ACOSADA
El encanto del zoco había persuadido a Sonia para volver a verlo con la luz del crepúsculo. Cuando lo propuso al grupo nadie se unió, no le importó, aunque tuviera que ir sola no renunciaría a verlo con aquella mágica luz en las viejas y decrepitas tiendas. Sin nadie que la distrajera lo recorrió, sin prisas y sin que su cámara perdiera detalle. Estaba convencida que sería la tarde que más recordaría del viaje. No imaginaba lo acertada que estaba.
Con el sol declinando quiso volver al hotel; la cosa no iba a resultar tan fácil. Tras una hora caminando en círculos, tratando, infructuosamente, de hallar la salida de aquel laberinto, estaba acalorada y sedienta.
Entró en un tenducho en cuyo quicio había el reclamo de un conocido refresco de cola. Todo el local estaba ocupado por un incoherente universo de artículos desparramados sin orden ni concierto y dejando libre un estrecho pasillo, que permitía a la anciana tendera acceder a la mercancía. A la puerta, un muchacho haraganeaba. Aparentaba ser uno de los muchos deficientes mentales que buscan en la caridad de los turistas lo que la justicia de su país les negó. Vestía girones de una chilaba de ignoto color fluctuante entre el ajado mugriento y el sucio deslucido.
Acuclillado mostraba su vacua mano, con la esperanza de la infiel dádiva. Apoyado en un fardo multicolor. Su imagen apenaba más que repelía: la roña oscurecía su aceitunada piel, una sonrisa carcomida tras babeantes labios, mirada extraviada, aunque a Sonia le pareció torva.
Decidió que le daría limosna. Pidió el refresco deseado, exigiendo, en una jerigonza entre francés e inglés, que estuviera frio. Al recibirlo lo abrió ansiosa antes de hurgar en busca de las monedas con que pagarlo: no las encontró. Tuvo que sacar el fajo que reunía el dinero que tenía para el viaje, en contra de lo que recomendaba el guía, pero no tenía nada suelto.
El bote en una mano, los billetes en la otra. Vio codicia en los ojos del muchacho que había despertado su conmiseración, se desasosegó. Con un trago quiso calmar sed y desasosiego.
La avidez de la lerda mirada del muchacho la había desconcertado, lo que se reflejó en su rostro, la tendera adivinó la causa y, tras entregarle el cambio, señaló al joven y giro el índice junto a la sien. Pero su sonrisa, pretendidamente tranquilizadora, la inquietó más. Se despidió y salió presurosa, luciendo una falsa seguridad. Supo que el muchacho había empezado a seguirla.
La luz del ocaso peinada por los cañizos que cubrían aquellos callejones, dibujaba trazos luminosos en los transeúntes. Aquello, en otro momento, la hubiera retenido a cada paso para inmortalizarlo con la cámara, ahora lo ignoraba, solo estaba pendiente del magrebí que la seguía. Pretendió mostrarse despreocupada y sedarse con sorbos de refresco, pero no pudo; cuanto más ligera iba, menor era distancia que la separaba de su perseguidor.
Le estresaba su desorientación por aquellas laberínticas callejuelas. Se sentía indefensa e insegura en aquellos callejones tan recónditos y sin nadie a quién pedir auxilio.
No podía olvidar las truculentas historias que Daniel, un compañero de viaje, contó anoche: sucesos espeluznantes: robos, violaciones y asesinatos acontecidos allí mismo sobre alguna turista. Decía que eran noticias que no trascendían para no espantar el turismo, motor económico de la ciudad. Él las conocía de viajes anteriores; a Sonia la impresionaron más de lo que admitía, tuvo desagradables pesadillas, cuyo recuerdo aún la estremecía.
Desconfiaba de los nativos, de los que se cruzaba, con rostros ocultos por las capuchas, bajo las chilabas, según Daniel, escondían retorcidas y ponzoñosas dagas. En toda la tarde no había visto ni un policía. Debía seguir huyendo hasta que encontrara la salida de aquel agobiante laberinto. Las pocas persianas, que permanecían alzadas, no tardarían en cerrar. Todas las tiendas se parecían o ¿eran las mismas?, estaba segura de haber pasado varias veces por el mismo lugar. Lo admitió, estaba perdida; su zozobra interior le impedía orientarse.
Al marroquí se le veía dichoso, sonreía sin recato, sin duda pensando en todo el dinero que conseguiría cuando la atracara. ¿Y si, aparte del dinero, quería algo más? No debió ponerse aquel sujetador, le marcaba los pezones, era como ir desnuda. Aquel hombre, constreñido por su religión, ya se sabe que a los tontos siempre les da por lo mismo, querría violarla. Solo tenía ese dinero; evaluó si convendría entregárselo e implorarle que la dejara marchar.
