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Cuando la magia se acaba

Foto dragon

Las cervezas que aquel viernes Julián y sus compañeros de tajo tomaron, como todos los viernes al final de la jornada, iban a cambiar la vida del hijo de Julián.

Aquellas cervezas eran un rito añorado durante toda la semana. Alguna tarde, al concluir las horas extra, alguno de ellos entraba en el bar de Quique a tomar una, solo una y siempre con prisa para apagar el anhelo por las siguientes. La brevedad del rito venía impuesta por lo tarde que era y por la escasez monetaria.

El bar de Quique, ampulosamente rotulado como «El Imperio», estaba asentado en lo que, al siguiente paso de la urbanización zonal, sería un parque infantil, pero por entonces aquel antro tan cutre era lo único abrevadero que había próximo a las viviendas que Julián y sus compañeros estaban construyendo y que, con su conclusión, seguramente desaparecería.

Los viernes, con dinero fresco en el bolsillo, el de las horas extras que cobraba en negro y que escapaba, no solo a la fiscalización de Hacienda, sino además, y esto era lo importante, que no pasaba por la estricta auditoría de su esposa, tenía la costumbre, ya en vías de convertirse en tradición, de disfrutar, con sus compañeros, de unas birras, ahora ya en plural, todas las que el cuerpo aguantara, mientras no se le notara al conducir el Seat Córdoba o no fueran detectadas por su mujer, cuando él le dijera que, otra vez, el patrón había racaneado a la hora de pagarle las extras.

Como en esta obra no tenían que trabajar los sábados, Julián se encerraría con la parienta, el crio y el televisor, durante todo el fin de semana, en aquel minúsculo piso para disfrutar si había suerte, de algún partido de futbol que dieran por la tele y, si su señora esposa se encontraba de humor, del eventual, apresurado e inquieto revolcón siempre constreñidos por el ancestral miedo a que el chaval los sorprendiera en plena faena.

Aunque bien mirado, aquel viernes lo veía con optimismo, por lo menos en lo que se refiere a las cervezas que bebería. Estaba seguro de que Diego, el hijo de Tomás, al que le había conseguido trabajo de peón en la obra, le invitaría a alguna ronda y volvería a casa con algún euro más, lo cual, aunque no alegraría a su mujer, al menos no la disgustaría más.

No se equivocó, el hijo de su compadre demostró ser un bien agradecido al que tuvo que frenar a la hora de las invitaciones, si no quería que el chaval se dejara toda la soldada en el antro del Quique.

A Diego las cervezas le aflojaron la lengua y acabó confesándole que trabajaba de peón porque en casa hacía falta su sueldo, pero que lo que quería era ser mago y se estaba preparando para ello.

Julián, al escuchar que Diego era un aprendiz de mago, creyó alucinar a través de la bruma del lúpulo, de la cebada o de lo que coño estuviera bebiendo. Aquel muchacho era la solución que precisaba, con la ayuda de él recobraría algo que andaba perdiendo: la admiración de su hijo,cosa que llevaba aparejado el respeto de su mujer. Por lo que Julián insistió a Diego para que se tomaran la «penúltima», cuando ya sus compañeros empezaban a retirarse para no tener bronca en casa.

Julián, embrutecido por el alcohol y pensando que había alcanzado la solución a sus problemas, dijo que le importaba un comino lo que le dijera su mujer sobre su hora de llegada. Si conseguía que Diego le desvelaba el truco de aquel juego de manos que pasmaba a su hijo, que lo dejaba boquiabierto cada ver que ponía el CD en el que lo tenía grabado. Era la grabación de la tarde de circo a la que lo había llevado el año pasado, con unas entradas que le regaló un cliente al que le hizo una chapuzilla.

Cuando le preguntó a Diego por aquel truco, este se rio abiertamente.

—Pensaba que me ibas a preguntar por algún truco difícil… por algo complicado. Este truco y su desarrollo son fáciles de encontrar en internet y esta chupao

En cuatro frases le explicó el desarrollo del juego de manos. Julián se asombró por no haberse dado cuenta, con lo sencillo que era. Aun así le pidió por tres veces que se lo repitiera y otras tantas le preguntó sobre algún detalle de la explicación. Luego los dos se metieron en el Córdoba y partieron. Julián y Diego habían llegado a un arreglo con el pago de la gasolina que gastaba el Córdoba a cambio de que Julián llevara y recogiera a Diego de su casa.

Julián sabía que iba pasado de birras, pero al conocer del truco que tanto gustaba a su hijo, se sentía a salvo de cualquier represalia matrimonial y, además… estaba seguro de que aquella noche mojaba… bueno mejor lo dejaba esa noche, con las cervezas que llevaba lo mismo su amigo ni se despertaba.

Con Diego, amodorrado a su lado, condujo inseguro el utilitario. El muchacho, por joven y fuerte que fuera, aún no había tenido tiempo de acostumbrarse a las báquicas despedidas de los viernes. Un pensamiento le martilleaba la mente a Julián: se veía explicándole brillantemente a su hijo, el secreto de aquel truco de magia.

Pero debía conseguir que a su hijo le apeteciera reproducir el CD y cuando llegara al momento del juego de manos, él, como quien no quiere la cosa, le diría «Carlitos ¿has pillao ya el truco?», ante la previsible negativa del niño, él le diría: «Pero si es muy fácil, no había querido decírtelo hasta ahora porque eras un pequeñajo, pero ahora ya eres un hombrecito y puedes saberlo…».

Ensimismado como estaba en cómo se farolear ante su hijo, aparcó frente al bloque en el que vivía, olvidando que debería haber llevado a Diego a su domicilio, como tenían acordado. Lo despertó de un empellón y le dijo

—Diego, hoy no puedo acercarte a tu casa, se me ha echao el tiempo encima, no me acordaba de un compromiso. ¿No te importa verdad?

Diego flotando entre las brumas de la borrachera ni afirmó ni negó, simplemente salió del coche como un autómata y echó a andar en la dirección equivocada, que rectificó ante los gritos de Julián.

Este subió a su casa dándole vueltas a cómo se las arreglaría para que  su hijo quisiera poner el CD. Le interesaba que lo hiciera antes de que su parienta se percatara de lo borracho que estaba.

Al llegar se asombró, parecía que alguien, que debía de quererlo mucho, tenía todo preparado para la ocasión. Carlitos contemplando la grabación de aquella tarde de circo y a punto de quedarse boquiabierto con el truco de magia. Su mujer estaba en casa de la vecina, según le había dicho Carlitos cuando lo besó.

Se sentó junto al niño en el sofá de escay, esperando el momento del truco. Calló mientras el mago empezaba y cuando estaba a mitad del desarrollo le fue diciendo a su hijo al oído lo que le había enseñado Diego, sin equivocarse ni una sola vez. Veía como la expresión del niño iba cambiando. Notó también que su mujer había entrado en aquellos doce metros cuadrados que les servían de salón, comedor y cuarto de plancha. Ella estaba, en silencio, tras ellos.

«Seguramente admirándome», pensó Julián.

El chaval reflexionó sobre lo que acababa de descubrirle su padre. Por su rostro desfilaron varios gestos y al final se quedó el de decepcionado. Julián, que seguía bajo la eufórica influencia de la cerveza, creyó que su hijo, abrumado por la agudeza de su padre, se consideraba estúpido. No quiso dejarlo así.

—Hijo no te preocupes, cuando seas grande como papá, también te darás cuenta de los trucos de la vida. Y ya no te engañarán más…

—Papá, si es así, no quiero ser mayor, porque cuando sea mayor se acabará la magia.

Alberto Giménez Prieto

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