inquieta buscando seguramente un pezón que la alimentara —. Mataron a la madre…
La Escopetilla sonrió, no podía menos, pues lo que él no sabía era que los bichos no eran santo de su devoción.
– Busquemos un nombre para ella. Ya sé, la llamaremos Carola, es un bonito nombre.
– Como tú digas, Escopetilla, pero dame un beso… Ella se lo dio en la punta de la nariz.
Los días pasaban deprisa con los viajes de ida y venida; con el ya estoy aquí amor a golpe de claxon del viejo camión al cruzar la explanada en dirección a los garajes.
Pasaban deprisa, disfrutando con los amigos durante un rato en el bar del Hotel Guria; paseando por la arena de las bellísimas playas, jalonadas de palmeras, cocoteros y magníficos egombe-egombes, con los salacots en sus cabezas y los pies descalzos, sin importarles las niguas, ni los cangrejos rojos de poderosas pinzas que al atardecer salían de sus madrigueras por los agujeros que horadaban la playa, encaminándose a la orilla con esa forma extraña de caminar que tiene los cangrejos: para atrás, para un lado, para el otro, moviendo las patas por la arena, con la soltura de los dedos de un pianista sobre el teclado y bailando los ojos como diminutos periscopios oteando la superficie.
El tiempo pasaba deprisa viendo el ir y venir de los pescadores en sus pequeños cayucos, que manejaban con destreza aún con la marejada. El tiempo ya no contaba cuando tomaban el rumbo hacia el río Ekuko y caminaban bajo la frondosidad de los árboles que bordeaban el camino, en donde palomas verdes y blancas se asentaban en las ramas o emprendían el vuelo tras el nido, el sustento y el arrullo del celo. Y cuando el sol empezaba a ocultarse comenzaba la cuenta atrás, queriendo ganar al tiempo porque había que llegar al campamento antes del anochecer…
Los cuatro metros de cadena que aprisionaba el cuello de Carola marcaban su pequeño territorio, excepto cuando su ama se compadecía y la soltaba para que experimentara lo más parecido a lo que debía ser la libertad. Aunque como el animal no había conocido más mundo que el que rodeaba la valla del campamento, ni más madre que Sara, ni más teta que la de la tetina de goma con la que la criaron, la pequeña hembra de chimpancé era feliz destrozando la ropa del tendedero de la sufrida María Luisa, la mujer de Valentín Ortega, a la que le encantaba comer croquetas y pintar gatos en las paredes del hogar, o rompiendo los huevos de las gallinas ponedoras de cualquier corral que se atravesara en su camino. Tal vez por criarse entre humanos o por ese instinto maternal propio de las hembras, se agenció en una de sus correrías a un cachorro de gato, del que no se separaba jamás, ni para dormir, ni para comer; ni siquiera cuando, liberada de la cadena, iba en pos de nuevas fechorías: como la de colarse, como un ladrón furtivo, por la ventana de alguna de las viviendas del campamento haciendo añicos todo aquello que se interponía en su camino y testando a su placer el alimento que esperaba en la cocina o en la mesa de cualquier hogar.
El pequeño, lejos de parecer asustado y nervioso, se le veía feliz y tranquilo. Solía llevarlo bajo el brazo como quien lleva el periódico, e incluso lo arropaba bajo una de las
axilas cuando tenía que comer, y había veces que lo llevaba de un lado a otro entre los dientes, como cualquier felino llevaría a su cría. Era tal la dependencia psicológica que tenía por el animalito, que cuando este tenía que alimentarse, lo sujetaba por la parte de atrás del cuello hasta que acababa, para volverlo después bajo el brazo. Y así, felices y carentes de monotonía pasaban los días para Carola; en cambio, para Sara, era un puro sinvivir, entre queja y queja; disculpa y disculpa.
– ¡Estoy más que harta!
Se lamentaba mirando por la ventana el paseo inquieto de Carola que soltaba su chillido más lastimero intentando tocar la fibra sensible de la dueña de la casa. La mirada tierna era factor importante para alcanzar el objetivo, pero esta vez el bicho presentía que no le valdría de nada la puesta en escena.
– Cuando regrese el barco la facturaré para algún zoo de la Península; no sería la primera vez que les envío bichos.
Salvador se rascaba la cabeza con aire pensativo con la vista puesta en el animal, que iba y venía con el vestido rojo de grandes flores de hibisco blancas y amarillas, que un día le robó a la buena de María Luisa y que ahora lucía
con estilo. Le había tomado cariño a Carola, pero comprendía que la chimpancé no podía tener en jaque a todo el campamento con sus desatinos; tendría que deshacerse de ella en cuanto regresara el barco… Carola pegó un salto desde el pequeño muro de piedra en donde se encontraba y se agarró a la cubierta que, colgando de una soga en el patio trasero, hacía las veces de columpio. Balanceándose, llegó hasta la ventana con el gato bajo un brazo y apoyándose en el alféizar, soltó la goma y pasó el brazo libre por el cuello de Sara, a la que como siempre cogió desprevenida. Sin darle tiempo a reaccionar le acercó el morro a la cara estampándole un beso a su manera, dejando una impronta de babas en la mejilla, para después mirarla fijamente a los ojos con ese halo de inteligencia casi humana que a ella le ponía tan nerviosa…
Gudea de Lagash