¡Guaquebé! ¡Macandá!

De dos en dos y de tres en tres, con algún porrazo que otro, salvó la distancia de la terraza de blanca balaustrada torneada a la verja que daba a la calle.

Frente a la casa, el campamento de la Guardia Colonial lucia encima del gran arco de entrada una divisa: Todo por la Patria, cuyas estrellas a ambos lados centelleaban al sol del atardecer.

La niña cruzó, y al pasar junto al Cuerpo de Guardia un par de hombres que hablaban animadamente en << pamue>> , esa lengua a la que tanto apego tenia y de la que su madre decía que era una perdida de tiempo, la saludaron

con una sonrisa de dientes amplios y blancos, que a la nena le recordaron a las teclas del piano en donde su hermana Tatín, dejaba volar las manos de dedos largos y finos, como los brotes verdes del bambú.

Uno de los guardias, que pelaba una caña de azúcar, le dijo sin desdibujar la sonrisa:

–¿Guaquebé?

Y ella, muy segura de sí misma, le contestó:

–Makandá

a lo que los dos hombres estallaron en una estruendosa risotada.

– Makandá, niña blanca, quiere decir voy a casa, y tú vienes de tu casa ¿Guaquebé, o Makandá? ¿Vienes o vas?

Le aclara y pregunta, el mayor de los guardias intentando dar a sus palabras un cierto aire de solemnidad, evitando mirar a su compañero para no romper a reír.

–Toma.

El guardia más joven, le tiende un pedazo de caña de azúcar junto a una sonrisa, y la nena, aunque dolida en su orgullo, cogió lo que le ofrecía soltando de sopetón el:

yeua,yema, Cobá fang, que había aprendido de tanto oírselo decir a su niñero Pantaleón, y girando sobre sus talones, se alejó chupando con glotonería el pedazo de caña de azúcar con el que, el particular maestro la había premiado por el jaque mate conque había salvado su dignidad de niña.

Y es que ese trabalenguas que no quería decir otra cosa que << si tú hablas fang >>, en la lengua de una niña de siete años era algo difícil.

Y chupaba y chupaba el pedazo de caña, batiendo con la lengua la saliva azucarada para luego tragarla, con la voracidad de las hormigas rojas engullendo un desafortunado escarabajo negro de pesada armadura, caído en la tierra.

Y chupaba y chupaba la niña bajando la cuesta, con su vestido de algodón a cuadros verdes y blancos sin saber, que el lavandero lo había lavado y luego planchado con aquella pesada plancha de hierro a carbón.

Y pasito a paso chupaba la niña la caña de azúcar, sin saber de las gruesas gotas de sudor que día a día perlaban la frente del hombre, ni de los dedos de yemas quemadas de tanto medir el calor del hierro al carbón.

Y bajaba la cuesta de asfalto irregular, batalla ganada por el paso del tiempo y el trasiego de guaguas, de jeeps, y de autos que en << España >>, solo se soñaban.

Pasito a pasito, salto y tropezón, que dejaba su firma en los bordes de las blancas sandalias de suela de tocino, que el boy << el criado >>, mantenía tan limpias como las losas del altar de la iglesia de San Carlos, la pequeña llegó hasta

el hogar del buen doctor, en donde las voces de chicos y grandes cantaban feliz…cumpleaños feliz.

Y saltito a saltito y entre abrazos y besos, con sabor a chocolate, medianoche de salchichón, y sorbete de Mirinda, la nena no olvidó la lección de fang, que en el Cuerpo de Guardia le dieron los guardias, ni el sabor de la caña de azúcar fundida en su boca.

–Guaquebé — dijo el doctor Ligero.

–Makandá — contestó la nena, ufana.

Y de dos, en dos, y de tres en tres… Guaquebé

Makandá

Y el sabor de la caña de azúcar… Y pasito a paso

Y paso a pasito

Y un tropezón, y luego otro.

Unas sonrisas y las teclas del piano de Tatín… Y un vestido de algodón.

Y una plancha de carbón… Y de dos en dos…

Y de tres en tres…

Gudea de Lagash

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