playa reyesLa niebla es habitual en la ciudad cuando el otoño avanza y el invierno se hace presente; entonces, la noche se apodera del día y da cabida a largas horas, donde los recuerdos calientan las tardes sin abrigo.

 

Lleida es la ciudad donde vivo, pero no a la que recurro cuando el sol  se resiste a salir. Todos tenemos un pequeño baúl con nuestra vida; mi baúl son las calles de mi niñez, donde  mis seres queridos circulan por ellas.

Mi niñez es el lugar donde abro una brecha entre la niebla.

 

De niña, me gustaba ir a la Plaza de los Reyes, en mi ciudad Ceuta. Mi tío Juan era contratista de obras, trabajaba en una de las remodelaciones que esta ha tenido a lo largo de los años. Yo le acompañaba  los sábados, al salir del colegio; a las doce, él, puntual me esperaba, la fila hacia la puerta dejaba entrever su amable figura de pelo blanco. Al verlo, presentía como mi rostro se alegraba anunciando el fin de semana, subíamos a su furgoneta de color azul, como casi todas en los años 60. Al llegar, me encontraba con la fuente, mojaba mis manos y ella, refrescaba esas mañanas de correrías entre setos y bancos. Mi tío, sonriendo me decía:

 

¡No te mojes niña, con el agua el vestido!

 

La fuente altiva y orgullosa, fue salpicando cálidos atardeceres e iluminando noches de frío. Un sábado de noviembre, la furgoneta no estaba aparcada. Juan  dejó de esperarme a la puerta del colegio, ya no me llevaba a caminar por los andamios encementados y yo, crecí añorando la presencia de ese joven señor de sesenta años. Nunca entendí por qué marchó despacio, sin hacer ruido, sin despedirse, nunca entendí por qué acabó de construir la plaza y pero dejó  otras obras por terminar.

 

Pasaron años y fui a saludar a la fuente. Quería mojarme, recordar historias intactas en mis recuerdos; pero también se había marchado al rincón del pasado, en su lugar  colocaron un monumento. Me sentí nuevamente sola por su ausencia, habían desaparecido las luces de colores, los chorros en arcos  y el agua. El monumento, al ver  mi tristeza, me pidió ser mi nuevo amigo en mañanas sin clases y hablábamos flojito mientras me acunaba entre sus hierros para  calentarme cuando el invierno dejaba asomar el frío.

 

Hace pocos días, estaba sentada en la plaza, algunos  niños corrían por sus baldosas, al igual que hace tres décadas. Hacía calor; cerré los ojos y sentí el frescor del agua mojando mi piel, sin abrirlos, recordé a  Juan. Un ruido me despertó de mi niñez, miré al cielo y vi su cara que sonriente decía:

 

 ¡No te mojes niña, con el agua el vestido!

 

Todos y cada uno de nosotros tenemos estancias secretas, todos abrimos brechas en días de niebla, cuando estamos tristes, cuando creemos que el agua se acaba, es el momento de buscar nuevas fuentes donde saciar nuestra sed.

 

Hoy he mirado por la ventana y la niebla  que moja los vestidos del alma, de mi alma de niña, se había levantado en Lérida.

 

¿juanTe gusta Juan la niebla de mi ciudad?

¡No te mojes  mi niña con la niebla el vestido! 

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