Fabula del anciano solitario
Era un mal día para ella, habían discutido por una tontería que termino sin saber cómo, con una maleta en la puerta y algunos sueños rotos. Sin embargo se amaban, solo que a veces se dan por sentado muchas cosas importantes.
Fue al trabajo como cada día. Esa noche había fallecido uno de los abuelitos de aquel geriátrico. Mientras hacia la cama, aquella joven enfermera no pudo contener las lágrimas al recordar a aquel anciano solitario que les leía fragmentos de Bécquer. Entonces encontró una carta en la mesita, escrita con suaves trazos de las manos débiles y temblorosas de aquel triste hombre.
A mi eterna amada.
Te conocí cuando éramos muy jóvenes. Eras una estrella inalcanzable para mí. El mundo estaba dispuesto a impedir que nos amasemos. Tú arrastrabas un compromiso que te ataba a unas reglas que te prohibían amar a otro hombre y yo todavía era un niño para reclamar tu amor ante el mundo. Pero los sueños seguían meciendo nuestras jóvenes pasiones, muchas de ellas por descubrir. Como espíritus de antiguos amantes vagábamos entre caricias oliendo nuestra piel en un solo retazo de sueño. Lloraba tus ausencias, lloraba que el mundo no entendiera algo tan puro como mi amor por ti, aquella joven de interminables rizos y ojos claros.
El caprichoso destino ató nuestras vidas a muelles muy lejanos uno del otro. Solo podíamos amarnos gota a gota, lágrima a lágrima, escondiéndonos de un mundo que no recordaba que ellos también amaron un día.
Guardé en un rincón de mis entrañas, un recuerdo. Llovía en una playa, un paraguas que cobijaba la pasión, las vías de un tren, arena en el alma y sueños desparramados. El dolor de mi piel al separarme de ti para que otro te rozara. Besos robados a mí mismo. Le hablé a las olas como si estas pudieran entender mi dolor. El mundo seguía con su ruido mientras me hundía en mi impotencia, en el desconsuelo de lo desconocido.
Aquel olor y aquel tacto marcaria mi vida como ni yo sabía. Instantes que no borraría ni la vejez ni la muerte. El sabor de una saliva deseada, el salino sudor que unía nuestros cuerpos como el pétalo al tallo, el tierno tacto de unos labios temblorosos que eran míos por un instante, aunque después llorara tu ausencia e imaginase que los rozaban otros labios. Mis manos se perdían en el laberinto de tu cuerpo, rodeando pasiones más fuertes que la misma muerte. Me perdía en tu cabello cerrando los ojos sin querer despertar jamás. Te amé con todo lo que tenía que no era mucho, solo juventud y sueños. Un guerrero desarmado, un pintor sin lienzo, un alma sin ancla. En tu ausencia susurraba al viento tristes melodías que descuartizaban mi corazón, anhelando el momento de nuestro furtivo encuentro.
Pero al fin ganaron los que ahora lloran, los dueños de nuestros sueños, los que ahora ven aquel amor, los que tarde recuerdan a aquellos jovencitos enamorados que ahora navegan en mundos muy distantes. Las normas las leyes no escritas, reglas como espinos que ahogan las bellas flores, lo sentenciaron al destierro. No podía acercarme a aquella tierra que amé. Mientras otros lo celebraban en mi corazón se hundió una daga que me convertiría en el vagabundo de mis emociones, un corazón resquebrajado que no volvería a estar unido jamás.
El que volvió a la vida no era yo, jamás volvería aquel joven que gastó su única munición en una batalla que estaba perdida desde el primer momento. Mi vida continuaría a través de una niebla que me rodearía toda mi vida. Un sueño desbaratado, una incesante búsqueda de algo que ya ni recordaba que era. Manos temblorosas, llantos furtivos que desconocía, sinsentidos que ahogaban mi alma.
Perdido anduve por el tiempo, mientras se derretían mis sueños, las canas me trajeron recuerdos escondidos de momentos. Olores, sabores que cada noche venían a llevarme lejos de mi lecho. Ahora soy un anciano solitario, escondido tras mis libros, tratando de robar un sueño a cada historia mientras retengo el olor de aquel perfume que me embriagó siendo un jovencito, aquellos ojos que me llevaron a Ítaca. Cada día deseo que pase rápido para que llegue la noche, donde tú eres solo para mí. Donde tus labios eternos solo rozan los míos, donde tus hijos son los míos.
Al fin ha llegado la noche más hermosa para mí, no despertaré, mi corazón se parará, y seré eterno, allí donde cogeré tu cintura y daremos vueltas hasta siempre y hasta nunca. Allí donde la playa es eterna y donde tu sigues bajo aquel paraguas, donde te miro a esos ojos que llevan el color de un mar de invierno y te digo: “te amaré siempre”.
Tarde he aprendido que cuando amas nada más importa.
La enfermera con lágrimas en los ojos volvió a dejar la carta en su mesita, que ya no sería suya sino del siguiente anciano. Y supo que cuando el amor está entre tus manos no debemos perderlo aunque el mundo entero esté en contra.
Manuel Salcedo
!!!!!! Madre mía !!!!!! Que bonito y que ramantico. Enhorabuena Manuel.