Un libro para cada momento…
Un relato entrañable de Gonzalo Lozano donde un profesor y sus alumnos emprenden viajes imaginarios por Andalucía. Una celebración del libro, la curiosidad infantil y la magia de aprender a través de la literatura.

El patio es rectangular y en cada rincón, brota un macizo de enredaderas que pueblan de campanillas las paredes.
En el centro, crecen varios limoneros donde los gorriones juguetean al caer la tarde, cuando los niños salen del colegio. Pero hoy, los inquietos pajarillos no encuentran el momento de balancearse con tranquilidad en los árboles y perseguirse entre las ramas. Miran desde los aleros a don Raúl, el profesor de lengua y literatura, que está charlando con un grupo de alumnos.
Tiene don Raúl, un libro en la mano y el dedo índice entre las hojas, los niños folios, carpetas con fotografías, mapas y todo lo necesario para el trabajo que tienen que realizar.
Todo surgió cuando, en una clase cualquiera, don Raúl leyó estos versos de Manuel Machado: “Cádiz, salada claridad. Granada, agua oculta que llora. Romana y mora, Córdoba callada. Málaga, cantaora. Almería, dorada.
Plateado, Jaén. Huelva, la orilla de las tres carabelas. Y Sevilla…
¿Qué quiere decir aquí el poeta? Preguntó don Raúl. Silencio absoluto, gestos para que el profesor repitiera la lectura, pero el profesor no lo hizo.
Vamos, dijo, ¿nadie sabe qué se puede deducir de estos versos? A ver, tú, Miguelillo. Pues yo creo, insinuó Miguel, que siempre estaba dispuesto a romper el fuego, yo creo que es algo así como que todo es distinto, que no somos iguales, que cada cosa es lo suyo.
La clase se removió de sonrisas y a Miguel le faltó tiempo para dirigirse a Curro, conocido por el pirata, que se reía más que nadie.
¡Dilo tú niño, que parece que te hace gracia, anda!
Don Raúl intervino para poner orden, dijo que Miguel no andaba descaminado, que era necesario precisar más, pero que por ahí iban los tiros.
Terminada la clase, María José, Miguel, el fanegas y Lucero se quedaron charlando con el profesor. Luego de unieron Rosa y Juan.
Pues mi propuesta es, dijo María José, que hagamos una redacción cada uno sobre lo particular de cada zona andaluza.
¿Todos sobre todo o nos repartimos las provincias? Preguntó Juan.
Será mejor que elija cada uno el lugar que más le guste, afirmó don Raúl.
Rosa, el fanegas y Juan formaron un equipo, y María José, Miguel y Lucero, otro. Ahora propuso el fanegas, echamos suertes.
¿Y qué vamos a sortear? dijo Juan. Y continuó: Primero trazamos una línea de arriba abajo. Dadme un mapa, mirad: Desde Despeñaperros por Martos, luego a Algarinejo, Archidona…
Tuerce un poco que te vas al mar, bromeó Miguel.
De acuerdo, siguió Juan. De Archidona a Alora y de aquí al mar, a Calahonda que me gusta este nombre.
¿y por qué no tomamos el Guadalquivir como línea divisoria? Preguntó el pirata. Es que el Guadalquivir no va tan derecho, repuso María José entre las risas de los demás.
Una vez hechas las partes y sorteadas, Córdoba, Sevilla, Cádiz y Huelva correspondieron a Rosa, el fanegas y Juan, y Jaén, Málaga, Granada y Almería al grupo de María José, Miguel y Lucero.
Los seis amigos se despidieron de don Raúl hasta la próxima reunión.
… ¿Empezamos? Propuso don Raúl.
Cada niño puso sus papeles en orden y todos se dispusieron a intervenir. Al pirata le faltó tiempo:
Según dice Estrabón, Cádiz fue fundada por los fenicios el año 1100 antes de Cristo, y aunque ellos la llamaron Gadir, como llamaron Malaca a Málaga y los romanos Híspalis a Sevilla…
Eso no me parece bien, interrumpió Lucero, Málaga corresponde a nuestro grupo, y por tanto… Está bien, continuó el pirata, os dejamos Málaga.
El caso es que Gadir, Híspalis… Don Raúl trató de organizar la reunión y propuso exponer primero los datos ordenadamente y después redactar el trabajo. ¿Quién empieza? Interrogó don Raúl.
Los niños se pasaban el turno unos a otros, callaban, hablaban todos a la vez, se hacían gestos de “empieza tú, venga hombre”.
Por fín, Rosa se decidió a hablar en nombre de sus compañeros.
Nosotros, dijo, hemos hecho un viaje fantástico, leímos en un libro que un señor, llamado Abas ben Firnás, inventó un aparato volador y se lanzó desde la Ruzafa de Córdoba, voló un rato y luego aterrizó.
Nosotros también hemos volado, pero con la imaginación, y hemos apuntado muchas cosas. En Sevilla averiguamos qué, en el siglo XVII, existió una de las mayores bibliotecas de todo el mundo.
