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AQUELLA TARDE, CUANDO SE HABLÓ DE POLÍTICA

A Crispín nunca le había gustado inmiscuirse en asuntos ajenos, ni juzgar las conductas de los demás, también evitaba opinar sobre conductas vicarias, aunque fuera el sujeto quien quisiera saberlo. No hará falta, por tanto, hablar de su categórica negativa a juzgar la vida de algún ausente.

De pequeño, en su casa, le llamaban «Guennn», que era la expresión que su media lengua utilizaba para responder cuando alguien quería saber a quién quería más, si a papá o a mamá. Nunca habían conseguido sacarle de esta evasiva, ni incentivándolo con obsequios o chantajes.

Desde entonces nunca había abandonado esa directriz.

Algo que sucedió en el colegio lo elevó al falso cielo de la popularidad tanto entre los docentes como entre sus iguales, exceptuando al docente que, ante un inspector de enseñanza, quiso mofarse del principio del chaval.

Lo había llevado a la tarima e interrogado sobre la conquista de América. Crispín había relatado, sin omisiones, los patrióticos e inexactos parágrafos contenidos en el texto acompañados por el asentimiento gestual del inspector. Concluida la respuesta, cuando se retiraba, el profesor quiso mortificarlo pidiéndole que opinara sobre la ética de los conquistadores.

Crispín, intuyó la chanza oculta en la pregunta, dado que su aversión a opinar era de general conocimiento. Respondió con madura ironía:

—Lo siento don Agapito, mi deber es conocer la historia, no enjuiciarla, eso es privilegio de los historiadores, que tan sobrados de conocimientos andan. —Respuesta que despertó la hilaridad general y puso al pedagogo en un brete: ¿Debía tomar la respuesta como burla o como ejemplo de lucidez? La primera opción chocaba con su capciosa intencionalidad y al oír el comentario que hizo, entre dientes, el inspector supo que debía callar.

—A eso le llaman ir a por lana y volver trasquilado.

La anécdota había recorrido con la velocidad del bulo todo el instituto, incluso lo había transcendido, creándole una fama a Crispín, que lo enojó más que otra cosa.

Pero su repulsa a emitir opiniones gratuitas y no digamos a la crítica gratuita no siempre le habían recompensado. En una ocasión había perdido la oportunidad de ligar, así lo llamábamos entonces, con la muchacha apetecida, por ser reacio a transmitir una opinión dictada por ella. Era una época en que la competitividad femenina andaba exacerbada y omitir un juicio, obligadamente peyorativo contra la rival, equivalía al rechazo, y no se precisa de una elevada intuición para adivinar a qué situación conduce que un proyecto de mujer se considere rechazada en pleno efluvio hormonal.

Por aquel tiempo los varones trataban de mostrar su hombría transgrediendo los férreos límites que la dictadura imponía al comentario político. Era el tiempo en que juventud, valor y temeridad eran sinónimos.

Crispín, siguiendo su particular máxima, no expresaba parecer alguno.

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Sus amigos, en una improvisada reunión, polemizaron sobre el tema con más vehemencia que conocimiento. Como no podía ser de otro modo, se formaron varias tendencias entre ellos, con especial relumbre para dos: los que apoyaban el régimen gobernante y los que se revolvían en su contra.

Él, sin perder ripio, había escuchado las discusiones desde la barrera sin dar su parecer, en el caso de que lo tuviera. Los ánimos se encresparon y los postulantes de las posiciones mayoritarias se emplearon a fondo, pero no para exponer la virtud de sus creencias, sino para denostar al adversario y conseguir, por desahucio del contrincante, que su posición resultara vencedora.

Los que apoyaban actitudes eclécticas o minoritarias, desengañados, no por la futilidad de sus ideas, sino por la falta de apoyos, acabaron respaldando alguna de las posiciones destacadas, pero sin romper el empate de apoyos.

Las miradas de los cabecillas se volvieron hacia donde no habían mirado hasta que la superioridad de su convicción quedó en entredicho.

Crispín, asaeteado por aquellas miradas, supo que había llegado uno de los momentos que tanto odiaba. El más angustioso de su vida, según confesaría más tarde. Pensó mil posibilidades para evitar pronunciarse: soluciones improvisadas, disculpas, salir corriendo y hasta en lanzarse por la ventana. Solo sabía que no daría su opinión. Antes de decidir cómo escapar, una frase cayó sobre su sosiego como la cuchilla de la guillotina:

—O estás conmigo o contra mí. —Ultimátum del asaltante al poder.

—Eso mismo te digo yo. —Inmediata intimación del conservador.

El silencio se alargaba, la tensión los envolvía, la espera hacía temblar los fundamentos de los contendientes. A Crispín, desechada la huida, las pueriles justificaciones y el suicidio, solo le quedaba enfrentarse a la situación.

Miró a los rivales sin que la indecisión o el temor nublaran su mirada. Con rictus adusto, sin concesiones al parpadeo, se enfrentó al primero que había hablado y le respondió.

—Con tu intimidación rompes cualquier posibilidad de creer en la democracia que dices promover. La democracia, bien entendida, ha de permitir cualquier postura, hasta las argüidas en su contra. ¿Qué pretendes? ¿Cambiar la presente dictadura por otra en la que tú serás quien tome asiento en la cúspide? ¿Son esas las esperanzas que vendes?

Lo dejó en su estupefacción y se dirigió al conservador:

— ¡Tú, de qué autoridad te crees investido? ¿Me he perdido algo? ¿El Jefe del Estado ha delegado en ti la responsabilidad de la afiliación al Movimiento Nacional? Porque estas pidiendo algo que él, en los muchos años que gobierna, nunca exigió. Que yo recuerde nunca quiso saber nuestra opinión. Antes, al contrario, quiere que vivamos tranquilos dentro de sus leyes y lo dejemos vivir tranquilo.

Un par de pasos atrás para abarcarlos en conjunto. Los miró desafiante.

—Ambos pretendéis que os siga. Deberéis ganároslo con hechos, que no con palabrería, que para eso ya me ganó el charlatán del mercado. Si alguna vez vuestros hechos me convencen de la bondad de cuanto decís, le entregaré mi voto. Empeño en ello mi palabra.

Quieto y callado vio como la incómoda situación ponía, poco a poco, en fuga a los asistentes. Él se quedó el último. No para mostrar su tenacidad, sino por miedo a que el temblor de sus piernas desdijera su arrogancia y delatara el temor que había propiciado su discurso.

A día de hoy, cuarenta años después, ninguno de ellos ha conseguido que Crispín le otorgue su voto. Pero no es menos cierto que ninguno se le ha acercado a reclamárselo.

Aquella tarde cuando se habló de política, se ganó el derecho a vivir, como quería, sin tener que enjuiciar a los demás.

 

Alberto Giménez

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