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La casa de la bruja (I de III)

Fue la muerte la que me había llevado a aquella casa y la que me uniría a ella.

Era una edificación blanca, retirada, casi escondida, que dejaba el protagonismo de la inmensa parcela a los frutales que la rodeaban y que apenas permitían verla desde la calle.

Esa casa, que de haber estado estar alineada, como las demás, con el encintado de la acera, a los niños del barrio nunca nos hubiera llamado la atención, pero estaba tan profundamente enclavada, tan alejada de nuestra curiosidad, que necesariamente nos interesaba.

Con sus frutales ocurría algo similar: en nuestras casas nos negábamos a probar la fruta, pero éramos capaces de cualquier barbaridad por degustar la de aquella casa y llegar a la indigestión. Para robarlas nos organizábamos militarmente, cada cual tenía su cometido. Yo, como usaba lentes, y había que aguzar mucho la vista para que no nos sorprendieran, estaba descartado como vigía, pero como era el que más corría, debía saquear los arboles más lejanos, o sea, los más próximos a la casa.

Pocas veces veíamos a la dueña y cuando lo hacíamos ya era demasiado tarde. Parecía que leyera nuestro pensamiento, siempre aparecía cuando estábamos encaramados a los árboles.

El colorido de manzanas, peras, melocotones, uvas, nísperos resultaba tentador, irresistible, su sabor adictivo. Era una fruta deliciosa que comíamos con fruición. No la robábamos solo por el aliciente de hacerlo, que también intervenía, queríamos comerla. Nunca vi a ninguno de mis compañeros de correrías que tirara una sola pieza.

La casera, cuando nos sorprendía robándole, se dejaba ver y venía hacia nosotros sin apresurarse, sin gritos ni aspavientos, sin empeño por alcanzarnos.

No era mujer a la que le gustara hacerse de notar, siempre oculta a nuestra mirada y a la del vecindario en general. Al contrario que las demás mujeres, a ella no le gustaba regar la calle para excusar su chismorreo con las vecinas. Los domingos no se la veía a la salida de misa, creo que ni asistía y, desde luego, no participaba en aquellas comidillas. Tampoco se la veía en la terraza de verano, cuando nos echaban alguna película. La verdad es que se la se la veía poco, apenas por la mañana temprano o al atardecer en su parcela cuidando un vergel primoroso, que la aislaba del resto del mundo.

Aquella casa no solía recibir muchas visitas, apenas mi madre y Lucrecia, la bibliotecaria, que iban con asiduidad. Eran amigas, aunque ella nunca vino a casa.

La casa que, para la chiquillería, solo tenía el aliciente frutal, cobró un nuevo sentido cuando a uno de nosotros, no recuerdo quien, dijo que aquella mujer era bruja.

Fue decirlo e inmediatamente se destapó nuestra memoria atávica, de la que surgieron todas aquellas imágenes tópicas con las que nuestro miedo reviste a esas figuras que el acervo popular declaró malvadas. El resto corrió de cuenta de nuestra imaginación, la de unos púberes que, más que rellenar las lagunas que dejaba aquella afirmación, tejió la historia completa de la recién declaraba arpía y de sus anteriores generaciones.

Esa historia, nacida con vocación de eludir el aburrimiento de una tarde lluviosa, caló tan hondo entre nosotros, que cada vez que la veíamos, aunque fuera de lejos, nos producía un macabro estremecimiento y un injustificado temor. Su nariz se nos antojaba ganchuda y afilada, su mentón era como el espolón de un trirreme romano; en su rostro proliferaron verrugas, hasta entonces ausentes, y que para cada cual situaba en diferente latitud. Cualquier, vara, caña, palo o escoba que viéramos en su parcela era su medio de desplazamiento; los gatos negros, inexistentes en el vecindario, de hacer caso a lo que decíamos, empezaron a expandirse.

Aquella mujer y su casa se convirtieron en causa de una nueva cruzada que se manifestó lanzando piedras contra la casa de la bruja. Pero esa intransigencia infantil pronto se diluyó: en primer lugar, porque nuestras pedradas no alcanzaban la casa y la más importante, por la falta de respuesta a nuestra agresión… ni un grito, ni una palabra más alta que otra… ni una amenaza… ni una persecución.

Las pedradas pasaron a ser historia.

Pero su pasividad no la alejó de nuestros pensamientos, a diferencia de su fruta, que el miedo logró que dejáramos de robársela, aunque nuestro orgullo encontró otra razón que dejara indemne nuestra vanidad.

Pasábamos temporadas sin verla y en esos lapsos, sobre todo cuando llovía, nuestra imaginación se desbocaba y erigíamos historias colectivas sobre lo que acontecía en aquella casa, alucinantes historias que nos atemorizaban.

Esas tardes, en las que la lluvia impedía nuestro ir y venir, las pasábamos bajo el porche de un caserón, recubierto de abandono, misterio y musgo, sin más que hacer que inventar la vida de la bruja que vivía enfrente. Aunque fuera más coherente que habitara el caserón en que nosotros nos refugiábamos, pero los papeles ya los teníamos repartidos. El protocolo de esas tardes comenzaba por relatar los sucesos importantes del día: la gata que había parido en lo del «pocero», las tretas de la Trinidad para enganchar al hijo del tendero, el coche nuevo que conducía el cura. Luego Curro nos contaba la película que habían echao la noche anterior en la televisión, era el más saborio del grupo, pero el único que tenía un aparato de esos, porque su padre los viajaba. Las contaba con tan poco salero que no nos daba ganas de tener uno  de esos aparatos. Terminábamos con nuestra mirada en la casa de la bruja tratando, inútilmente, de verla a través de la lluvia, los frutales y los visillos.

Pero era precisamente lo que no veíamos lo que excitaba a nuestra imaginación que ponía en marcha nuestra fantasía que creía averiguar el hechizo con que subyugaba a alguna niña. Las víctimas siempre eran niñas. Eran más débiles y estábamos educados en el machismo. En nuestros delirios fantaseábamos sobre los conjuros y hechizos con que la bruja la salmodiaba, hasta que la sacrificaba con bebedizos.

En aquellos tiempos, nosotros mismos tejíamos nuestras quimeras, sin necesidad de que nos las trajeran de Silicon Valley en cajas de cartón y con instrucciones en inglés.

Pero el paso del tiempo y la agitación de nuestras hormonas propiciaron nuevas distracciones y, poco a poco, la imagen de la bruja adquirió tono sepia, se fue disolviendo entre nuestros ardientes desvelos y, además, como a las chicas no les gustaba que habláramos de esas cosas, su imagen caminó hacia el olvido por la misma senda que se fueron sus frutas. Tuvo que producirse una muerte para que volviera a acordarme de ella.

(Continuará)

Alberto Giménez

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