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A la lámpara le faltaba una lágrima – A TODA COSTA

final-Francisco Ponce

Conforme fui entrando en años se hizo más acuciante en mí la necesidad de escribir

Siempre tuve gran ilusión por ser autor y editar un libro; también envidia de quienes lo conseguían.

Sara, mi hija mayor, me sugería que leyese mucho. Su consejo me irritaba un poco; lo que yo sabía de la vida por la experiencia de los años, pensaba, era suficiente para escribir.

Ultimaba un capítulo, sentado en el despacho de mi casa, cuyos visillos transparentes, situados sobre el mirador, dejaban penetrar la intensa luz del día, acentuando mis canas acuchilladas por el pálido resplandor

– Sara, ¿qué te parece este nuevo relato? -le pregunté, mostrándole un par de folios-

Me miró un tanto resignada; los leyó e intentando eludir la respuesta, mostró un repentino interés por el buen tiempo que teníamos en esta época del año y, dirigiéndose al ventanal, lo abrió.

– ¿Qué opinas? -le insistí-.

Titubeó. La había cogido desprevenida.

– Es que tú escribes… como… muy… ¡No sé!

Al observar mi gesto de desaliento, salió con disimulo hacia el pasillo.

Pensé en que a veces los hijos pueden ser poco atentos; luego reflexioné, comprendiendo que pedirle un juicio de esta índole, había sido excesivo para mantener intacta su franqueza.

Alcé la vista afligido hacia el techo y descubrí que a la lámpara le faltaba una lágrima de cristal.

– Toma, papá; este es un libro de relatos de un escritor que me gusta mucho. ¡Esto es literatura realmente moderna!

Con estas palabras, de forma sutil, respondía a mi pregunta.

No era muy de mi agrado ceder, pero comprendí que debía leerlo, dado el interés que ella había mostrado.

La verdad es que enganchaban aquellos relatos, pero también ocurría que no los entendía muy bien. Los comienzos solían ser vagos y los finales lenguaraces. No asimilaba algunas palabras que para mí estaban fuera de contexto; otras resultaban demasiado rebuscadas.

Uno tiene el derecho a decir lo que piensa utilizando el lenguaje que más le acomode. Pero siempre he creído que las palabras deben meditarse, porque una vez escritas y sacadas de la nada -donde habitan- ya no hay manera de rescatarlas para el olvido.

Mis arraigadas convicciones sobre el inicio, desarrollo y desenlace saltaban por los aires. La idea de la descripción de personajes y entornos, la búsqueda en pos de una moraleja, se desvanecían como por encantamiento. Sin embargo, era evidente que este señor había publicado un libro; yo no.

Al cabo de un rato, vino Sara a preguntarme:

– ¿Acabaste el libro que te di?

– Hija mía, si tengo que escribir como este señor. ¡Nunca publicaré un libro!

Pausadamente, me expuso sus opiniones literarias. Conforme avanzaba la conversación, me interesaba cada vez más cuanto decía. Empecé a conocerla un poco mejor, observando sus expresiones, la forma de exteriorizar sus sentimientos -no solo los literarios- dándome cuenta de que en algunos derroteros había sido casi una desconocida para mí.

Aquella tarde; me di cuenta de lo mucho que se puede conversar con un hijo y de lo grato que puede resultar un atardecer de verano, vecino ya del otoño, teniendo la emocionante sensación de haber <<redescubierto>> a una hija.

Francisco Ponce Carrasco

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