Portada » Aquella mirada

Alicia, con el sueño enredado en las pestañas, tropezando con sus propios pasos, con la tibieza de las sabanas impresa a flor de una piel aún por estrenar, entró al cuarto de baño con el camisón oliendo a sueños, unos sueños que no tendría tiempo de saborear antes de que el olvido se los llevara para siempre, pero tenía prisa por entrar en el cuarto de baño. Así, con el breve camisón y la juventud como único abrigo, se encontró en el cuarto de baño, que absorbía el abrazo del radiador para desprenderse de la frialdad de la noche.

En cuanto cerró la puerta, siguiendo la costumbre que había adquirido las últimas mañanas, miró disimuladamente hacia el pequeño ventanuco. Su mirada no resultó decepcionada: al otro lado del cristal distinguió aquella silueta, una figura que ya empezaba a resultarle familiar y que le recordó lo que no había olvidado. A pesar de la curiosidad que la reconcomía, evitó que sus miradas se cruzaran y que él adivinara en su mirar que ella sabía que la estaba observando.

Sus pómulos aún conservaban el color que había puesto el rescoldo de un recuerdo, o quizá de algún sueño, algo que ni ella misma sabía, pero que avivaba aquel rostro todavía asediado por el sueño.

¡Era él! Hoy también estaba allí, al otro lado del vidrio, como cada mañana desde hacía dos semanas. Miraba fijamente, sin recato… casi con descaro, su casi completa desnudez.

Fuera debía hacer frio, mucho frio, el cristal del ventano empezaba a empañarse… aunque él, envuelto en su tupido plumífero gris, no debía sentirlo.

Como cada día, parecía adivinar su horario y, puntual como un clavo, allí estaba, al otro lado de la ventana, a las ducha en punto.

Alicia, mientras se desnudaba, fingió ignorar aquella presencia que la perturbaba, se despojó del camisón de forma indolente, podría decirse que hasta lasciva, permitiendo que él la contemplara sosegadamente, sin apresuramientos, sin perderse detalle.  Acabó de retirarse el sucinto camisón, lo plegó calmosamente.

Su curiosidad no le producía el rechazo que despertaban las calenturientas miradas que sus compañeros del insti dedicaban a sus pechos emergentes, esos que parecía que nunca iban a llegar. La mirada de él no apestaba como la de sus condiscípulos, que se esforzaban por despojarla, aunque solo fuera mentalmente, de las ropas con que ella  los velaba. Aquella mirada, la mirada de él era otra cosa, pues a pesar de la desvergüenza con que se la dirigía, a ella no le hacía sentirse mal.

Depositó parsimoniosamente el camisón sobre la tapa del retrete, mientras con la comisura del ojo vigilaba los movimientos del atento voyerista.

Aparentando que se contemplaba en el espejo, aprovechó la complicidad del azogue para seguir los movimientos de su observador que, engolosinado, no dejaba de escrutarla, igual  que ella no se perdía ningún movimiento  de él.

Con premeditada parsimonia se quitó las bragas, aunque las mantuvo apretadas contra un floreciente monte de venus. Con aquel pueril recato no se sabía si pretendía defender su último baluarte mientras entraba en la tina o simplemente coquetear con el mirón. Tras la cortina, permeable a la mirada de quien no la perdía de vista, se apartó las calzas y las depositó delicadamente sobre el piso del excusado, como temiendo que se quebraran. Al hacerlo, su arrebolada mirada se cruzó con la de él, que en nada se alteró, comprobando que seguía todos sus movimientos con más curiosidad que salacidad.

Elevó una ingenua mirada que resbaló sobre la figura de él, que no se inmutó. Ella, al resguardo de la transparente cortina, poniendo extremo cuidado en que él no notara que ella lo miraba, comprobó que él si seguía mirándola. Dejó que la vaporosa agua arrastrara el sueño que aún se resistía a abandonar su piel.

Al resguardo de la transparente protección, sus manos, enguantadas con aromática espuma, jugaban a ocultar y desvelar sucesivamente las intimidades de su piel al rendido admirador que, arrogante como un acreedor de quien sabe que derechos, permanecía insolentemente avizor.

Con ese juego podía mirarlo directamente sin preocuparse de que se encontraran sus visuales, pues la mirada de él perseguía, hipnotizada, las evoluciones de las manos de ella.

Alicia escuchó, a través de la puerta, como su madre le pedía que preparara la ropa sucia, porque iba a poner la lavadora. El «si mamá» automático, impensado e intranscendente no interrumpió que la acariciante agua, envuelta en exóticas fragancias envolviera su joven piel.

Él, que no demostraba saberse observado, o no le importaba, no se perdía ni uno de los movimientos de Alicia.  Ella lo agradecía. Aquella mirada se  estaba convirtiendo para ella en algo tan imprescindible. Su ausencia la hubiera entristecido.

Sentimiento nacido en una ingenua pubescencia, acunado con la infinita ternura que da la inexperiencia que no quiere abandonarse, pero que, ahora, alumbrada por los primeros rayos de una mocedad evanescente, bregaba por adentrarse en terrenos escabrosos…

Pero eso… eso no… ¡No podía ser! ¡No! Al menos con él ¡no!

Aclaró minuciosamente las espumosas veladuras, persiguiendo hasta la más leve macula del jabón, queriendo arrastrar con ella los pensamientos que la habían asaltado, pero sus manos, rebeldes, inquietas, mariposeaban sobre su piel con un cosquilleo y una sedosidad que hablaban más de caricia que de aseo. La impertinente mirada de él la arrastraba a ello.

La voz de la madre de Alicia, apresurándola, interrumpió de nuevo sus reflexiones y aunque quiso avivar el aseo, se dejó llevar por la placentera sensación de saberse observada bajo aquella cálida lluvia, colaboró al pecado  desoyendo la ancestral desaprobación de siglos de bienintencionada represión, despejó su cuerpo de obstáculos para la mirada de él. ¡Por qué avergonzarse! Era su casa, tenía un cuerpo bello y lo mostraba a quien quería.

Salió de la ducha.

Emprendió la tarea de secarse que no le importó alargar. Mientras lo hacía, procurando que siempre se interpusiera alguna de las esquinas de la toalla a su sexo, pero con estudiado descuido, como inadvertidamente. No estaba claro si se trataba de una reminiscencia de atávicos reparos, aun por exiliar, o solo se trataba de un punto de picardía que no recordaba dónde había aprendido.

Él, entorpecido porque el vaho del vidrio se había empeñado en estorbarle y creyéndose invisible, se había ido aproximando al cristal, desde el que su húmeda mirada la seguía.

Ella, en un raro embate de socarronería, estuvo tentada de aproximarse también al cristal empañado y sorprender la pretendida invisibilidad de su admirador y darle una voz, pero no quiso quebrar  aquel hechizo que, a diario, la saludaba en silencio.

—A ver si acabas ya, que tengo que poner la lavadora —apremió su madre entrando al baño.

Ella, sobresaltada, se cubrió apresuradamente, pero pudo ver cómo, al otro lado de la ventana, el gorrión, abandonaba su punto de observación y echaba a volar precipitadamente.

Alberto Giménez Prieto

2 thoughts on “Aquella mirada

  1. Juegos un pelín perversos y cómplicidad peligrosa. Mamá ni se imagina de lo que es capaz la fantasía de su nena. La adolescencia es un periodo difícil, mezcla de temores y atrevimientos.Una duda: qué son calzas?

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