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Primer premio de relatos Ciudad de Madrid 2018

 

 

          Deambulaba sin rumbo fijo por aquellas calles del Madrid antiguo, sin saber dónde ir ni importarle tampoco dónde dirigirse. En realidad, sus pasos eran inciertos y su caminar, lento y cansado. No tenía dónde ir. Era un hombre sin meta, una marioneta del destino que, adverso, le había vuelto la espalda haciendo de él un ser totalmente destruido. Un ser desprovisto de ilusiones, de esperanza en un futuro, ya que el suyo lo vislumbraba tan negro como la suerte que, caprichosa, lo había abandonado cuando en otros tiempos fue su amable compañera.

           Sí, aquellos años pasados fueron tiempos felices en los cuales él era un triunfador. La vida le sonreía. Gozaba de un prestigio en aquella importante Empresa en donde su talento y honradez como arquitecto le prometían un halagüeño futuro. Apreciado, tanto por sus compañeros como por sus jefes que, en más de una ocasión, le habían felicitado por el acierto en los proyectos, audaces pero efectivos, que presentaba para su posterior realización. Era un joven ambicioso, ante un gran porvenir, cuyos estudios de arquitectura los había finalizado con brillantes notas, costeados por él mismo, ya que perdió a sus padres siendo aún un muchacho y carecía por completo de recursos económicos. Mientras estudiaba, quitándole horas al sueño, hubo de trabajar en todo cuanto le salía. Jamás se avergonzó de ninguno de los empleos que tuvo que desempeñar, incluso de peón de albañil. Fueron experiencias que luego le sirvieron para valorar lo que más tarde con su esfuerzo se ganó. Un puesto destacado en aquella empresa. El respeto de todos. Un ser útil a la sociedad. Una saneada posición económica. Y el amor.

           Sí. El amor de aquella maravillosa mujer, de carácter dulce, bella, exquisita por su talento y educación y cuyos gustos y aficiones eran tan afines como los propios suyos. Desde que se conocieron se creó entre ellos como una corriente de empatía que les confirmó firmemente que estaban hechos el uno para el otro. Y se enamoraron perdidamente. Fueron unos años de felicidad absoluta. De proyectos para un futuro en común convencidos, sobre todo él, de la firmeza de sus sentimientos, de haber encontrado lo que suele decirse, su media naranja. Ella llenaba sus pensamientos en todo cuanto hacía, ya fuese personal o profesionalmente. ¡Sonia! ¿Dónde estaría ahora? -se preguntó con tristeza.

          Siguió caminando al albur. La noche, aquella Nochebuena que para él sería la última, era cada vez más fría y el cielo, ese maravilloso cielo de Madrid que Velázquez pintara en sus cuadros, el famoso cielo velazqueño, ahora presentaba un aspecto amenazador desprovisto totalmente de estrellas.

          Sí, esa sería su última Nochebuena, ya que lo había perdido todo: empleo, dinero, posición… ¡todo! La Empresa, como consecuencia de la crisis, tuvo que prescindir de personal y a él, como uno de los más jóvenes y último en entrar en ella, le tocó la supresión de su puesto, viéndose de pronto en la calle sin perspectiva de trabajo alguno ya que dondequiera que se presentaba, con su flamante currículum, recibía la misma respuesta: –Lo sentimos. Su currículum es excelente pero no necesitamos a nadie en plantilla.

          Y así fue pasando el tiempo, acudiendo de un sitio a otro para escuchar la misma sentencia. Un no rotundo. No había trabajo para él.

          El dinero, que con tanto esfuerzo había estado ahorrando para su futura boda con Sonia, lo fue gastando hasta que llegó el momento en que apenas le quedaba ni siquiera para poder subsistir. Y ella… ella, ¡qué falso fue su amor!, al verlo caído, perdida su posición, sin medios económicos y sin nada… también lo abandonó.

          ¿Qué le quedaba, pues, en su desesperación? ¡El suicidio! Sí. Estaba decidido a segar su vida aquella misma noche. ¡Su última Nochebuena!

