EL ENCARGO
Siglo IV a.C.
Aquella mañana amaneció triste, sombría, pesarosa, cual prolongación de la noche… Negros nubarrones ocultaban la luz del sol, como si algo grave fuese a suceder. Antes de salir avivé el fuego que, en el centro de mi cabaña, me había calentado por la noche. Una vez fuera, la vi. Aún era joven, además de hermosa y delicada. Fuerte y enérgica al mismo tiempo. La había amado siendo casi unos niños, pero ella eligió a Caikonbe, el gran guerrero turdetano que nos gobernaba.
Caminaba despacio, abatida, lánguida e inconsolable, hacia mi posición. La seguía un séquito de criados, también apesadumbrados. Su vestido, tejido en lana de la mejor calidad, destacaba entre los ropajes de sus sirvientes, mucho más sencillos. Por su belleza y acabado era digno de su posición, al igual que el gran collar de oro que caía sobre su pecho.
—Garokan —¡recordaba mi nombre! —, ha sucedido lo que veníamos temiendo.
Auruningica hablaba con la triste arrogancia que la ocasión requería. Yo, por mi parte, seguía amándola secretamente. Hube de controlarme: mi respiración se había ido entrecortando según se acercaba, ya que hacía al menos dos años que no nos dirigíamos la palabra. No estábamos peleados ni enfrentados ni nada de eso. Simplemente, yo era un humilde artesano y ella, la bella esposa de nuestro caudillo. Nuestras vidas discurrían de modo muy diferente en aquel cerro, lo que hacía improbable coincidir en el mismo tiempo y espacio a pesar de vivir, ambos, en un pequeño poblado.
—Si‑si‑siento mucho lo sucedido —acerté a responder, algo atolondrado todavía por la situación—. Si puedo serviros en algo…
Claro que podía. Yo por ella daría hasta la vida entera si simplemente lo insinuase. Pero, para mi desgracia, lo que vino a pedirme era mucho más trivial. Yo ya lo había previsto, tomando la delantera. Sabía que yo, un vulgar artesano, no podía interesarle. No tenía nada que hacer frente a docenas de guerreros que podían ofrecerle mejor posición a nuestra noble dama. Ya se disputarían, entre ellos, tanto la soberanía como la cama de Auruningica.
—Por supuesto que podéis —respondió firme y seria la recién enviudada. Con un gesto altivo trataba de disimular la tristeza que invadía su, en el fondo, débil corazón. Algo que sólo yo, que la amé hace años, podía saber—. Habéis de crear una escultura que proteja los restos de mi amado Caikonbe. Comprenderéis que no deseo que mi difunto esposo sea molestado por malos espíritus ni saqueadores de tumbas. Sé que sois el mejor artesano y, además, nos conocemos desde niños. Deposito mi más absoluta confianza en vuestro trabajo.
—No os preocupéis, Auruningica —me mordí la lengua para no añadir un “os amo” que habría sido mi perdición—. Vuestro encargo está en buenas manos, mi señora. Mañana mismo la tendréis —añadí, contento por haberme adelantado.
—Así lo espero —sorprendida por la rapidez prometida sonrió, pese a la adversidad, justo antes de marcharse. Enseguida entré a mi cabaña. Allí, al fondo, estaba, casi acabada, mi obra.
Caikonbe cayó en una emboscada bastetana dos semanas atrás, junto a sus hombres. Según los rumores sus heridas eran mortales, así que tomé la iniciativa. Sabía que acudirían al mejor. A mí. Consulté, pues, a Neitin, la sacerdotisa. Primero me reprendió por anticiparme a la hipotética muerte. Después, me recomendó esculpir un león.
—¿Un león?
—¿Qué mejor para proteger a nuestro caudillo que el rey de las bestias?
Tuve que refrendar tan irrefutable observación. Recordé, entonces, los leones que había visto en otras tumbas de otros poblados vecinos y decidí aprovechar un gran bloque de piedra caliza que guardaba desde hacía meses. De él iba sacando pequeños fragmentos con los que elaboraba exvotos que mis vecinos adquirían, admirados por su excelencia, como ofrendas para los dioses.
Así pude entregar tan rápido aquel bello león agazapado que, listo para el ataque, mostraba sus grandes colmillos. Protegería bien, para toda la eternidad, los restos del esposo de mi amada. Y ella, agradecida, se saltó todas las normas sociales para hacerme feliz: se presentó en mi cabaña, desnuda, y supe que sería la mejor noche de mi vida y, también, la de mi muerte.
Sergio Reyes