Embocó otra callejuela, aún más angosta y, ya dentro, comprobó que no tenía salida. Miro a su espalda, sin disimulo, ¡demasiado tarde! Le cerraba la retirada, la persecución resultaba implacable.
Quiso acogerse a la relativa seguridad de un comercio abierto. Entró. Se sintió aliviada. Súbitamente apareció una desinhibida sonrisa de áureos reflejos, sobre la que fulguraba una mirada resuelta, desacorde con la edad que proclamaban las arrugas del rostro oscuro y deficientemente rasurado. Era una tienda de alfombras, aunque prevalecía el olor a hachís.
Con amabilidad, rayana con el servilismo, el vendedor buscó conversar, recitó una retahíla de tópicos en distintos idiomas, hasta dar con el de ella. Después quiso impresionarla con los conocimientos que tenía de su país: todos futbolísticos.
Deseaba salir, pero temía que su perseguidor la esperara y dejó que el vendedor hablara sobre sus alfombras, aunque rechazó un té, exhibiendo la lata de refresco. Daniel les había prevenido sobre los narcóticos enmascarados en las bebidas con que obsequiaban a los turistas.
Desplegadas docena y media de alfombras, consideró que su perseguidor habría desistido del acoso, se despidió y salió. No estaba. Pero al llegar a la esquina se sobresaltó. Sonriente la aguardaba en cuclillas. Se sintió amenazada por el moro.
Otra vez corriendo por siniestras callejas, tiendas cerradas y alargadas sombras. Allí no había policía y, si lo encontraba, a saber si no estaría conchabado con su perseguidor para robarla, violarla, hasta asesinarla… Un escalofrío recorrió su espalda.
Bordeaba la histeria, apenas podía respirar, las piernas le dolían, el rostro le ardía y no sabía qué hacer. Precisaba sosiego para salir de esa situación, pero necesitaba apartarse de aquella situación para serenarse.
Había desaparecido el bullicio y la efervescencia que dominaba el zoco por la mañana, puestos cerrados, apenas se filtraba una luz violácea entre los listones dispuestos para aliviar del inclemente sol de mediodía; escaseaban las bombillas que colgaban su apagada desnudez de algún saliente. El silencio rasgado ocasionalmente por susurros acrecentaba el misterio. Había más gatos que personas. De lo que la atrajo por la mañana solo quedaba el aroma de especias.
Quiso deshacerse de la lata de refresco, estaba harta de llevarla; no había papeleras y no quería tirarla a un suelo donde no había ni una.
Aun la seguía. No sabía salir. Cada vez veía más arriesgado pedir ayuda a los escasos viandantes, los creía conchabados con su perseguidor. Se notaba próxima al ataque de nervios. Quiso despistarlo tomando cuantos desvíos encontró a la derecha, por donde pensaba que estaba la zona moderna. No sirvió de nada, al cabo de varios desvíos se encontró de cara con él; ella más histérica; él más sonriente.
No quería entregarse. Huyó a la carrera; otro callejón sin salida, el terror estaba a punto de inmovilizarla; GIRÓ bruscamente, tropezó, rompió la sandalia y cayó. Lloró, sus músculos habían claudicado y se negaban a sostenerla; sintió como se orinaba. No podía más. Había capituló. No le importaba que le robara, que la violara o que la asesinara. Ya le daba lo mismo. Vio como el moro, se aproximaba y mostraba su podrida sonrisa.
Salvaría, al menos, su integridad física: le entregaría el dinero, quiso sacarlo del bolsillo trasero, notó que aún llevaba el bote. Le estorbaba. Como un último y simbólico gesto para reafirmar su dignidad se lo lanzó. Cayó poco más allá de donde yacía. Su perseguidor se acercó más. Ella cerró los ojos ante la inminente agresión y, al no sentir nada, los abrió y vio como el acosador recogía el bote del refresco y después de aplastarlo lo introducía en la redecilla que llevaba a la espalda con un gran número de ellos.
«¡Solo quería la lata!», pensó Sonia.
– Gracias señorita ¿Quiere que la ayude a levantarse? —le dijo en un castellano sazonado por el acento marroquí.
Ante de negación de ella, el muchacho se alejó sin perder la sonrisa.
Al día siguiente nadie del grupo se explicó la conducta de la rara de Sonia, la que la tarde anterior se había ido sola al zoco; y que esa mañana, cuando Daniel empezó a contarles otra espeluznante historia sobre el robo, violación y asesinato de una turista en el zoco de aquella ciudad, sin mediar palabra, lo había abofeteado.
Alberto Giménez Prieto