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El cursillo (segunda parte de dos)

Alberto Giménez Prieto

Raúl, que se alegró mucho de ver a Horacio, le confirmó que podía trabajar para quien él quisiera, siempre que no incumpliera las entregas comprometidas con la empresa.

—Es más, hoy me siento generoso y te lo voy a poner mejor. La empresa atraviesa por un momento dulce y que tú dispongas de más capacidad de trabajo nos viene de perlas, porque antiguos compañeros tuyos que se comprometieron y no alcanzan al cupo que se comprometieron. Son gente que acabarán fracasando, porque les hace falta alguien que les controle. Así que, en estas circunstancias, puedo aumentarte los pedidos.

Horacio salió de la comida con los pedidos para los próximos meses incrementados en un cincuenta por cien.

«Ya sacaré tiempo de donde sea», pensó.

Horacio no reparaba en que con cada ajuste al alza de su productividad se iba apartando más y más de su familia, del sistema de vida que había querido primar, ya solo le acompañaba el sonido del torno, hasta había prescindido de la radio, cosa increíble en él, porque le distraía.

Dos meses después, la producción comprometida hizo que dejara de ir a comer a casa, era eso o trabajar durante la madrugada. Había perdido Perdía la siesta y aquellos ratos de conversación con la familia, con la dudosa auto-promesa de que más adelante volvería a comer en casa. Pero con esta modificación dedicaría dos horas más al trabajo, el tiempo que empleaba en ir y volver de casa.

Un mes después, después de darle muchas vueltas a la cabeza y consultar los apuntes del cursillo, encontró como optimizar aún más su tiempo: trasladaría el trabajo administrativo que conlleva el ser empresario a casa, en lugar de hacerlo en su pequeño despacho sobre el taller, pero sin disminuir sus horas en este, por lo que habilitaba para las tareas administrativas un tiempo hasta entonces consagrado a lo que él había prometido dedicar más tiempo, a la conciliación familiar.

Ese cambio lo implantó a la vuelta de vacaciones que, como el año anterior, había cogido en agosto, aunque este año, en lugar de pasar todo el mes en el apartamento que había alquilado en Gandía, él solo estuvo quince días y volvió al trabajo, mientras la familia permanecía todo el mes hasta que él fue a buscarlos un domingo para retornarlos a la ciudad.

El cambio de la «sección administrativa» consistía en cumplimentar dicha tarea en casa y, para no ser molestado mientras lo hacía, había montado un pequeño despacho en el garaje. Así, cuando llegaba a casa, se ponía a ello sin siquiera entrar a saludar a la familia, pues no quería perder tiempo. Con este cambio se olvidó de la costumbre de tomar una cerveza con Nuria al llegar a casa.

Cuando completaba el papeleo entraba en casa y la mayoría de las veces se encontraba con los niños, y en alguna ocasión también a Nuria, acostados, por lo que poco a poco fue dejando de dar las buenas noches a sus hijos y a Nuria, a la que tampoco quería despertar. Había comprado, hacía unos meses, un televisor enorme que él apenas si lo había visto un par de veces. Ya no hablaba con su familia y cuando lo hacía con Nuria era, casi siempre, para discutir, hasta que un día, una fuerte discusión empañó definitivamente su relación.

Ese año, como el anterior, Horacio se había hecho cargo de buscar y arrendar el apartamento para las vacaciones. Pero lo apretado de su agenda le impidió encontrar un hueco para ello y fue aplazándolo, mientras le aseguraba a Nuria que ya lo tenía resuelto, improvisando y mintiéndole sobre las circunstancias, confiando en que cualquiera de esos días podría resolverlo. Acabó olvidándolo y cuando, mediado julio, Nuria le dijo en que convendría ir, o hablar con el dueño del apartamento para saber qué cosas debía llevar, se descubrió el pastel.

A pesar de toda la actividad que Horacio desarrollo en los siguientes días para encontrar un apartamento, aunque fuera por encima del presupuesto que disponían, no fructificó. Ya no quedaban apartamentos disponibles. Nuria le reprochó, no la frustración de las vacaciones, sino que le hubiera mentido. Él enrabietado con su propio fallo no supo asumir la culpa y la insultó.

Esa noche Horacio no quiso, o temió acostarse en la alcoba conyugal. Durmió vestido en el sofá, frente al televisor nuevo, que permaneció encendido toda la noche.

Al día siguiente, sin ducharse, sin despedirse, ni desayunar, se fue al trabajo, el único lugar donde él se encontraba a gusto. Ese día apuró aún más su, ya exagerado, horario de trabajo. Volvió a casa ya de madrugada, y sin entrar en ella completo el papeleo del día en el garaje.

Al entrar, la casa estaba oscura y silenciosa, lo que significaba que ya estaban todos acostados. Eso posponía el momento de encararse con Nuria y pedirle perdón. Fue a oscuras hasta la nevera, para ver si le había dejado la cena. No había nada preparado cogió una cerveza y con la luz del frigorífico comprobó que tampoco había nada para cenar en la mesa o en la encimera, por lo que cogió unos caseríos y se resignó a esa famélica cena, prefería el ayuno a ir a la habitación a pedirle perdón para que le hiciera la cena.

Volvió al sofá de la noche anterior, estaba tal como lo había dejado. Devoró los quesos viendo un concurso de cantantes, sin preocuparse por el volumen y al poco estaba dormido.

Cuando se despertó a la mañana siguiente sintió que el hambre le mordía el estómago, pero antes de desayunar quería ducharse, para lo cual debería atravesar la habitación con su mujer dentro, algo que no le apetecía.

Recurrió a sus dotes estratégicas y empezaría a hacerse él mismo el desayuno, sin poner ningún cuidado y haciendo más ruido del necesario, con lo que esperaba provocar que su mujer se levantara a hacérselo, entonces le pediría perdón y se metería en la ducha.

La cocina estaba bañada por la luz de un día que prometía ser precioso, lo que le permitió ver el folio que un imán fijaba a la nevera. Pensando que sería algún encargo de Nuria no le alarmó y empezó con el desayuno, pero la curiosidad lo impulsó a leerlo, tropezó con la caligrafía temblorosa, por los nervios o la rabia, de Nuria:

Nuestra convivencia se ha hecho ya imposible de soportar, me voy con los niños. Por favor no trates de buscarme. Cuando esté algo más tranquila me pondré en contacto contigo para que aclaremos nuestra situación legal.

Nuria

Horacio, al principio, se ensombreció y hasta parecía muy compungido, se había quedado mirando por la ventada un futuro tenebroso. Parecía al borde del llanto, pero, poco a poco, su rostro se iluminó hasta resplandecer.

«¡No hay mal que por bien no venga!», pensó.

Fue a la habitación de Laura, anotó las medidas de la cama de la niña, luego con paso decidido, y hasta se diría que alegre, fue al garaje, se montó en el coche y partió hacía el trabajo.

«Ya lo tengo resuelto. ¡Le he encontrado el lado bueno al abandono de Nuria y los niños! Como nos enseñaron en el cursillo. Hablare con Raúl para ver si me aumenta los pedidos y, si lo hace, llevare la cama de Laura al taller y con el tiempo que ahorrare sin tener que ir y venir de casa puedo asimilar algo más de trabajo».

Alberto Giménez Prieto

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