¡Y DICEN QUE DEBO VERTE MÁS!
Nuestros hijos dicen que debo ir más a verte.
¡Como si no te viera suficiente!
Todas las mañanas, al afeitarme, te veo. Sigues riéndote de las muecas que hago para que la maquinilla me afeite entre las arrugas. ¿Te acuerdas cuando no tenía arrugas y quisiste que me dejara barba?
¡Que estupidez! Aquellos pelos, aunque fuera poco, me alejaban de ti.
¡Cómo te burlabas de las calvas de mi barba! La verdad es que nunca tuve una barba cerrada, pero te gustaba. Aunque cuando, años después, me la afeité no te reías tanto, pensabas que aparentaba menos edad que tú.
Te veo cuando desayuno, como siempre sentado en mi vieja silla, frente a la tuya. Desde donde cada mañana contemplabas el bosque que se nos venía encima desde el monte y se paraba en seco ante nuestra casa dejando lugar a los campos que le arrebatamos durante todos estos años. El bosque no se atreve a arrollar la belleza de las flores que se refugian en el jardín que construiste en un rincón y hoy llama a las puertas de casa.
Lo veía en tus ojos, esos ojos que nunca se cansaron de soñar, aunque fueron pocos los sueños que vieron cumplirse. Pocos sí, pero los mejores: tuvimos tres hijos, tres alhajas que aligeraron el paso del tiempo y que endulzaron nuestra vejez aunque, a veces, resulten empalagosos, tan tercos en que disfrutemos, tan pendientes de que nos cuidemos, de que no trabajemos, tan testarudos en que nos distraigamos, ¡si hasta quieren que viajemos!, que seamos felices, como si para serlo hiciera falta todo eso… y no hubiéramos descubierto donde se esconde la felicidad.
Después del desayuno, como los muchachos ya no me dejan que trabaje, salgo al porche, me siento en el viejo poyo junto a la mecedora donde tú, tras arreglar la huerta, aviar a los animales, preparar la comida y asear la casa, te sentabas a coser hasta que la noche o el frio nos empujaban adentro.
Ahora contemplamos juntos lo que antes mirabas tu sola. Ya sé que yo estaba al otro lado de tu mirada, peleándome con las caballerías para que araran más deprisa y tener algún momento para sentarme en el banco junto a ti y ver cómo la noche se acercaba de puntillas. Aprovechábamos el poco tiempo que teníamos para sentarnos juntos.
Ahora podemos quedarnos sentados todo el tiempo queramos viendo cómo pasa el día, mirando como juegan los gatos que nos adoptaron.
A los pájaros se les oye menos, no sé si es porque hay menos o porque ya no quieren cantar. Entre que los pájaros no trinan y tú, que cuando te hiciste mayor, dejaste de cantar, mira que lo hacías mal y como me gustaba escucharte, esto está muy silencioso, pero aún se escucha pasar la vida.
Cuando dejé de oír tu tarareo, me sentí mal; no supe si no cantabas por las veces que te dije, en broma, que iba a llover o porque ya no te apetecía hacerlo, fue tan repentino que me eché la culpa, hasta que supe lo de la enfermedad en tu garganta.
Acarreas el barreño de zinc lleno de ropa que deja caer un reguero de olor a limpio, perfuma toda la finca, hasta el establo. Aquella pesada jofaina repleta de ropa empapada, tan pesada que parecía que fuera a quebrarte, pero tú, tan orgullosa, solo me dejabas ayudarte cuando estabas muy preñada.
Era el rito que más me distraía de mis obligaciones, cuando ibas sacando prendas de la palangana y las tendías, primero las más chicas, con lo que me tenías distraído un buen rato esperando a verte tender las sabanas que vergonzosamente interponías entre nosotros, pero que no impedía que viera tu silueta recortada por el sol que se enredaba en tu espalda. Te veía alisar las sabanas para que te dieran poca guerra al plancharlas y, cuando acababas las sombras chinescas, las bestias se habían ido a comer la hierba del lindero. ¡Y dicen que te veo poco!
Cuando la tarde sonrojaba al campo, volvías a recoger el tendal y otra vez me deleitabas con el teatro de sombras, estabas al otro lado de la ropa tendida, otra vez con el sol persiguiéndote. Un sol que se retiraba avergonzado. El resultado era el mismo pero mucho más encarnado… me gustaba más. Lo que más me regocijaba era cuando, al descolgar la última sabana, me veías contemplarte. Ni el sol poniente disimulaba tu sonrojo… no sabías si sonreír o salir corriendo. ¡Y dicen que debo verte más a menudo!
Hace tiempo que no huelo aquellos jabones, seguramente esa máquina de lavar no deja que se escape el olor. La granja huele distinta, ya no hay animales… solo el viejo perro, al que llamaste Felipe; casi no ve y apenas se mueve del establo, ni aunque los gatos le roben la comida; solo queda algo de olor a las vacas que Europa nos arrebató hace tantos años; tampoco están los caballos, los de trabajabar la tierra, acabé mandándolos sacrificar cuando el medico convenció a los hijos de que no trabajara más.
Al abrir el embozo de la cama sigo viéndote refugiada en la orilla opuesta, me rio para dentro, porque sé que el frio de la noche te empujará a mi vera.
Tu rostro arrebolado destaca sobre la albura de la almohada y el crujir del embozo. Toda una vida juntos no ha podido despojarte del rubor que sentiste la primera noche que compartimos el lecho… no, no te lo reprocho… lo sabes muy bien, siempre he gozado con aquel sonrojo que sigo evocando.
Hasta en sueños sigo viéndote todas las noches, siempre fuiste la mujer de mis sueños y alcancé la mayor felicidad cuando además de soñarte te viniste a acompañar mi soledad. No sé por qué los hijos dicen que debo ir más a verte, si me paso el día mirándote.
Quieren que vuelva a subir la cuesta de la ermita, la última vez que la subí iba contigo y volví solo.
Sé que pronto volveré a subirla, será por última vez, ese será el día que vaya a verte, antes de eso no pienso volver a subirla para no volver a bajarla solo.
Nunca me gustó entrar en esos recintos vallados, no soy gente de sitios cerrados, pero las autoridades no dejaron que te enterrara junto a la mimosa que plantaste en el jardín, donde siempre te tendría al alcance de la vista. Esa sería única forma de que te viera más.
Alberto Giménez Prieto
Enhorabuena, me ha parecido magnifico. No solo está muy bien escrito, además me ha emocionado. Un saludo.