          Y sumido en negros pensamientos, en su deambular como un autómata, se encontró en medio del bullicio de la Plaza Mayor. Esa maravillosa plaza orgullo de los madrileños, de los “gatos” como él, ya que Madrid había sido su cuna y llevaba a gala conocer su historia, el origen de sus monumentos, calles y plazas y todo cuanto se relacionaba con su querida ciudad.

          ¡Qué recuerdos acudieron a su mente! Se trasladó con el pensamiento a los tiempos de la infancia cuando, de la mano de su madre, todos los años por Nochebuena lo llevaba a aquella Plaza tan alegre en las vísperas de Navidad recorriendo los tradicionales puestos de zambombas, figuritas para el belén, turrones, y toda clase de objetos expuestos en los mil y un tenderetes situados en todo el recinto. La animación y el gentío eran enormes. Gentes variopintas adquiriendo los más caprichosos objetos o, simplemente, paseantes curiosos que acudían a contemplar el ambiente festivo que reinaba en torno a la estatua del rey Felipe III, obra del escultor italiano Juan de Bolonia en el año 1616. La razón de colocar dicha estatua en la Plaza Mayor no fue otra que -nobleza obliga-, Felipe III trasladó la Corte a Madrid y mandó construir la Plaza Mayor. Aquella maravilla rectangular, situada en el Madrid de los Austrias, de cuatrocientos años de antigüedad, que tanta historia guardaba y tantos acontecimientos protagonizó a lo largo de los siglos: transformaciones, incendios, remodelaciones, estilos arquitectónicos, clasicismo, barroquismo, romanticismo, historicismo… En tiempos fue, asimismo, el lugar de celebraciones de grandes actos, políticos, lúdicos, religiosos, representaciones teatrales, carnavales, mercados e, incluso, ejecuciones.

          La Plaza, con las típicas tiendas de más de cien años situadas bajo los soportales, y sus ciento siete faroles parecía un ascua de oro. Qué contraste aquel ambiente festivo con su estado de ánimo. Él pasaba entre aquella algarabía como un fantasma, un ser que casi no perteneciera ya a este mundo. Posaba sus pies sobre aquel pavimento de piedra de tres colores, semejante a un ajedrez, como si su cuerpo no tuviese peso, fuera de la realidad, cuando el reloj, aquel enorme reloj de 1.67 metros de diámetro situado en la emblemática Casa de la Panadería, con sus once campanas dio el cuarto de hora para las doce de la noche.

          Las campanadas le volvieron a la realidad. Debía regresar a su casa, sita no muy lejos de allí. Lo esperaba el final de su última Nochebuena.

          Giró, pues, sus pasos y se decidió a abandonar su querida Plaza Mayor cuando, al pasar por el Arco de Cuchilleros, vio a un hombre, un mendigo a todas luces, con un aspecto algo extraño. En realidad, todos los desheredados de la diosa Fortuna presentan raras imágenes y aquel no iba a ser una excepción. Sus cabellos eran largos, vestía una especie de túnica que le llegaba hasta los pies, calzados con sandalias de tiras de cuero, insuficientes a todas luces para mitigarle del frío intenso que hacía a aquellas horas de la noche. Decidió seguir su camino pero algo en su mirada lo detuvo. Era una mirada especial que lo hizo retroceder y, compasivo, le entregó el poco dinero que aún le quedaba.

          –Gracias, amigo -le respondió con una voz profunda y bien timbrada-. Y continuó mirándolo con aquellos ojos oscuros y penetrantes como invitándole a iniciar un diálogo pues, quizá en su soledad, necesitaba que alguien le hablase.

          Algo le retenía allí, frente al mendigo y, fijándose por primera vez en su rostro, observó la corrección de sus facciones, finas, pese a la vida de penuria y sinsabores que le habría tocado vivir. Y sintió algo dentro de sí que le empujó a preguntar:

          -¿Tienes algún familiar o amigo con quien pasar la Nochebuena?

