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A vueltas con la moda

Guillermo, envanecido encargado de confección masculina de aquel gran almacén, mimetizado en aquellas desproporcionadas hombreras, a una ajustada cintura, rematada con la sutileza de unos pantalones pitillo con la apertura de los bolsillos cosida, controlaba a aquel individuo, el primero que había entrado aquella mañana en su sección.

El rostro de aquel reflejaba la inquietud de quien necesita algo urgentemente. No quiso importunarlo en su búsqueda, pero no lo perdió de vista. Su entrada había interrumpido la atenta observación a que sometía a Regina especialmente cuando lucía un escote tan profundo como el azul de su mirada.

El posible cliente mostraba un creciente desencanto a medida que avanzaba entre los expositores de pantalones.

Se le aproximó a ofrecerle su asesoramiento. El individuo, ya mayor, casi anciano, lo alejó con el tópico de los malos clientes.

—No, si solo miraba.

—Mire cuanto desee… ahí me tiene si me necesita.

Guillermo se apartó tratando de no incomodarlo en su elección, pero su pundonor comercial le impedía perderlo de vista y. aunque disimuladamente, siguió sus evoluciones. No estaba dispuesto a que el primer cliente del día se fuera sin serlo. Y mucho menos una persona como aquella que intuía debía ser un comprador compulsivo y sin desviaciones estrafalarias: ningún tatuaje, ningún pirsin, aunque al vestir lo hiciera con un gusto un tanto deslavazado.

Pero estaba claro que lo que veía aquel potencial cliente no le gustaba, si hemos de hacer caso de sus constantes sacudidas de cabeza.

Guillermo no lo comprendía esos signos de rechazo. Eran unos pantalones recién diseñados por un genio francés. Él mismo llevaba puestos unos de los primeros que llegaron.  

Su deformación profesional le hizo evaluar la vestimenta del cliente: una buena camisa, seguramente comprada allí mismo, aunque sobre una defectuosa percha. Los pantalones eran vergonzantes: de los denominados de cargo, de una hechura que delataba a la legua su procedencia oriental, aunque ahora era rara la prenda que no viniera de allí, pero habían prendas y prendas. Él también los había llevado, pero solo cuando estuvieron de moda. Ahora resultaba una horterada imperdonable. Los zapatos que, aunque aparentaban ser muy cómodos, eran de una calidad que no merecían hollar la mullida moqueta de aquel comercio.

A aquel individuo, estaba seguro, acabaría colocándole cuantos atavíos le diese la gana, por renuente que se mostrara. Poquitos escapaban a su técnica de ventas.

Vio como el cliente, cuando se cruzó con Regina, la medía con una mirada aprobadora, la única positiva desde que estaba allí. Regina era su ayudante, su alumna, su tutelada y esperaba que pronto su amante… aunque ya era mucho lo que se le resistía… lo mismo era lesbiana. En la actualidad todo era tan confuso…

«¡Pero está tan buena! Y hoy parecía haberse vestido para inducir catalepsia a su paso», pensó Guillermo al ver como se había quedado boquiabierto el cliente mientras trataba de escudriñar en el canalillo de Regina.

Roque, desde que había entrado en la tienda, no dejaba de pensar en el mal gusto que tenían los diseñadores de pantalones de caballero. No pretendía que se guiaran por su gusto. Lo que le repateaba es que la moda fuera totalitaria, que no existiera la posibilidad de encontrar nada ajeno a la misma. Parecía una conspiración. Fijados unos cánones por el cabecilla o el aquelarre de los diseñadores, nadie se apartaba de ellos y lo que es peor, los restos de las modas anteriores desaparecían. A nadie le quedan prendas de temporadas anteriores. ¡Qué raro! ¿No?

Pero no, no podrían con él. Encontraría lo que buscaba aunque tuviera que revolver el infierno. Tras examinar todos pantalones del comercio, como había hecho en las otras tiendas de la ciudad, se dirigió al estirado dependiente que había intentado abordarle.

