ALBAICÍN Y GRANADA: UNA ÚNICA CIUDAD, DOS REALIDADES DIFERENCIADAS
El Albaicín es una ciudad sumergida en sí misma. Una ciudad antigua con rumores de agua, que desciende desde los altos minaretes de nostalgia y se va perdiendo hacia la otra ciudad hermana y tan diferente. El Albaicín es una ciudad dormida en sí misma. Una ciudad de recuerdos y ensoñaciones. Ciudad lejana de la otra ciudad hermana de Granada, tan cerca las dos y tan lejos a la vez. El Albaicín es un subir y bajar hacia un horizonte de estrellas. Por sus callejones y diminutas calles llenas de silencio. Los pájaros son los únicos habitantes, que divisan los torreones olvidados y construyen sus nidos en los aleros de sus casas moriscas.
Nunca se conocerá a Granada en toda su inmensidad si no se conoce antes el Albaicín. Por donde un mar de gentes de todas las nacionalidades pasean perdidas, embelesadas, al poder contemplar la serenidad de sus diminutas calles adoquinadas con piedras y recuerdos de historias pasadas, de todas las historias que sucedieron en la fisonomía de sus casas y que jamás se contaron. El Albaicín es la ventana verdadera de Granada. Una ventana proyectada hacia la perfumada vega de Granada. Marco idóneo para amarla y llevarla en el corazón de todos los granadinos y de los que no lo son.
El Albaicín es, a diferencia de su hermana Granada, una ciudad oculta, misteriosa, cercana y lejana de los granadinos, que la ven como un remanso de paz y calidez humana. Por sus calles se percibe el aliento de los moriscos que festejaban la llegada de la luna nueva.
Sé que muchos de mis posibles lectores habréis caminado por sus calles casi desiertas, por donde, a veces, los rayos del sol se pelean para poder poner una corona de claridad sobre las viejas tejas de sus casas. Era una ciudad, a su vez, de grandes diferencias sociales: los más pobres vivían en casas pequeñas, donde las familias de los antiguos habitantes del Albaicín se apiñaban, les faltaba espacio, pero disponían de anchos paisajes hacia la Alhambra, palacio misterioso para los albaiceneros. Palacio encantado del cual se contaban cientos de historias. Pero dejémonos perder por este gran aglomerado de calles, callejones, aptos solamente para los besos furtivos y los suspiros nostálgicos. Es un mundo aparte. Un mundo sorpresivo, sorprendente, lleno de magia y de ensoñaciones. Son calles dormidas en su ancestral pasado morisco. Ideal para permitir que la imaginación se disipe por ese entramado silencioso pero al mismo tiempo lleno de vida, por donde cada día florecen los rosales detrás de las altas paredes encaladas de los cármenes, un mundo aparte. Un mundo dentro de la ciudad morisca del Albaicín. Son las antiguas casas –a veces palacios–, cuyos habitantes vivían para adentro, y solamente miraban para fuera a través de las celosías de sus balcones. Casas encerradas en sí mismas. Jardines y arbolados en donde no podían faltar las higueras y los granados y una huerta en la que el perfume de sus flores en primavera lo inundaba todo. Eran mansiones pertenecientes a las familias más poderosas de Granada. Pero que nada tenían que ver con el resto de la población albaicinera.
Pero describir el vasto entramado de calles, monumentos y elementos es harto difícil en tan poco espacio. Sí comentaré tres cosas, a saber: la plaza del Salvador, en donde nació el gran poeta Manuel Benítez Carrasco, en una humilde casa, desde cuya ventana del piso superior podía contemplar la iglesia del Salvador y las tres acacias que en ella había, a las que dedico un bello poema, del que me voy a tomar la licencia de reproducir su primer terceto: Placeta del Salvador, / tres acacias en el aire / y mi madre en el balcón. Poeta popular de Granada, cuya poesía es recitada, una y otra vez, por los grandes rapsodas de España, y que por esas cosas desconcertantes y a veces extrañas, ha tardado mucho en ser reconocida su valía poética por algunos de los sesudos intelectuales granadinos.
Pero el Albaicín sigue su escalada buscando el alto cielo de brisa y chumberas, pasamos bajo el Arco de las Pesas y desembocamos en una plaza alargada llena de terrazas, en donde los turistas toman el sol mientras degustan una refrescante cerveza. Aquí hay que sentir todas las sensaciones de un entorno lleno de magia, y las pesas colgadas en lo alto de la pared del arco, pues, según cuentan, existía un mercado en dicha plaza y, cuando un tendero hacía trampa en el peso de sus mercancías, cogían la pesas y las colgaban allí como castigo hasta que cumplía la pena impuesta por las autoridades.
