“La Navidad es, pues, tiempo de alborozo, de besos cálidos, de corazones dadivosos, de jolgorio, de regalos y regalos…, en definitiva, de alegría. Pero la Navidad, aunque es época de alegría y felicidad, también sus días están llenos, para muchos hombres y mujeres, de nevadas y heladas copiosas, arraigadas en el alma”
Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba en el cielo, le tocó su turno de nacer como niño y le dijo un día a Dios:
– Me dicen que me vas a enviar mañana a la Tierra. ¿Pero…, cómo viviré allí tan pequeño e indefenso como soy?
– Entre muchos ángeles escogí uno para ti, que te está esperando y que te cuidará.
– Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y sonreír, eso basta para ser feliz.
– Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tú sentirás su amor y serás feliz.
– ¿Y cómo entenderé lo que la gente me hable, si ni siquiera conozco uno de tantos idiomas extraños que hablan los hombres?
– Tu ángel te dirá las palabras más dulces y más tiernas que puedas escuchar y con
mucha paciencia y con cariño te enseñará a hablar.
– ¿Y qué haré cuando quiera hablar contigo?
– Tu ángel te juntará las manitas te enseñará a orar y podrás hablarme.
– He oído que en la Tierra hay hombres malos. ¿Quién me defenderá?
– Tu ángel constantemente te defenderá, incluso a costa de su propia vida.
– Pero estaré siempre triste porque no te veré más Señor.
– Tu ángel te hablará siempre de mí y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a tu lado.
En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo, pero ya se oían voces terrestres,
y el niño presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos sollozando…
– ¡Dios mío, si ya me voy dime al menos su nombre!. ¿Cómo se llama mi ángel?
– Su nombre no importa, tú le dirás: MAMÁ.
Cuando venimos a este mundo sumamente deteriorado, la primera palabra que todos los humanos pronunciamos es “Mamá”. ¡Qué término más bello! ¡Qué maravillas encierran esas cuatro letras! ¡Mamá! ¡Mamá!
Jesús también diría “Mamá” a María, su madre y la nuestra. Por ello, como hermanos que somos de Jesús y de cada uno de los miembros que forma la gran familia humana, sabemos y creemos firmemente que José y María llegaron a Belén, allá donde el establo se hizo hogar de muchos. Con ellos iba Jesús en el seno de su madre. Allí se sentía caliente, protegido, seguro. María lo alimentaba con su sangre. Le acariciaba con sus deseos y sueños. José y ella sabían que había de ser lo mejor de sus vidas. Padres de Dios ¿Puede haber algo más grande? Allí estaban los dos, donde debían estar, cumpliendo con exquisita fidelidad lo que Dios quería de ellos.
Pasaron los años, los siglos, y el mundo cristiano sigue rememorando y celebrando con alegría y felicidad esta efeméride de amor, de amor de Dios a los hombres. Sí, alegría y felicidad para el mundo cristiano. No olvidemos que si cualquier nacimiento de un ser humano debe traer consigo, para aquellos que lo aguardan y para toda la humanidad, ingentes caudales de júbilo y eternas primaveras de dicha, cuánto más si ese bebé es al mismo tiempo Dios, hecho hombre por amor a los hombres.
La Navidad es, pues, tiempo de alborozo, de besos cálidos, de corazones dadivosos, de jolgorio, de regalos y regalos…, en definitiva, de alegría. Pero la Navidad, aunque es época de alegría y felicidad, también sus días están llenos, para muchos hombres y mujeres, de nevadas y heladas copiosas, arraigadas en el alma. Días de establos abandonados, de frío, de hambre, de soledad, de dolor… José y María sufrieron en sus almas y en sus cuerpos la desolación y la amargura de verse rechazados por insolventes de los lugares donde palpitaba el fuego, alrededor del cual comían, bebían y reían los considerados pudientes, los teóricamente dichosos.
En Navidad afloran con más ímpetu y se hacen sentir con más energía, recuerdos de vivencias pretéritas y sin retorno: imágenes de personas, hechos y situaciones que en su día latieron, como un sol sin ocaso, en la bondad del amor, pero que ya de ellas sólo nos queda una rosa oculta en nuestro corazón, tesoro incalculable por íntimo y valioso para nosotros, impregnado de lágrimas silentes, de tristezas de alma…
La Navidad es también tiempo de zozobra y aflicción para quienes viven en soledad no deseada; para quienes en fecha aún no lejana perdieron para siempre a un ser querido; para quienes ven crecer en su jardín, abandonado por falta de ilusiones, la planta amarga del desamor, de la desesperanza…; para quienes tienen su nave envarada bajo las blancas sábanas de una cama hospitalaria o de un centro geriátrico; para quienes eligieron con valentía la soledad silenciosa, al desterrar de su alma, de su sangre y de sus días a un corazón indiferente; para quienes no tienen nada que comer ni que beber o no tienen ganas ni gusto en ello; “para quienes, como dice Antonio Gala, desearían que los dejasen comer un huevo duro y un yogur, de pie, mirando a ningún sitio, con los ojos demasiados secos para ver, o demasiados arrasados en lágrimas.” ¡Cuántos y cuántos hombres y mujeres desearían, al llegar la Navidad, que sus días fuesen días ignorados, corrientes, de trabajo monótono y rutinario, suponiendo que lo tengan, como cualquier otra jornada del calendario! Pero, precisamente para ellos, esta efeméride religiosa debe de ser y tiene que ser una fiesta de gozo y de gloria, precisamente para ellos, los no dichosos, porque la Navidad y el pequeño Dios vienen a despertarlos de tantas y tantas realidades y sueños de tristezas, soledades, amarguras y miserias, y a enseñarles a mirar la vida y a vivirla con la sonrisa abierta y la mirada inmaculada de un niño.
La Navidad es, pues, tiempo de amar, de ser solidario y de compartir lo que somos y tenemos con los demás, en especial con los necesitados.
Al alba del invierno se despierta el pueblo, como un sólo cuerpo en la intimidad de su espíritu. Hay alborozo en los corazones y en el viento que juega a ser viento, mientras la luz se recrea desde el amanecer, como un niño dichosamente ilusionado. El frío resbala, imponiendo su limpidez absoluta, sobre la piel de una tierra bien amada, que desde siglos arropa a nuestro mundo andaluz con su belleza universal y con la sedería perfecta de su fascinante grandeza, duende y fortuna. Diciembre se alumbra, en esta tierra de sangre ardiente y vuelo arrebatador, con sones de guitarras, fragancias de villancicos y repiques continuos de complacencia. Luces de amor y de paz y de gloria de nuestra amada Andalucía, de esta Andalucía nuestra, de mirada chispeante, corazón generoso y sangre eternamente joven, emprendedora y activa, que derrocha prodigios para derretir la nieve acumulada sobre los caminos y en las almas.