—Por lo que veo no tienen pantalones de cargo con perneras anchas.

—Tenemos unos muy elegantes, pero con pernera de tipo pitillo. Están arrasando, son tendencia.

—A mí, que sean tendencia o no, me importa un comino, quiero unos calzones de cargo con pernera ancha, unos pantalones que no requieran acrobacias para ponérmelos o quitármelos. ¡Creo que me he expresado con claridad! No hace tanto que los que yo busco fueron lo que usted llama tendencia… ¿no les habrá quedado descolgado alguno de la talla cuarenta y ocho? El color sería lo de menos…

—No, lo siento caballero, pero ya hace unos cuantos años que esos pantalones estuvieron de moda y en esta casa solo ofrecemos artículos de rabiosa actualidad.

—¿Puede decirme a que lugar envían los excedentes cuando dejan de estar de «rabiosa actualidad»?

—Aquí, en raras ocasiones nos sobra algo del material asignado. En esos casos lo devolvemos a la central, que lo destina a obras de caridad o lo destruye. Pero es muy extraño que se nos quede algo por vender —se pavoneó Guillermo.

—¿Me está diciendo usted que estos pantalones, por los que hoy pagaría —Examinó los del expositor más próximo— unos trescientos euros, puedo vérselos a un mendigo dentro de un par de meses?   

—Caballero, creo que debería probarse el modelo de pantalones de cargo que tenemos, verá como, con ellos, no solo usted mismo se sentirá más joven, es que lo será a los ojos de los demás.

—A ver si me entiende, a mis sesenta y pico años no tengo ningún interés en sentirme juvenil, lo que quiero es encontrarme cómodo con lo que llevo y no me pondría unos pantalones de esos ni a cambio de la eterna salvación. Soy persona de recias convicciones que no estoy dispuesto a cambiarlas para contentar a un cantamañanas que decide que un hombre de pro se vista con unos leotardos. Soy un hombre de profundas creencias y de moral incuestionable.

—Por supuesto señor, yo no me atrevería a socavar sus convicciones, aquí estamos solo para asesorar a nuestros clientes en el buen vestir,

El vendedor consciente de haberse metido en un jardín del que le sería complicado salir, estaba a punto de retirarse y dar por pérdida aquella venta, cuando Regina pasó junto a ellos y, sin mediar requerimiento, se dirigió al cliente.

—Caballero, creo que en mi sección tengo unos pantalones que le irán como un guante —dijo Regina sustrayéndole el cliente a Guillermo, para alivio de este.

La presencia de la dependienta a tan corta distancia obró el prodigio de borrar de inmediato el desagrado del rostro de Roque, mientras la mirada de este empezó a alternar entre las dos profundidades de Regina.

—Perdone que no haya actuado con la diligencia debida y no le haya presentado a Regina, nuestra especialista en el buen vestir varonil —dijo Guillemo antes de escabullirse.

Roque, a pesar de haber perseguido con la mirada a Regina desde que entró en la tienda, nunca la había tenido tan cerca y, en contra de lo que se había pronosticado, de cerca ganaba. Desde el primer momento se sintió cómodo junto a ella por lo solicita que se mostraba con él, tanto que soñó que Regina había descubierto en él, al único varón sobre la tierra.

Ella le describía su varón soñado y él, creyendo serlo, se internaron por entre los colgadores de la tienda, que a Roque se le antojaron pendones, grimpolas y gallardetes dándole la bienvenida a una segunda juventud.

Cuando media hora después, Guillermo vio salir a un Roque sonriente y  enfundado en unos pantalones de angosto  pitillo a la vez que cargaba con dos abultadas bolsas del establecimiento, se sintió orgulloso de su alumna Regina.

Pero al concluir la jornada, ella se le acercó y le dijo, a través de una perversa sonrisa:

—En el amor y la moda todo vale.

«Esta Regina aprende a la carrera, como me descuide me va a levantar el puesto», se barruntó Guillermo.

Alberto Giménez Prieto

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