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Historias de la abuela

–Abuela, cuéntame alguna de tus historias.

A la abuela le faltó tiempo.

–Quiero que sepas, que un buen libro puede cambiar tu vida. Y que las bibliotecas están llenas de magia. Cuando yo tenía tu edad era una pésima lectora no me gustaba leer y entonces un día mi abuelo me dio una tarjeta de biblioteca con tres números. Me dejó en la puerta y cuando entré me sentí como debió sentirse Alicia al entrar en la madriguera, con tan mal fortunio que caí de golpe contra el suelo. Cuando levanté la cabeza, vi a una bibliotecaria de aspecto severo, con un enorme moño desgreñado y en su ojo derecho un redondo binocular. Me miró imperturbable y llevándose un dedo muy tieso a la boca, me advirtió con un prolongado siseo, que no debía hacer ruido en la biblioteca. Por supuesto enseguida me pidió la invitación que me acreditaba para estar allí. Los jovencitos y jovencitas que había allí, levantaron la cabeza de sus libros y me miraron extrañados. Pero no por cómo entré, por lo visto no era el primero que llegaba y rodaba por el suelo, sino porque era la niña a la que no le gustaban los libros. No tardaron mucho en volver a sus lecturas, al fin y al cabo, todo o al menos casi todo era posible en un lugar tan mágico.

«La biblioteca era fascinante y el estilo gótico con el que estaba construido (salvo algunas licencias mágicas), le daba un aire casi sagrado. La habitaban inmensas librerías, que parecían alzarse infinitas bajo arcos godos. Miles de libros descansaban sobre arqueados estantes, cansados de sostener millares de mundos. Tal era el caso que, hasta las largas y delgadas escaleras para alcanzar los libros, parecían puntales de construcción que las sostenían, como un muro a punto de desplomarse. Parecía una ciudad de grandes edificios clavándose en un cielo de piedra.

«Mientras caminaba entre aquellos inquietantes y tortuosos batientes, que se perdían en una hermosa bóveda adornada con vitrales de mil colores, vi algo fascinante. Para acceder a las estanterías más altas, los jovencitos se subían a unas escaleras que, aunque en apariencia eran normales, distaban mucho de serlo. Éstas crecían estirándose hacia lo alto como los elevadores de un rascacielos. Al mismo tiempo, por unos railes que se extendían en todas las direcciones, aquellas extrañas escaleras se desplazaban hacia los lados a gran velocidad, hasta por fin llegar al libro deseado. Cuando se cruzaban con otra escalera, era lo más parecido al cambio de agujas en las vías de los trenes. Se activaba un resorte que las hacia saltar de unos railes a otros, para evitar así una colisión que parecía inevitable. Más que una biblioteca me pareció por un momento, la Grand Central Station de Nueva York.

«Entre tantas escaleras en movimiento, vi una ingeniosa manera de mantener la biblioteca ordenada. Cuando los lectores terminaban de leer, los libros aleteaban sus cubiertas y guardas. Volaban y esquivaban escaleras mágicas hasta llegar a sus estantes. Volaban seguidos de una estela de pequeñas figuras procedentes del argumento, que les seguían como un cometa hasta su balda, para después esfumarse en el aire.

«Las enormes librerías estaban dispuestas en retorcidos pasillos y a la entrada de cada una de ellas, una placa de bronce con un número grabado las enumeraba. Recordé que allí había un libro esperándome. Mi abuelo me dio tres números, doce, cinco y veintitrés. Me dirigí al pasillo número doce. Allí conté la estantería cinco, alegrándome de no tener que subirme a una de aquellas vertiginosas escaleras, y entonces uno a uno llegué al libro veintitrés.

