CUANDO SE ESTÁ PREPARADO APARECE EL MAESTRO

Es una frase que suelo escuchar a menudo, y de la que soy consciente desde hace años.

               Sin embargo, cuando era niño, me preguntaba con frecuencia dónde estaba mi maestro, aquella persona que iba a guiarme, que me prestaría claridad, visión, brillo. En mi entorno una persona de estas características brillaba por su ausencia. Yo no tenía maestro o al menos eso pensé durante muchas décadas.

               Más tarde, pude entender el significado de este significativo hecho. El maestro nunca me ha faltado, estuvo conmigo en todo momento, solo que disfrazado y adoptando numerosos aspectos.

                 El maestro era mi padre, enseñándome a resistir, a ser verdaderamente duro, tenaz, capaz de aguantar las sacudidas continuas y los varapalos con los que él me trataba.

               El maestro era mi abuela, esa santa mujer, pequeña y enjuta, que actuaba conmigo cual de si un ángel se tratara (todavía lo hace desde el otro lado), mimando mi corta infancia, alentando mis fantasías y siendo bálsamo en los días en que ya casi nada esperaba.

                El maestro era mi madre, padeciendo los escarnios a que mi padre la sometía y resistiendo día a día en un ambiente hostil, cargando su vida de hijos, dejando morir los sueños que nunca logró cumplir e intentando poner algo de ilusión en su vida, mientras escapaban los años que ya nunca habrían de repetirse.

                El maestro estaba en la escuela donde aprendía con avidez a leer, a pronunciar bien las palabras y modular la entonación de las mismas. En los profesores, cada uno ofreciendo algo que despertaba mi curiosidad y encendía la lámpara de mi entendimiento, ya fuera hacia alguna de las materias (casi siempre la religión, el dibujo, el lenguaje) o bien orientando mi afición al teatro. En los compañeros de clase y de juegos, con los que iba creciendo paso a paso, interesándome por el mundo y todo lo que rodeaba el quehacer de aquel que era nuestro pequeño pueblo, con todo cuanto escondía cada personaje que marcó y definió el marco en que habría de transcurrir mis años primeros y mi adolescencia.

               El maestro estaba dentro de mí, cantando su canción de vida, anunciando su presencia en el viento entre las hojas, en mi amor por la naturaleza, en la armonía que presentía en las cosas sencillas, en los colores con que se revestía la tarde antes de que aparecieran las estrellas.

               El maestro me habló siempre, señalaba caminos entre lo invisible, prendía en mi corazón la magia silenciosa con sus breves destellos, e ilusionaba mi mente con el simple aleteo de blancas mariposas, el hacer cotidiano y ordenado de las hormigas. Cualquier cosa, a veces tenue e insignificante, sirvió en su momento más que las palabras y me llevó lejos en sueños y deseos.  Hasta que aprendí que nada es pequeño o grande, que todo es valioso, que la importancia no está encerrada en el tamaño sino en las acciones, un leve gesto hizo más que doscientos pasos.

Mi maestro,  mi ser interior, la voz que siempre insinuaba,  que advertía, pero no condicionaba, cuya puerta estaba siempre abierta al libre albedrío, para que supiera reconocerme, para que llegara un día en que pudiera decir que me había hecho a mí mismo, que había descubierto lo mejor de mí gracias a todo lo vivido, experimentado, y que ello, escena tras escena, minuto a minuto, vivencia tras vivencia, había formado el hombre que soy y me había traído hasta donde en este momento me encuentro. Tengo mucho que agradecer a mi maestro. Siempre le estaré sumamente agradecido.

 

Antonio Quero

 

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