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H A C E S D E L U Z, INDIFIERENCIA RELIGIOSA (II)

Nada ni nadie en  el  mundo puede responder al enigma que  es el  hombre  para  sí  mismo, ni a su deseo de infinito . Ahora bien,  sentir no  es consentir – afirma  el principio filosófico – como tampoco dudar  es negar. La duda, a veces, puede ser  medio  de conocimiento. Así dió comienzo  la Filosofía Moderna ( Nicolás de Cusa, Descartes, etc.). Todo  arranca de  la propia  debilidad  humana. Un pasaje  del evangelista Juan (6,60-69) nos cuenta que “… muchos discípulos de Jesús, al  oirlo, dijeron: “Este  modo  de hablar  es duro, ¿quién  puede hacerle caso?”. Adivinando Jesús que sus discípulos  lo criticaban, les dijo: “¿También  vosotros  queréis  marcharos?”. Simón  Pedro  le  contestó: “Señor, ¿a quién vamos  a acudir? Tú tienes palabras de vida  eterna”. Y más  adelante (10, 1-10) leemos: “Os  aseguro que yo soy la puerta de las  ovejas. Todos los que han  venido antes de mí son  ladrones y  bandidos; pero las  ovejas no los  escucharon. Yo soy la puerta: quien entre  por  mí se salvará…”. Conforme a la Teología cristiana, Jesús de Nazaret es   la puerta por la que Dios ha querido – y quiere –  entrar en la historia de los humanos. Pero  El es también  la  puerta de los humanos hacia Dios, porque en la entrega de sí  mismo por nosotros se ha realizado la escucha – afirma Juan  Martín   Velasco ( “Evangelio 2016”) – enteramente fiel de  esa Palabra (Verbum/Lógos), y su resurrección – fundamento  metafísico de nuestra fe – hace posible que nuestra  condición  humana pase  a vivir plenamente la vida de Dios. Por tanto, sólo en Jesús resuena la voz  de Dios “inconfundible” para  los hombres.

Ahora bien – reflexiono serena y objetivamente -, ¿quién que no sea Jesucristo puede ofrecer la vida en plenitud, idest, la vida eterna?. Nadie. Por consiguiente -y con  el máximo respeto, siguiendo al filósofo católico Gabriel  Marcel (1889 -1973) – creo que la indiferencia religiosa está radicalmente originada, entre otras muchas razones, en el desconocimiento en la vida y obra del “Divino Galileo”, de quien el filósofo alemán Hegel (1770 – 1831) nos dejó escrito: “… el nacimiento de Cristo es  el  eje de la  historia y de la  humanidad”, tal como hemos leído en  “Vida de Cristo”.

En mi larga vida docente y artística me he tenido que enfrentar a la eterna pregunta: “Yo, para creer, tengo  que ver”. Lo mismo  sucedió con los judíos, quienes  exigían pruebas palpables para creer en Jesús. Su discípulo Tomás también se las  reclamó: Piden ver  para creer. Y, a la verdad, el camino para la fe no es ese. De ninguna manera, como lo he comprobado en los “Soliloquios”, de san Agustín

(354 – 430). En la Teología  Catequética se nos enseña que la línea es “creer para  ver”, en la forma que Jesús le dijo a Marta ante el  sepulcro de su hermano Lázaro: “Si crees, verás la gloria de Dios” (Jn 11,40). Porque, razonando medianamente, un  Dios demostrado por  el  hombre no sería Dios. Estaría a la altura de la razón  humana y a su disposición, y no podría salvarle.

Ante la actitud del indiferente religioso, pensamos que el ser humano, en su condición de imagen  de Dios, tiene en sí indicios  suficientes para indicarle cuando se le hace presente: en la naturaleza, en la  Sagrada Escritura y de manera  insuperable en Jesús, imagen visible de la Divinidad. El, su persona, su vida, su  enseñanza, sus gestos de misericordia transparentan a Dios Padre. De esta modesta reflexión deduzco que no es fácil aceptar la indiferencia  religiosa. Y esta simple concepción la podemos cotejar en  el pensamiento de los filósofos honestos . A  mi, personalmente, la comprensión  exhaustiva de este fenómeno social – muy extendido- me parece imposible. Porque quiero creer que no existe el indiferente en estado puro.  En el fondo – escribe el teólogo Jiménez Ortiz – se trata de una compleja situación   humana en la que los valores considerados fundamentales hasta  ahora  aparecen velados o mutilados por otros  intereses cotidianos, que de por  sí  son  capaces de orientar y acaparar las  fuerzas  de la inteligencia  y,  sobre todo, de la voluntad  de una  persona concreta, de ordinario en una actitud de satisfacción   existencial y  de  ausencia de interrogantes, cfr. “Ante el  desafío de la increeencia”, pág. 86 (Madrid, 1998).

No me canso, pues, en decir que no es fácil definir  adecuadamente este fenómeno;

podemos  describirlo  como una tendencia muy  compleja,  caracterizada  por  la ausencia de inquietud religiosa y – como ya hemos dicho – por la afirmación de  la  irrevelancia  de Dios y de la dimensión religiosa, esto es, que, aunque Dios existiera, no sería  un “valor” para  el  individuo  indiferente. Se  trata, pues, de  un  total desinterés por lo religioso, que forma parte del ser humano en su esencia ontológica. El indiferente no se pronuncia ni a favor ni en  contra de Dios: sin  afirmarlo  explícitamente, le niega  al problema  religioso toda  consistencia. Aún más: actitud poco  refleja  y, sobre todo,  nada  crítica, lo cual no da  posibilidades para ser  abordada en un diálogo. Lo que importa no es la salvación, sino que lo decisivo es  la realidad inmediata – lo he comprobado in situ – los objetivos profesionales, el arte,  el  poder, la felicidad, el éxito, el placer, el  dinero, el consumo, el vivir sin horizonte trascendente:  gozar el “carpe diem” horaciano. El profesor Jiménez Ortiz  afirma que  “la indiferencia religiosa  no se ofrece como una ideología. Se  extiende como  una  mentalidad,  como una  atmósfera envolvente” (ibidem, pág. 87).

La indiferencia religiosa, como fenómeno de masas, es relativamente reciente. Es  a partir del siglo XVIII cuando existe constancia de grupos de “indiferentes” en  el  campo de la cultura, de la aristocracia e incluso de la burguesía. Ahora bien, como realidad sociológica numéricamente significativa, sólo podemos detectarla hacia  finales del siglo XIX hasta  nuestros días. La “Historia de las religiones” nos enseña que en ninguna otra etapa histórica Dios había  muerto en la mente y en  el corazón de grandes  masas. El paso hacia la indiferencia religiosa se  origina de forma lenta,como el fuego que se apaga silenciosamente por falta de  combustible.

Se viene afirmando que el terrible acontecimiento de la  II Guerra  Mundial fue el inicio de la indiferencia religiosa: en la posguerra la vida cotidiana – de manera especial en Centroeuropa – quedó totalmente marcada, estigmatizada por la experiencia del absurdo y la destrucción  de todos  los valores, es decir, provocó  un nihilismo activo. El ser humano no supo apoyarse, mediante la confianza radical que es la fe, en DIOS, único  fundamento sólido de nuestra precaria vida.

                                                                                                                                    (Continuará)

  Mayo  2016

 

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