Tenía 30.000 volúmenes, añadió el pirata, y los reunió un tal Nicolás Antonio.
Pedro intervino para recordar, que habían visto las ruinas de Itálica y que había recitado desde lo alto del anfiteatro, unos versos de Rodrigo Caro.
Casualmente, al equipo de María José, Miguel y Lucero también se le había ocurrido inventarse un viaje, pero no en alas del viento, sino cabalgando de un lugar a otro y cambiando de caballos cada cierto tiempo, como hacían los antiguos.
Así lo explicó María José:
Nosotros cogimos nuestros caballos y paramos en Jaén. ¡Nunca había visto tantos olivares! Luego fuimos a Arjonilla a visitar el castillo de Macías el Enamorado. Nos contaron una bonita historia que relató… Juan Mena, dijo Miguel muy bajito.
Sí, continuó María José, Juan de Mena. Macías era criado de Enrique de Villena y se enamoró de la hija de éste; entonces lo encerraron en el castillo y le dieron muerte. Creo que hay muchos libros que tratan de este personaje.
Don Raúl asintió con la cabeza y dejó que continuaran.
El Pirata se removía en su silla y sentía unas ganas irresistibles de hablar. La intervención de María José le recordó algo sobre lo que su grupo estuvo discutiendo. Por fin, Juan le dijo:
¡Venga, Curro, que te va a dar algo! Habla de una vez.
Pues nosotros pensamos primero, afirmó el fanegas, en convertirnos en una compañía de cómicos para recorrer los pueblos, todos los pueblos, representando comedias, pero nos pareció muy difícil.
La idea nos la sugirió, comentó Juan, una lectura sobre Lope de Rueda, que anduvo por muchas ciudades representando en carros por las calles.
También nosotros, replicó Lucero, pensamos en eso, incluso se nos ocurrió inventarnos un burrito, como Platero de Juan Ramón Jiménez, y pasearnos con él por todas partes, y hasta escribir un libro de relatos.
Miguel se excusó diciendo: No lo hemos hecho porque Lope de Rueda y Juan Ramón Jiménez, no nos han tocado a nosotros.
Tampoco hay para tanto, dijo el fanegas. Nos podíamos haber puesto de acuerdo, ¿no? A mi me hubiese encantado visitar la Alhambra… Espera, interrumpió Rosa, mira que versos encontramos escritos en una pared de la Alhambra, aquí los tengo:
“Dadle limosna, mujer, que no hay en el mundo nada, como la pena de ser ciego en Granada”. Pero no recuerdo quien los escribió.
Los versos, intervino el maestro, son de un poeta mejicano, Francisco de Icaza.
La historia ya la sabéis. Los niños se miraron, abriendo mucho los ojos, dando a entender que no estaba nada claro lo de la historia.
Pero el fanegas pronto zanjó la cuestión. Sí, sí, dijo muy seguro.
En fin, yo decía que me hubiese gustado visitar la Alhambra y comer tortilla Sacromonte. ¡Mira que bien! Comentó Miguel, ¿Y por qué no te acercas de paso a Jaén a tomar un ajilimójili? Las risas fueron unánimes.
El fanegas no le dio mucha importancia, pero contestó:
Prefiero la caldereta del Condado, de Huelva, y los soldaditos de Pavía. ¡Pero ya está bien! Continuó el fanegas, ¿Habéis recitado romances subidos a los muros de la Alhambra?
Hemos seleccionado unos cuantos, contestó María José, aunque me parece que no es momento de leerlos, ¿Qué decís?
Es mejor incluirlos al final, en la redacción, creo yo, opinó Lucero.
Don Raúl animó a los alumnos a que continuasen, porque le parecía muy interesante todo lo que allí se estaba diciendo.
Rosa volvió a tomar la palabra… Volamos a Cádiz, dijo, y pasamos por Jerez, sobre sus viñas, llegamos hasta Arcos de la Frontera que está rodeado por el río Guadalete. Parece que el río está abrazando al pueblo. ¿A que me ha quedado muy bien? ¡Precioso! Exclamo Lucero, ¡Ni Rafael Alberti!, nunca mejor dicho, afirmó Rosa, estando en Cádiz.
Por cierto, intervino Juan, hemos recogido varios poemas de Alberti para ilustrar el trabajo, como veis, estamos en todo, ¿Y vosotros por dónde andabais?
A Sierra Crestanilla fuimos a parar, aquí nos encontramos con un pueblo maravilloso: Casares, recorrimos todas sus calles antes de salir para Málaga, y nos contaron historias interesantísimas de los tiempos de Julio Cesar, de Mahómed V de Granada y de Napoleón.
Ahora debéis decir lo de Malaca, dijo el fanegas con ironía.
