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En nuestra lista de quejas cotidianas (mucho más nutrida que la carta a los Reyes Magos o los propósitos de año nuevo) ocupa un lugar de honor la rutina. ¿Cuántas veces hemos clamado contra ella? Que si produce hastío, desmotivación, pereza, sensación de vivir esposados en la caverna de Platón… A las tareas aburridas o desagradables las calificamos de rutinarias. Los psicólogos cuentan con un arsenal de sortilegios para espantarla. Recomiendan salir de la zona de confort (generaciones enteras intentando encontrar esa zona para que luego nos digan que conviene abandonarla… están locos estos humanos, parafraseando a Obélix) y realizar actividades novedosas. ¡Combate la monotonía! es su grito de guerra. Solo alguna vocecilla se levanta a favor de aquella afirmando que facilita el logro de objetivos, aumenta nuestra seguridad y sobre todo impide que estemos pensando todo el rato qué hacer con nuestra vida, cosa que puede llegar a ser harto perjudicial. ¡Que se lo pregunten al asno de Buridán! Además, es bien conocido que pensar en demasía no se considera políticamente correcto. Interprétese literalmente..

No me veo capaz de dilucidar si la rutina es buena o mala, pero salvo raras excepciones (por ejemplo, las empresas farmacéuticas o los fabricantes de mascarillas) estamos deseando volver a aquella bendita rutina en la que no existía una pandemia. Y es que, aunque sea un lugar común, no se suele valorar lo que tenemos hasta que lo perdemos. Aquello que nosotros llamamos rutina, como disfrutar de un trabajo decente, levantarse pronto por la mañana, ocuparse de las tareas del hogar o escribir relatos de género fantástico —sí, podríamos decir que esa es parte de mi rutina—,  ya lo quisieran para sí la enorme mayoría de seres humanos. Pero el inconformismo es parte de nuestra esencia. ¿O debería llamarlo tiquismiquismo?

Una vez vi un vídeo que mostraba la reacción de personas sordas que recuperaban la capacidad de audición gracias al avance de la tecnología. Resultaba conmovedor comprobar cómo el simple hecho de poder oír (algunos recuperaban la capacidad perdida, otros la adquirían por vez primera) provocaba en ellos una increíble emoción. Cosas como esta son lo que disfrutamos como regalo cada día sin apreciarlo en lo que vale, abundando en quejas ínfimas sobre cualquier banalidad. Ya decía Marco Aurelio que “cuando te despiertes por la mañana, piensa en el privilegio que significa vivir: respirar, pensar, disfrutar, amar”. Y habiendo sido emperador romano, habrá que prestarle atención.

Reivindiquemos la vieja rutina entonces como la gran novedad del año. ¡Ah, qué placer poder escapar al fin de la nueva zona de confort en la que nos habíamos instalado! Una zona de mascarillas, distancias, hidrogeles, abrazos de codo y puño, toques de queda, restricciones y neonormalidades. Aunque siempre habrá quien rechace regresar a la vida pre pandemia. A buen seguro surgirán los ”afirmacionistas”, que jurarán que sigue habiendo miles de muertos diarios en España que el gobierno oculta y almacena congelados (con la connivencia de todos los empleados de tanatorios, residencias, hospitales y comunidades de vecinos) en pisos que declara okupados. Se convocarán manifestaciones a favor de la libertad de autoconfinarse y de contagiarse voluntariamente para ingresar en una UCI cual habitación de hotel de cinco supernovas. Se exigirá el derecho de ser entubado y poder así presumir ante cuñadas y cuñados de haber sobrevivido al covid en la próxima Nochebuena. La Navidad, qué gran rutina. Pero, un momento… ¿Se han fijado en que en los belenes las figurillas respetan siempre la distancia de seguridad? Especialmente el caganer. Ahora lo veo claro… ¡La conspiración global (sea cual sea) ya se gestaba al inicio de nuestra era! ¡Abajo la rutina, viva el  afirmacionismo!

Javier Serra

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