-No- fue su lacónica respuesta, para luego añadir-. Esta noche estoy solo. He esperado hasta ahora en vano a alguien que me tendiese una mano y acompañara mi soledad pero todos pasan de largo ignorando mi presencia. No consigo tocar el corazón de los hombres ni siquiera en esta noche santa.

          Al oír las palabras del mendigo, sintió como un revulsivo dentro de su ser y tomándolo del brazo le dijo.

          –Ven conmigo. Yo también estoy solo. Ven a mi casa.

           Durante el corto trayecto que hubieron de recorrer hasta llegar a su casa apenas intercambiaron algunas palabras. ¡Su casa! Un pequeño piso de alquiler cuyas últimas mensualidades no había podido pagar y del que estaban a punto de desahuciarlo. Pero, obviamente, eso ya no le preocupaba. Su problema ahora era lo que podría ofrecerle a ese pobre hombre para cenar. Algo debía quedarle, pensó, pero sus provisiones últimamente, dada su situación, siempre habían sido bastante escasas. En fin, algo encontraría. Casi estuvo a punto de arrepentirse de su buena obra, de ese absurdo impulso que lo empujó a invitar a un desconocido a “su” cena de Nochebuena. Pero ya estaba hecho. Todo tiene solución en la vida, ironizó.

          Una vez que hubieron llegado a la casa, indicó a su invitado que tomara asiento y descansase del duro día que habría pasado, quieto y helado de frío, esperando alguna limosna.

          –Mi cansancio no es físico, sino del espíritu -respondió con tono sereno. No se percibía en él acritud ni resentimiento alguno, lógico, dado lo dura que era su vida y lo que habría tenido que padecer.

          -Por tu actitud y tu forma de hablar pareces una persona que ha debido recibir una buena formación. ¿Te importaría decirme de dónde vienes? En realidad, no sé nada de ti –se atrevió a preguntarle.

          -Voy y vengo de muchos lugares respondió-. Nunca estoy fijo en sitio alguno y, en cada pueblo, en cada hombre que conozco, busco la bondad hacia sus semejantes o hacia mí, pero son pocas las almas que se preocupan de hacer el bien. El mundo está muy materializado y es grande la indiferencia de los unos para con los otros. Sin embargo, yo sigo creyendo y confiando en la bondad humana. Quizá es que en el fondo, y pese a todo lo que he pasado, soy un soñador-. Y una sonrisa se dibujó en su rostro dulcificando sus facciones de por sí casi perfectas. Se diría que podría haber sido un modelo ideal para que El Greco lo inmortalizase en alguno de sus cuadros.

          Embebido con las palabras de aquel hombre, de repente recordó que el motivo de invitarle a su casa era para darle algo de cenar. Y preocupado, se dirigió a la cocina en busca de alguna cosa que ofrecerle. ¡Nada! No le quedaba nada excepto media botella de vino y un pan que, quizá calentado, podría comerse. ¡Se había lucido!

          No se atrevía a presentarse ante el mendigo y poner sobre la mesa tan exiguos alimentos hasta que, armado de valor, se decidió a penetrar en el comedor sosteniendo en una bandeja dos copas de vino y unas rebanadas de pan caliente que, casi avergonzado, expuso ante sus ojos como pidiendo perdón por tan exigua cena.

          -Amigo, lo siento. No tengo otra cosa que ofrecerte. Tendrás que conformarte con una humilde rebanada de pan y una copa de vino –casi balbuceó a modo de disculpa.

          –No te preocupes. Es lo mejor que podrías ofrecerme. Cuántos seres habrá en el mundo que no tendrán ni siquiera un trozo de pan como este que tú me has ofrecido. Bendigámoslo porque mañana es posible que no me ofrezcan otro pan para comer.

          La actitud de aquel mendigo lo dejó alucinado. Otro en su caso le habría recriminado el haberlo invitado para ofrecerle tan escasos alimentos y enfurecido se habría marchado mascullando entre dientes. Aquel hombre, no. Comía lentamente, saboreando el pan como si de un exquisito manjar se tratara y, de vez en cuando, tomaba un sorbo de vino, mientras era observado por él cada vez con más admiración.