¡Ah claro! Repuso María José, y mucho más. A mi me encantaron el monumento al cenachero y la Alcazaba. Y los espetones de sardinas ¿qué? Comentó Miguel relamiéndose. ¡Vaya! Ya no soy yo solo, murmuró el fanegas.
Don Raúl empezó a notar el cansancio en los chicos y les propuso terminar otro día. Pero a los chavales les quedaban muchos datos en sus cuadernos, Miguel tenía que intentar terminar su viaje, y contar la impresión que le causaron las bravías tierras almerienses y la propia ciudad, donde habían descubierto verdaderas curiosidades.
Si le parece. Don Raúl, sugirió Miguel, comentamos lo que nos queda a nosotros de nuestra última etapa, por tierras de Almería.
Entonces, apuntó el fanegas, nosotros tenemos que terminar también, y no hables de la sopa moruna.
Esto lo dijo mirando a Miguel de reojo. El fanegas, casualmente, había nacido en uno de los pueblos más típicos de Almería: Berja, al pie de la Sierra de Gádor. Y efectivamente, sin poder contenerse, recitó unos versos de Calderón de la Barca que se sabía de memoria.
¡Mirad! Exclamó, lo que dice de mi tierra un escritor: “y él se quedó en Berja/Corazón que vivifica/ese gigante de piedra”.
¡Ole! Gritaron todos al compás, mientras el fanegas animaba a seguir adelante.
Pues de Almería, continuó ahora Lucero, hemos anotado que tiene la mayor fortaleza musulmana de España: La Alcazaba, de 43.500 metros cuadrados de superficie y construida por Abderramán III en el año 955.
Nos han contado que tenían rivalidad con Granada, y hay un refrán que dice: “Cuando Almería era Almería, Granada era su alquería”.
Don Raúl se rio abiertamente y propuso, por segunda vez, dar por terminada la reunión. Por favor, don Raúl, déjenos un poco más, todavía nos quedan muchas cosas que contar, dijo María José, revolviendo todos sus papeles. No hemos hablado de Federico García Lorca, ni de Abulbeca de Ronda, ni de…
Anda, interrumpió Juan, ni nosotros hemos hablado de Pomponio Mela, ni de Antonio de Nebrija, ni siquiera de Pero Tafur…
¿Y ese señor quién era?, preguntó muy intrigado Miguel.
Un viajero Cordobés que, según dicen, escribió muchos documentos interesantes, explicó muy sabiamente el fanegas.
Efectivamente, comentó el profesor, estáis muy preparados, pero hay que terminar, os propongo repartir todo lo que habéis recopilado al resto de la clase y, entre todos, hacer esa famosa redacción. A ver sí, por fin, sabemos qué quiere decir Manuel Machado en esos versos, causa de vuestros desvelos.
Todos estuvieron de acuerdo, salieron del colegio, discutiendo de los mil detalles que habían quedado en sus cuadernos de notas.
Los gorriones se apoderaron de las ramas de los limoneros, y el patio soñaba nombres y paisajes de los más variados matices.
*El libro, silencioso mensajero* Decía Antonio Gala:
Si hay una obra del hombre por la que siento, desde siempre, la más profunda admiración y la más entrañable ternura, es el libro. Comprendo la magnificencia de las catedrales, el meticuloso enjambre de las fábricas, el complicado entresijo de los aviones y de los barcos y de los automóviles, la elaborada y asombrosa red de las ciencias y de las artes. Pero, con un libro en las manos, me embarga la seguridad de ser un hombre comprometido con muchos otros hombres; con la sencillez de un libro entre las manos comprendo mejor aquella magnificencia, aquella complicación, aquel asombro. Un libro, cualquier libro, es el producto de un amor y de muchos amores. No de quién lo escribió sólo, sino de quién lo diseñó y lo planteó y lo configuró y lo hizo llegar, muy poco a poco hasta nosotros.
Numerosas generaciones han leído acaso las páginas que, al azar, hoy leemos. Y existe y crece una comunidad de los lectores, por encima del espacio y del tiempo, que me enorgullece y me emociona. La vida del ser humano, de la humanidad entera, no es sino una larga carrera de relevos; entramos y salimos de la pista, pero continúan la carrera y la pista y el testigo. La mano que escribió un libro, nos alarga la antorcha que hemos de traspasar a quien nos siga. Tan importante como el que escribe es el que lee: La voz no es nada sin quien la oye. ¿Quién escribiría si no previese una mirada atenta? ¿De que valdría su esfuerzo solitario sin nuestro deseo que abre el libro, sin nuestros ojos que lo leen? El libro es el silencioso mensajero que va, de siglo en siglo, de país en país y de hombre en hombre. El libro guarda la memoria del mundo y también la profecía del mundo; el pasado y el porvenir. Evocar la casi infinita continuidad e inabarcable herencia de los libros, en cuyo regazo se apacienta toda la sabiduría, toda la inquietud, todo el desastre y el amor de los hombres, me enaltece y conmueve. Nunca me imagino a mi mismo, sin la compañía generosa de un libro.

