El maltrato infantil, una vergonzosa realidad
Ve su rostro entre el amasijo de oxidados recuerdos, pero no puede ser real. Hace mucho tiempo que ese niño murió, él mismo lo vio morir entre palabras borrosas en papel húmedo y una madurez verde y forzada.
Aun así vuelve, sentado en ese vagón fantasma, viajando en cada una de sus pesadillas. No puede arrancar de dentro de sí ese rostro callado. Siempre impávido y mudo, un invierno de dolor tras una inexpresividad latente. Le mira con sus labios sellados, pero sus ojos hablan por ambos. Ni siquiera le deja escribir, inunda sus sentidos de lágrimas. Su tímida mirada es la más triste que jamás vio, reflejos de impotencia contenida, sueños rotos delante de su apocada mirada. Sus espaldas son demasiado pequeñas para tanto peso. Ningun niño jamás debería ser otra cosa que no fuese un niño.
Su relato es una triste historia de sueños ahogados, de la pérdida asumida, de la ternura esperada, de la caricia ausente, del ansiado canto de una madre. De la inventada sonrisa de un padre. La inexpresión de su rostro ha asumido todo el dolor que un alma puede arrastrar. Resignación, aceptación, tal es su abandono que ni siquiera quitarse la vida es un consuelo. Desde la soledad de su mundo mantiene sus brazos caídos, teme cualquier postura que hable por él. El oscuro y doloroso silencio es su cómplice más leal. Un mundo sin oídos que puedan escuchar su lamento callado. No hay nada más triste que vivir con padres biológicos y sin embargo sentirse huérfano.
Pero siente tanta lastima por él que insiste en preguntarle con toda la ternura de que es capaz. Quiere conocer su dolor para ver si puede aliviar su carga y acariciar su alma. Y entonces comienza a hablarle con más sentido que cualquier adulto.
–¿Por qué?– Es lo primero que dice– ¿Porque pisoteaste mi sueños, golpeando mi pequeño cuerpo? ¿Para qué necesitabas ver mi dolor o mi llanto? Mis hermanos y yo nacimos queriéndote, ni siquiera necesitabas hacer nada. ¿Para qué fustigaste nuestros tiernos cuerpos y nuestra alma? Ni siquiera entendíamos los enrevesados códigos adultos como para saber porque nos pegabas hasta sangrar. Eso no nos iba a hacer mejores personas, ya lo éramos, solo ibas a conseguir dolor y que nos odiásemos a nosotros mismos porque quien debía querernos no lo hacía.
El terapeuta le despertó. Ese niño eres tú, dijo él. Sigue encerrado en tu inconsciente. Ese niño sigue ahí sufriendo. Es injusto que lo dejes ahí solo en la oscuridad de tus infiernos. Debes liberar su alma, adoptarlo y darle un hogar
Comenzó a entender porque cada vez que oía ciertas palabras detonaban en él un dolor sin límites, ese tipo de dolor que se siente cuando el daño te lo hacen los que quieres, los que debían quererte sobre todas las cosas. Entendió porque es que cada vez que veía el cuero, sentía lo que una violenta correa puede hacer en un tierno cuerpo, el sonido tras la puerta se clavó en su alma. Aquellos gritos jamás podría borrarlos de su alma. Ni siquiera sus heridas eran tan dolorosas, como sentir el dolor de sus hermanos.
Ningún niño merece una infancia así. Creció con pegajosos hilos invisibles que no le dejaron avanzar. Algo le agarraba desde las espaldas para que no pudiera moverse. Una sucia mano se ponía ante sus ojos para que no viese el camino. Una callada angustia le tapaba la boca para que no emitiera sonido alguno, algo le paralizaba hasta casi no querer vivir. Al crecer le empujó a beber para matar los recuerdos que nunca mueren y se ríen de él al ver morir las neuronas equivocadas. Las hebras que enredan su mente le impiden amar ni sentir el amor de otros.
Siempre deseó que aquel hombre a quien su madre se empeñó en enseñarle a querer, le quisiera al menos como ella a su manera lo hizo, eso ya le valía. Pero al ver como aquel hombre rompía de un solo golpe sus tímpanos en una de tantas palizas, se lo hacían tremendamente difícil.
El terapeuta insiste y le sumerge de nuevo en una regresión más. Su única idea es sanar su inconsciente, donde anda encerrado su dolor. Conecta con ese mundo interior y le obliga a entrar en aquellos lugares que habían estado cerrados, donde no recuerda lo que ocurrió. Es un pasillo oscuro, ahora todas las puertas están abiertas, pero el miedo se apodera de él y no quiere mirar que hay dentro.
La terapia de regresión parecía funcionar porque entonces comenzó a recordar. Se asomó a una de aquellas puertas y deseo no haberlo hecho, su hermano pequeño sangraba tras una secuencia de correazos y con la más tenebrosa de las imágenes, atisbo una sonrisa en aquel rostro casi desconocido. Entonces recordó haberlo visto en sus pesadillas. ¿Qué clase de dolor debía sentir el día que murió?
En otra puerta de aquel pasillo su padre está convulsionando tirado en el suelo echando espuma por la boca y aquel niño estaba sobre él colocándole una cuchara de madera en la boca para que no se partiera la lengua en dos. Luego corre hasta su hermana que se balancea casi inconsciente sobre un sillón con la mirada perdida. Después corre hasta su madre que parecía poseída, convulsionando con la fuerza de un demonio dentro de ella. El niño se tira encima para evitar que se hiciese daño. Vecinos miran impasibles la escena, a aquel pobre muchacho ya le habían destrozado la vida mucho antes. Nació en el miedo y desde el vientre conocía bien las peleas y palizas consentidas por una cultura machista. El sonido del dolor y de su llanto después de cada paliza se quedó con él para siempre. Nació con la necesidad de interpretar el aire, saber si ese día habría pelea, si olía a desdicha, a dolor de corazón. Nacieron sus hermanos y aunque se alegró de no estar tan solo en el mundo, sufrió más aún si cabe al saber que ahora las palizas se repartirían con los recién llegados.
Fueron creciendo con la absurda idea de que la vida era aquello. Creyendo que serían eternamente niños indefensos. La sombra de sus emociones se quedó allí intentando esconderse de su presencia, rehuyendo su mirada, pero era tarde, el hierro candente de su voz había marcado con fuego aquellos pequeños cuerpos, dejando una horrenda cicatriz en sus almas.
Después de muchos años miraba aquella figura pequeña y encorvada. Donde debía haber admiración, seguridad, solo quedaba… nada. Le pregunto: ¿Puede un hombre hacerse solo?
Para entonces la senilidad de la vejez ya estaba haciendo estragos en su mente, así que su evasivos recuerdos se obstinaban en recordar solo a su madre. Entonces descubrió la verdadera impotencia e ironía del destino, cuando tuvo las fuerzas para preguntar, su mente ya no podía darle la respuesta, ¿porque lo hiciste? Y entonces odio al mundo entero, se odio a si mismo, quiso morir allí delante de él. Esperar tanto para no hallar respuesta.
Cada día se detectan de media 37 casos de niños posibles víctimas de maltrato familiar en España. Maltratar a un niño es marcar con una huella de tristeza casi imborrable toda su vida.
Manuel salcedo Galvez