Retrocedemos buscando la plaza de San Nicolás, mirador natural del Albaicín. Éxtasis compartido por todas aquellas personas que han tenido el privilegio de poder encontrarse en ella y poder divisar la antesala del Paraíso. El mejor momento de poder visitar este mirador es al ponerse el sol y, así, presenciar toda la magia y encanto de Granada. Visión que siempre quedará en el corazón de los elegidos. Frente al mirador de San Nicolás, el embrujo de la Alhambra, tan cerca y tan lejana en el corazón de los granadinos, palacio encantado y deslumbrante: las luces iluminan sus murallas rojas, ancianas, y todo el recinto se viste de una aureola de misterio embrujador. El sol ya se ha marchado de la vista de Granada, pero esta, a los pies de mirador de San Nicolás, se ha iluminado de farolillos incandescentes y cintas de luces. Se duerme Granada en sí misma. Los verdes árboles brillan en la margen del río Darro y esa subyugación que hemos experimentado nos abraza para siempre y nunca la olvidaremos al haber podido contemplar toda la magia de Granada, toda la magia y gracia de Granada y, como dijo Federico García Lorca: Ciudad viva.
Pero bajamos del Albaicín, balcón de sueños proyectado hacia un paisaje infinito y melancólico, y llegamos a plaza Nueva, en que los revuelos de palomas y turistas lo llenan todo. Ya empezamos a sentir los olores característicos de Granada. Granada tiene gusto y sabores para todos los paladares más exquisitos, y bares de todas clases: unos, elegantes, y otros que guardan en su interior todos los olores posibles, y una vez que hemos pasado su puerta, nuestras papilas gustativas se ponen a trabajar sin descanso y en algunas de sus paredes vemos un gran cartel que nos anuncia: tapas de todas clases. Todas con sabor y olor granadino. Existen tantas tapas como gustos para los paladares más entendidos.
¡Ay!, Granada nunca tiene fin. La esencia romántica de Granada se encuentra en cada calle, en cada plaza, en cada esquina y en cada granadina que con su cintura de junco va moviéndose con garbo y galanura, y aquí podemos decir en palabras de Federico García Lorca: Tiene Granada tanta gracia, y es verdad, los granadinos, no solamente los que viven en la ciudad, sino todos los granadinos del norte, del sur, del oeste y del este, tienen tanta gracia que suelen contar chistes a su propia sombra. Granada no se puede visitar en un día, ni en dos, ni en tres. Para conocer Granada se necesitan todos los días, todo el tiempo que dura una vida y, aun así, nunca se descubrirían todos los encantos de Granada. Ciudad vieja y nueva, ciudad que muere cada día y que nace cada día, cuando los rayos del sol da en los viejos muros de la Alhambra e ilumina a la ciudad encantada con brillo de oro.
Y, si vamos caminando por sus calles diminutas, a veces, junto a la Catedral, iremos descubriendo –aún hoy día– cierto paisaje morisco, y no porque la mayoría de sus tiendas se hayan convertidos en bazares, en donde se venden los más insospechados artículos que imaginar pueda uno, muchos de ellos traídos de los países más allá del Mediterráneo. Existen en sus estrechas calles, llenas se sombras y misterios, secretos escondidos entre sedas y babuchas, iguales a las que utilizaban los antiguos habitantes de esta ciudad. Sí, Granada nunca dejó de ser mora para convertirse en cristiana, y siempre fue mora y cristiana, y ahora, nuevamente, casi sin darse cuenta, los granadinos, la ciudad, se va convirtiendo nuevamente en mora, paso a paso, lentamente pero imparable. Ya se oye una vez más, desde la gran Mezquita junto al mirador de San Nicolás, al muecín llamar a la oración de los fieles, y sombras de fantasmas se desplazan por las viejas calles del Albayzín hacia la gran Mezquita.
No puedo alargar más este artículo por falta de espacio, pero en otra ocasión podré hablaros del sonido interrogante de los surtidores de Granada, de todos los surtidores que están dispersos por la ciudad, llena de filigranas y rumores ocultos, de todas las fuentes de Granada. Todo el hechizo de Granada.
Marcelino Arellano Alabarces