Los Narraventuras
Después del crudo invierno de aquel año, con rayos de un sol hasta entonces tímido, la primavera llegó acariciando los acantilados da Vixia da Herbeira, para dejar paso, a un verano desafiante. Quedaron atrás las copiosas lluvias que saciaron la comarca. La tierra agradecida mostraba un manto verde, extendido hasta el mismo saliente de las escarpaduras, tal como debía ser en la hermosa Galicia.
Cariño era una pequeña villa en la Coruña, con las ruinas de un castillo en lo más alto y un puñado de lindas casas que parecían colgar del viejo bastión como trenzas sobre los hombros de una bella joven. Si no hubiese sido por las antenas sobre los tejados, cualquiera habría pensado que aquel pueblo se quedó parado en el tiempo. Las casas estaban vestidas de verdes enredaderas que cubrían sus antiguas y redondeadas piedras. Las unían estrechas calles adoquinadas, que desembocaban como ríos en una pequeña plaza. La adornaba una escultura erigida como monumento a sus antepasados pescadores. La fornida figura era Anxo Queiruga, el primer pescador de Cariño. Junto a éste, una enorme ancla de hierro, que la brisa salina del Cantábrico no dejó de oxidar durante siglos.
Aquella aldea como muchos otros pueblos, también tenía otra cara, el lado amargo de la historia. Todavía quedaban las cruces. Una guerra civil tan cruel como cualquier otra, dejaron cruces de piedra que ahora una vegetación imparable casi las cubría.
En Cariño no vivían demasiadas familias, pero entre ellas existía una muy especial, los Queiruga. El seno de aquella familia fue cuna de pescadores de más de trescientos años. La historia de esta familia estaba rodeada de un halo de misticismo y leyendas mágicas. Tenían la bella costumbre de contar cuentos a todo aquel que escuchara. Sus historias por siglos alegraron el corazón de los lugareños; les dieron alas a sus sueños, mantuvieron vivas las leyendas, avivaron en ellos la imaginación y como no, alimentaron la cultura gallega. Todo aquello les hizo ganar el sobrenombre de los “Narraventuras”. Pero todo aquello quedó en el olvido, en el pasado. Ya hacía años que nadie escuchaba cuentos, comenzaron a olvidar las leyendas y pocos parecían soñar.
Adrián era el más pequeño de los Queiruga, la décima generación nacida en Cariño. Era un joven muy alto para su edad, pero a nadie le extrañaba, pues todos sus antecesores también lo fueron. No podía evitar ser un soñador, al que la herencia le dibujó ojos de color caoba en su hermoso rostro. Su cabello cobrizo claro le cubría ya los hombros y a cada momento le tapaba la cara, pero cuando su madre discutía con él sobre el tema, el zanjaba la cuestión con un; “si me lo cortas perderé mi fuerza como Sansón”.
Era un chico poco común, al menos para el resto de jóvenes de su edad. Pero él siempre pensó que los excéntricos eran los demás. Su visión del mundo le daba una madurez poco comprendida. Por eso no entendía, como alguien podía vivir sin haber leído nunca un buen libro o al mirar una flor, imaginarse así mismo revolotear en el mundo de los insectos, o al observar el océano, hablar con el mar y las sirenas, o al despertar preguntar “¿qué has soñado?”
Sus grandes pasiones, eran los libros, las estrellas, la cultura egipcia y los museos, que para él eran como la máquina del tiempo en la que podía transportarse a momentos y lugares mágicos.
Aquella mañana Adrián, su padre y el abuelo salieron de pesca en honor al oficio de sus ancestros. Emmanuel era el nombre de su abuelo, un hombre de piel atezada, como cualquier pescador que se deja acariciar por el sol y la brisa marina. Una rudeza que hacía más brillante su ternura. Adrián apretaba con fuerza su áspera mano, mientras con la otra se agarraba a la soga de aquel puente de más de trescientos años. A pesar de que cruzaron infinidad de veces, nunca dejaría de impresionarle. Sin embargo, enseguida se sentía valiente sentado sobre la isla escarpada, frente al inmenso Cantábrico. Desde allí podía oír como el sonido del mar se mezclaba con acordes de gaitas gallegas, que llegaban desde el otro lado del paso elevado.
Ese día como tantos otros, los turistas iban y venían haciéndose fotos sobre el ya famoso puente, mientras ellos pasaban las horas regalándose pensamientos y riéndose de lo cotidiano. Todavía podían sentir el vacío que la muerte de la abuela les dejó. Sin embargo, Emmanuel trató de traer a la memoria los recuerdos más bellos y sus historias.
Aquella tarde quedaría en el recuerdo de Adrián. Como olvidar el cosquilleo en el vientre al cruzar la pasarela, el frio aire salino en su rostro, aquel olor a pescado incrustado en los aparejos y aquel ruidoso océano. Un ruido que parecía acompasar a su propio latido.
Regresaron a casa satisfechos, a pesar de que lo único que traían eran los bolsillos llenos de fantasía. La pesca no fue muy buena, pero aquello no importaba. En casa les esperaban; Rosa, su madre y Gisela su hermana mayor. Ellas también hicieron su propia excusión, pero su pesca no les fue tan mal, les encantaba ir a la ciudad de compras.
Rosa era todo cariño, una mujer menuda y delgada de ondulado pelo negro, que contrastaba con sus rasgos norteños. El sano color de sus mejillas le daba un atractivo inocente. No solía cocinar durante la semana, pero la tarde de los sábados eran otra cosa, le encantaban. Por eso un florido delantal atado a su cintura, decía que les esperaban unas sabrosas galletas en el horno. Gisela era una encantadora jovencita de catorce años con trenzas rubias y ojos grandes. A pesar de hacer rabiar a su hermano, lo sobreprotegía como si un prematuro instinto materno la impulsara.
Aquella era la noche mas especial de la semana para Adrián. Su abuelo en honor a sus antepasados se convertía en el Narraventuras y reunida la familia contaba historias de sus ancestros. En otros tiempos aquellas historias ayudaron a mitigar el dolor de la guerra, el exterminio sistemático que sufrió el pueblo gallego en los llamados paseos franquistas. Las leyendas, los cuentos, las historias que formaban parte de la cultura fueron de gran ayuda para encontrar consuelo e identidad.
Aunque hoy día se ha perdido mucho de aquello, todavía hoy sigue habiendo Narraventuras, seguro que en tu familia también hay uno, son nuestros mayores, deberíamos probar esas tardes de sábado.
Manuel Salcedo