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LA ÚLTIMA ESPERANZA 4/4

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Permanecí quieto y en silencio, escuchando con atención, por si oía pisadas o cualquier otra señal de presencia humana, pero tan sólo escuché el discurrir del agua del que suponía que era el río Mundo. Cuando el sol empezaba a bañar con su luz las cumbres que me rodeaban, decidí que era el momento de dar por finalizado nuestro descanso y monté a Coirensa.

No sería mala sustituta de Coirense, que así se llamaba mi caballo tordo. De él, a estas alturas ―según mis cálculos―, ya se habría adueñado algún islamita de los que, durante la madrugada, se habían apoderado del castillo de Sanfiro. Lo cierto es que yo ya daba por perdida dicha fortaleza para los castellanos. A fin de cuentas, estábamos en tiempos de tregua y en semejantes condiciones los cristianos, saltándonos todos los acuerdos, les habíamos arrebatado la plaza a los muslimes y, del mismo modo, ahora ellos habían procurado recuperarla. Aunque los refuerzos llegaran hoy mismo, sería muy difícil recobrar aquel bastión, elevado sobre una colina y con tan fuertes murallas. Y un largo asedio, con los vigentes tratados de paz entre almohades y castellanos, me parecía inviable. Aún así, había empeñado mi palabra y mi honra, y si mi orientación era correcta, me encontraba en tierra fronteriza, en algún punto entre Liétor y Ayna, dispuesto a llegar a esta última para informar y solicitar ayuda.

―Si llegas al río Mundo recuerda que sus aguas discurren desde Ayna a Liétor.

Recordé las palabras del señor de Sanfiro y decidí avanzar a contracorriente, pues si me hallaba donde pensaba, no tardaría en llegar a mi destino.

―Pero como estemos más abajo de Liétor ―le susurré en la oreja a Coirensa― nos encontramos en pleno territorio de sarracenos, querida. Y daremos de bruces con Liétor, si no nos detiene antes alguna patrulla enemiga.

Por fortuna sabía orientarme bien y estaba donde quería, por lo que no tardamos en divisar una población que me resultó conocida. Entonces, puse a Coirensa a galopar otra vez, dispuesto a cumplir mi misión con honra y honor. Después de aquello, colegí con orgullo, el padre de Azenda no podría negarse a concederme la mano de su hija.

*            *            *

Se notaba que aquellos castellanos de Ayna eran hombres de frontera, preparados para la batalla y el enfrentamiento. En cuanto informé de lo sucedido se pusieron en marcha y a mitad de mañana ya estaban formados y dispuestos para salir en ayuda del castillo de Sanfiro. Además, desde el primer momento, habían enviado mensajeros para solicitar refuerzos, también, a otras poblaciones más o menos cercanas, como Alcaraz, donde estuve hacía una o dos semanas.

Partí con ellos, ya que se dirigían hacia el norte, como yo. Pero pasado el mediodía llegó el momento en que ellos debía desviarse un poco hacia Sanfiro y yo, por mi seguridad, adentrarme en territorio cristiano.

―¿Seguro que no nos acompañais a Sanfiro?

El sol caía sobre mis ojos y apenas podía distinguir la silueta del comandante que me hacía aquella pregunta. Parpadeé antes de sonreír con desazón y negar con la cabeza.

―Creo que no podría aportar nada ―me justifiqué― y en casa me esperan de regreso.

Era cierto. Los negocios a los que había venido se habían desbaratado en parte, con la caída del castillo de Sanfiro, y los restantes ya habían quedado cerrados en días anteriores, así que lo que me correspondía era volver a ocuparme cuanto antes de las tareas que mi señor padre me encomendara.

―Como queráis.

―Sólo una cosa más.

―Hablad.

*            *            *

Cuando, rato después, había recorrido una buena distancia a lomos de Coirensa, la hice detenerse y miré hacia atrás. A lo lejos, me pareció ver la polvareda que levantaba aquel ejército castellano al avanzar hacia Sanfiro. A veces no entendía que, en una llanura como la que se extendía hacia el norte, el horizonte me impidiera divisar la colina sobre la que se encontraba aquella fortaleza, que por su altura debería ser visible, mientras no se interpusiera otra montaña, incluso desde Galicia. ¿Sería que tenían razón esos druidas tildados de locos que afirmaban que la tierra era redonda? Sacudí la cabeza y aparté tan enfermizos pensamientos de un tirón. A fin de cuentas todo eso de la forma de la tierra me daba igual y yo me llevaba hoy, de allí, una cicatriz en la mejilla y un zumbido permanente en los oídos. Así que, lo que a mí me importaba en ese momento era que en mi tierra se supiera de mi valentía y honor para poder pedir la mano de Azenda y, sobre todo, que el comandante de Ayna encontrara sana y salva a la niña castellana que me pidió ayuda y que le diera el abrazo y el beso que le había encargado darle.

Sergio Reyes Puerta

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