«Miré a ambos lados, no me fuese a atropellar una de aquellas veloces escaleras. Abrí el libro y nunca olvidaré ese momento, despedía un agradable olor salino que me recordó los acantilados de mi tierra. Al mirar vi el dibujo de un hermoso escarpado marino, que me hizo sentir añoranza por un instante. Me pareció que llevaba mucho tiempo lejos de casa y aunque todo aquello era fascinante, de repente una simple idea me llenó de gratitud. Me di cuenta que en toda mi vida tuve muy cerca algo de verdad hermoso… mi planeta Tierra. No tenía nada que envidiarle al mundo de los sueños, aunque estuviese lleno de magia. Al pasar páginas, un nuevo olor a “dama de noche” me despertó de mis pensamientos. En ese momento advertí que el olor era el propio argumento a medida que se desarrollaba. Aquella historia trataba de las hazañas de un guerrero jinete de dragones.

«No pasó demasiado tiempo cuando la hermosa ilustración de una ninfa me dejó absorto. La lámina olía a flores silvestres. El dibujo de aquella criatura mágica, era el de una joven con la cara salpicada de pecas, el pelo rojo calabaza, adornado con una corona de hojas del bosque y unas hermosas alas de mariposa. Al levantar la mirada percibí algo extraño. Me dio la impresión de haber visto a aquella figura dibujada moverse, así que miré rápido de nuevo, pero estaba inmóvil, como debía estar un dibujo. Justo al levantar la mirada otra vez, volví a tener la misma sensación. Pero esta vez estaba seguro de haberla visto moverse. Cogí la pluma que estaba junto a un tintero, al tiempo que levantaba el libro para que nadie pudiera ver lo que iba a hacer, pensé que, si alguien lo veía, creería que estaba loca.

«Miré a ambos lados y sobre la estampa, comencé a hacerle cosquillas al grabado de la joven. Al principio no ocurría nada, pero el dibujo de la ninfa no aguantó y soltó (para mi sorpresa), una risotada que rompió el silencio de la sala. La señora bibliotecaria me volvió a mirar reprendiéndome con un siseo amonestador.

«¡Lo sabía! Al descubrir a la pequeña ninfa vitoreé mi triunfo, aunque en voz baja. Cuando volví a mirar, la figura de acuarela ya no estaba en la página. Comencé a mover las antiguas hojas de aquel libro de aventuras, en busca de una ilustración que huía de mí. No podía creer lo que hacía. Entonces fijándome bien en una de las siguientes láminas, justo detrás del dibujo de un árbol pude ver lo que parecía un trocito de ala de ninfa. Así que agité el libro y ella rodó por la lámina. De repente dejó de ser un dibujo para tomar forma. Puse el libro bocabajo y la linda ninfa se quedó colgada de una rama de un árbol que seguía pintado en la amarillenta ilustración. La cogí con los dedos por el pie como coge un niño con dudosas intenciones una salamanquesa por el rabo. La observé incrédulo mientras ella seguía agarrada al tronco de acuarela. No daba crédito a lo que veía, y la Ninfa aprovechó mi instante de confusión, para escapar soltándose de entre mis dedos y correr detrás de las estanterías. Fui tras ella y le dije que no se escondiese que necesitaba su ayuda.

«Ella me dijo, la que tan solo un instante atrás era un dibujo, que no se fiaba de los niños a los que no les gusta leer y yo le dije que quizás ella podría ayudarme.

«Ella me preguntó quién era y cómo había entrado allí. Le enseñé mi tarjeta de biblioteca y entonces me reconoció, también mi abuelo estuvo allí y le advirtió de que yo también iría. Me explicó que le encantaba esa biblioteca. Venía muchas veces a meterse en los libros y vivir las aventuras que más le gustaban. Ven conmigo, me dijo y la seguí… desde entonces no he dejado de leer».

 

Manuel Salcedo Gálvez

0 thoughts on “Historias de la abuela

  1. Yo a mis nietas hice más o menos lo mismo, tienen su carnet de biblioteca y saca todas las semanas su libro, la mayor con 11 años tiene premios de ser la primera en leer libros, es algo muy bueno eso.

    Gracias por compartirlo Manuel:)

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