La escritora de los sueños. 2ª Parte
El anciano se colocó delante de la chimenea, dirigiéndose al fuego como si éste pudiera entenderle, pronunció unas palabras ininteligibles para el oído humano. La fogata entonces apartó sus llamas a ambos lados y dejó un pasillo tras de sí. Al fondo se oyó un crujido seco, las piedras negras de tizón parecían estar vivas. Comenzaron a moverse para mostrar un pasadizo tras el gran hogar de leña.
Al tiempo que se adentraban en una galería subterránea, Mariam, la escritora de los sueños, se sentaba delante de su máquina de escribir, Rémington. Aquella era otra historia que contar para soñar.
Un pasadizo de arcos empedrados les llevó al final de la galería. Era lo más parecido al antiguo taller de un alquimista. Podían verse alambiques, tubos de ensayo, hornillos de atanor y un montón de libros antiguos abiertos.
Detrás había una gran despensa llena de ungüentos, pociones y cientos de pócimas en frascos sellados. Cada una de ellas con un nombre en letras góticas. La luz atravesaba el cristal de los recipientes y producía un brillante abanico de colores. Éste se reflejaba en el rostro de Noa al otro lado de la retorcida estantería. Ella le sonrió y Cristian vio de nuevo a un querubín entre mortales.
Belzo preparaba en un mortero, una poción con el contenido de algunos matraces. Cristian se acercó a los sellos que colgaban de aquellos misteriosos frascos y comenzó a leer en voz alta sus nombres.
–Dragón de las nieves, mago poderoso, hada cautiva, pistolero, caza-recompensas, montaña viva, artefacto volador, caballero de Camelot, princesa soñadora, museo del Louvre, pero ¿Qué significa todo esto?
–Pronto lo veras, –dijo Belzo al terminar de hacer las mezclas y colocarse aquellas gafas protectoras, que le daban una imagen de científico loco.
Había un frasco pequeño diferente a los demás, éste no tenía un sello escrito. El contenido era de color púrpura intenso.
–¿Qué contiene ese frasco? –preguntó la curiosidad de Cristian.
–Es la esencia más valiosa en el país de los sueños, –dijo Belzo–. Es el fruto de vuestra imaginación. Cuando imagináis, producís algo que viaja hasta aquí como una cálida brisa en la forma de semillas. Éstas hacen crecer en nuestros bosques y praderas una delicada planta de la que brota una flor conocida como Imáginus. Es tan hermosa como preciada, de color púrpura. De ella extraemos la sustancia que contiene este frasco, este es el catalizador del que te hablé, es esencial para construir sueños.
–¿De modo que esa flor es nuestra imaginación? –trataba Cristian de ordenar las ideas.
–Así es, –dijo Noa con los brazos cruzados y algunos rubios mechones cubriéndole la cara–. Lamentablemente hace tiempo que escasea. Antes los campos estaban repletos de Imáginus, ahora es difícil encontrarlo, sólo en la cima de algunas montañas los buscadores pueden recoger algunas. De modo que, si dejáis de imaginar, terminarán los sueños.
–Pero sigo sin entender por qué se está acabando a la imaginación, –dijo Cristian preocupado.
–Hubo un tiempo en el que las personas dedicaban tiempo a contar historias en familia, –dijo Belzo– a conversar sobre lo que soñaban, a imaginar bellos cuentos, pero aquello ha quedado tan sólo en el recuerdo. Si les preguntas, te dirán que no recuerdan haber soñado, hasta otros, que ellos ya no sueñan, todo ha cambiado.
–Tienes razón me siento diferente, no entiendo como no les gusta leer, ni escuchar historias, sólo viven en los mundos virtuales que les ofrecen las pantallas.
–¿Sabes por qué les ha pasado eso? –Preguntó Belzo sin esperar respuesta–, porque un día dejaron de imaginar. Quizá pensaron que ya no necesitaban hacerlo, las máquinas o las cosas que podían conseguir con demasiado tiempo dedicado al trabajo ya imaginaban por ellos. Olvidaron que los niños que sueñan viven con ilusiones y se convierten en adultos libres, que no dejan de soñar. Muchas personas creen que los sueños tan sólo son mecanismos químicos, pero créeme, sin ellos se acabaría la poesía, la magia, el arte, las ilusiones, los valores, los amores y terminaría por extinguirse la vida.
A Cristian le distrajo el juego de luces que se escapaba por debajo de una puerta al otro lado de la galería.
–¿Qué hay detrás de esa puerta?
–Detrás de esa puerta están los sueños, –dijo Belzo.
–¿Los sueños?
–Sígueme –le dijo Belzo.
A medida que abrió la puerta, la galería se inundó de una luz que hacía agitar las sombras. El resplandor casi les cegaba, cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad, Cristian pudo ver que ya andaban sobre un estrecho puente de piedra, que se adentraba en una enorme cavidad subterránea.
Se trataba del interior de una gigantesca esfera rocosa. Miró hacia abajo y la altura era imponente, se agarró entonces con firmeza a la baranda del puente y se detuvo. Cuando las pupilas de Cristian se contrajeron lo suficiente, vio algo fascinante. Al final del puente y suspendido en un enorme vació, una extraña pero cautivadora máquina. Su forma era esférica recubierta con placas de cobre viejo, la rodeaban tubos, palancas, resortes, poleas y engranajes.

–¿Qué es eso? –preguntó Cristian impresionado.
–Es la Maquina de los sueños, –la presentó Belzo como un maestro de ceremonias circense presentaría el espectáculo más esperado de la noche bajo la carpa de un circo–. La hizo funcionar mi abuelo por primera vez, después mi padre y ahora yo. Hay una en cada familia de constructores.
Avanzaron hasta aquel ingenio mágico. Belzo con una mano se apoyó sobre el enorme chasis y con la otra abrió una pesada puerta. Detrás había lo que parecían dos grandes turbinas, sacó de su bolsillo una brillante piedra como un enorme diamante. La colocó entre aquellos gigantescos generadores, como si se tratase del corazón que daba vida a aquel inmenso mecanismo. Accionó una palanca y de repente de aquel mineral, salía pura energía que alimentaba la pesada maquinaria.
Ahora se sacó del otro bolsillo la mezcla de sustancias que preparó en la mesa de alquimista. La alzó hacia la luz como hiciera un enólogo con la cata de un buen vino. Examinó la poción y la vio preparada.
–Aquí está la esencia del sueño que creé para ti.
Hizo girar una leva, se abrió una pequeña compuerta, introdujo el frasco con delicadeza en un molde con su misma forma. Cerró y accionó un conmutador con empuñadura de madera y de repente la maquina empezó a hacer profundos ruidos acompasados y expulsiones espontáneas de vapor. Belzo vigilaba relojes de presión mientras accionaba otras palancas, manipulaba aquel fascinante artificio como hiciera un maquinista con su vieja locomotora. Y entonces… el milagro.
Como un antiguo proyector de cine, la maquina comenzó a lanzar un brazado de luces dispersas. Al reflejarse en el cuarzo de la bóveda, esta se sumergió en un mar de colores. De la roca brillante empezó a desprenderse una arena luminosa de mil tonos, que a lomos de un torbellino de luces comenzó a moldear figuras y tomar formas. Un holograma mágico. Ante sus ojos apareció el inmenso escenario de un sueño y sus personajes. Cristian no podía creerlo, estaba dentro de su sueño despierto.
Continuará.
Manuel Salcedo