          Cuando hubieron acabado aquella insólita cena de Nochebuena, el invitado dirigiéndose a él le espetó:

           –Yo también te he estado observando, aunque tú no te hayas dado cuenta, y he notado en tus gestos, en tus ojos, que eres un hombre completamente derrotado y que tu vida está pendiente de un hilo. Hilo que puede romperse en cualquier momento si tú no lo impides. Si no tienes la valentía de luchar, de hacerle frente a los problemas y tratar de seguir adelante.

No daba crédito a lo que aquel hombre le estaba diciendo. ¿Qué podía saber de él?

          -¿Piensas –continuó- que mi existencia ha sido mejor que la tuya? ¿Qué no he tenido que soportar todo tipo de padecimientos, humillaciones, insultos, vejaciones, hasta verme al fin abandonado de todos? Sí, lo confieso, hubo un momento en que llegué a flaquear porque ya no podía soportar más, pero clamé al Padre y sacando fuerzas de flaqueza salí adelante. Como lo harás tú. No te des por vencido. Lucha. Piensa que eres aún muy joven y que tu destino puede cambiar. Ahora estás hundido en un agujero. ¡Sal de él! ¡Lucha! No llames a la muerte. La vida te espera.

          Y a modo de gesto de amistad y comprensión, le puso su mano sobre el hombro mirándolo intensamente. Al cabo de unos momentos la retiró y sonriéndole se dirigió lentamente hacia la puerta y desapareció.

          Al cerrarse la puerta de la calle tras del mendigo, una extraña paz se apoderó de él. Una sensación placentera que hacía mucho tiempo no experimentaba. Se sentía liberado, como envuelto en una nebulosa de… ¿felicidad? Sí, era feliz por primera vez y, cosa extraña, aquella mala tentación de suicidio se había borrado por completo de su mente.

          ¿Qué le estaba pasando? ¿Serían las palabras de aquel pobre desheredado de la fortuna las que le habían hecho cambiar? Porque, estaba decidido, lucharía, volvería a darle cara a la vida para tratar de recuperar lo que antaño fue. El mundo era muy grande y seguro que habría un sitio también para él. Era joven, estaba lleno de valor, de confianza, de fe en un futuro prometedor. ¡Sí! ¡Saldría adelante!

          ¡Qué hermosa Nochebuena había sido aquella!

          A la mañana siguiente, se despertó después de haber dormido profundamente. El sueño reparador le dio aún más fuerzas. Era un hombre nuevo dispuesto a todo. Y era Navidad.

          De pronto, se oyó el alegre repicar de las campanas de una iglesia cercana llamando a los fieles a la oración. ¡Qué maravilloso tañer! ¿Cuánto tiempo hacía que no visitaba una iglesia? ¿Quizá desde que era niño? -pensó. Y al oírlas, decidió ir a la casa de Dios para darle gracias por la fe en esa nueva vida que acababa de recuperar.

          Embargado por la emoción penetró en el templo, lleno a rebosar de buenas gentes celebrando la Navidad, y se dirigió hacia el altar mayor, pasando por una nave lateral cuando…, de pronto, en una de las capillas aledañas vio la imagen de un Cristo crucificado. Se detuvo unos instantes y fijándose en su rostro, atónito, descubrió… ¡No podía ser! ¡Tenía las mismas facciones que el mendigo al cual había llevado a su casa la noche anterior! ¿Qué significaba aquello?

         Y de repente, comprendió el milagro obrado por Dios. ¡Había sido el mismo Jesús quien compartió con él aquella Nochebuena!

     Mientras, desde el coro, comenzaron a oírse cánticos de alabanza, que a él le sonaban como voces celestiales, diciendo:

¡GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS Y PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD!

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Plaza Mayor de Madrid en Nochebuena

 

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Fijándose en su rostro descubrió…

Carmen Carrasco Ramos

Delegada Nacional de Poesía

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