Estaba exultante y, esa noche, quería despedirse de su público metiendo toda la carne en el asador: lo haría con aquella canción que tanto entusiasmaba a sus adictos y que siempre conseguía atraer a alguno nuevo de entre los que empezaban a escucharle. Aquel mundillo era muy competitivo.

Respiró hondo, evaluó con una rápida ojeada el nutrido auditorio y después, sin dejar que se extinguiesen los ecos de su anterior canción   empezó a cantar como le había enseñado su maestro y mirando a cualquier lugar menos a los ojos de los espectadores, no quería incomodarlos.

Concluyó la canción con el mismo éxito que le acompañarla cada vez que la interpretaba; tras recibir los parabienes de los asistentes y repetir su agradecimiento al público con numerosos saludos recogió, con mucha calma, su instrumental y demás parafernalia.

Estaba contento, había rematado el concierto por todo lo alto, se sentía satisfecho y orgulloso de su actuación, había ofrecido a su parroquia lo mejor de su repertorio… de él.

Siempre que cantaba aquella canción brotaban a su alrededor rostros sonrientes e inquietos, como esperando un bis, aunque la mayoría tenía prisa por seguir con las cosas de su vida.

Guardó la guitarra en el estuche, con sumo cuidado, como siempre, podría decirse que con mucho amor, no quería que sufriera el menor daño, que se estropeara, aquella guitarra era su más fiel compañera.

Calculaba que había tenido una gran audiencia, se sentía feliz, a la salida pasaría por la taquilla y le preguntaría a Paquita cuantos habían sido.

Cuando tuvo todos los avíos recogidos, con paso cansino echó a andar, era ya una silueta reconocible, con la guitarra al hombro, un cigarrillo en la comisura de sus labios, envainado en su chupa de cuero y luciendo unas innecesarias gafas de sol, que no impedían que tuviera puesta la mirada en el siguiente éxito.

A través de aquellos pasillos se encaminó directamente a la salida y al pasar junto a la taquilla, despejada en aquellos momentos, se detuvo ante ella, golpeó con los nudillos el grueso cristal que separaba a Paquita del resto del mundo; ella estaba de espaldas ordenando sus cosas, metiéndolas en la bolsa de la compra; esa tarde había podido ir al Carrefour antes de entrar a trabajar y ahora se preparaba, para, dentro de media hora, salir disparada hacia su casa para lidiar con los gemelos, que la estarían esperando, como todos los días, para que les preparará la cena y escuchará las mil aventuras que habían vivido en la guardería.

—Buenas noches Paquita.

—Buenas noches David, te veo muy satisfecho. ¿Hay ido bien la actuación?

—Creo que la mejor de los últimos tiempos. Además me ha parecido que hoy había más gente… ¿Ha sido así?

Paquita desde su estrecho cubículo de trabajo, consultó la pantalla del ordenador que parpadeaba frente a ella y, tras teclear brevemente, vio el dato deseado.

—Sí, hoy hemos superado los treinta mil quinientos. No está mal, te sentirás dichoso.

—Firmaría porque todos los días se repitiera esa cifra.

Mientras lo decía, con su mano libre, palpaba las monedas que sonaban en el bolsillo del pantalón. Con la comprobación del aforo y la satisfacción de él la sonrisa de Paquita se había ampliado; ella siempre se alegraba con sus éxitos.

Paquita se quedó en su taquilla del metro esperando el relevo, cuando él se fue, con la mano en el bolsillo del pantalón, trataba de calcular la cantidad de monedas que habría recogido de la funda de su guitarra, quizás esa noche pudiera cenar algo caliente.

Mañana volvería tocar en esta misma estación, cantaría para la gente de aquel barrio que, al parecer, entendía su música y sabía agradecérselo.

© Alberto Giménez

Valencia

Alberto Giménez

baena

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