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Bellos recuerdos; creo que los mejores de mi vida.

Adolescente feliz, con mil ilusiones, lo esperaba todo de la vida.

 

Mi memoria tiene gravada aquellos tiempos de candidez, ingenuidad,  pureza, incluso de simplicidad;  creía en mi pujanza,  mi fantasía no tenia límites,  tenía en definitiva buena voluntad y mucha fe.  Fue a finales del mes de Mayo: el campo lucía esplendoroso, flores por doquier…  margaritas, amapolas, lirios y varitas de San José, así llamábamos a los narcisos tan blancos y de  perfume exquisito.  Los colores  tan bonitos de las flores extendían una alfombra  por todas partes donde yo dirigía mi mirada. Siempre fui una gran soñadora, recuerdo las palabras de mi madre… – ¡ay, nena! – me decía, – siempre estas divagando, siempre soñando, pero la vida no es del color que  tu la ves;  hay lugares sin flores, oscuros y llenos de recovecos que no llaman precisamente a la felicidad, ten eso en cuenta hija mía.   Aquella tarde fue de lo más hermoso; estábamos en el pinar, las dos  Paquitas, Maria, y Tere, ellas eran mis mejores amigas, mis tres hermanas, amen de nuestra profesora Conchita. Cantábamos y reíamos sin parar, una de ellas que era realmente una payasa contaba chistes tontos que me hacían mucha gracia. El paisaje era realmente muy bello; pinos, eucaliptos,  encinas y un sin fin de otras especies; palomas torcaces con sus arrullos, sus collares tan coloridos como el arco iris, su plumaje tan lindo… pájaros que  nos acompañaban con sus alegres trinos. Desde lo alto se veía el río, las adelfas de colores blancas y rosa en sus orillas, dando al conjunto un exuberante esplendor.  

De pronto, a alguien se le ocurrió una gran idea: -¡Señorita! – dijo, -¿porqué no nos bañamos? -¿Cómo bañaros? – contestó nuestra profesora, – ¡Estás loca!  ¿Bañaros? ¡No traéis bañador!  ¿Pretendéis quedaros  desnudas?  No, ni pensarlo, no lo permitiré. –  A la idea de Tere  se unieron Paquita, María  y yo misma,  respondiendo: – ¿Porqué no?,  Nadie nos puede ver, además, no estaremos totalmente destapadas, podemos dejarnos la ropa interior. – ¡estáis tocadas!, – decía la señorita a regañadientes,  – si se enteran vuestros padres yo me llevaré la regañína.  – No se enterarán, por favor señorita, (así llamábamos a nuestra profesora)  – deje que nos metamos en el río, ¡por favor!, hace tanto calor…  Había un recodo escondido donde el agua al chocar contra los peñascos daba la impresión agradable de un gran estruendo y a la vez suave tintineo, entre arbustos, helechos, gayombas, juncos,  hierbabuena, matagallos,  poleo  y culantrillo.  A aquel trozo del río le llamaban los lugareños “los canjilones” y no era porque hubiera un molino o noria cerca; nunca supe porque le llamaban así.

Mientras bajábamos por estrechas veredillas, a veces ayudándonos agarradas a los matorrales, desde aquel lugar estratégico podíamos ver parte de las tierras de secano a menudo sembradas de trigo, cebada o garbanzos.  Finalmente conseguimos llegar hasta el torrente atronador, como dije, existían  unos rápidos muy sonoros debido a la fuerte corriente del caudaloso río que se estrellaba con las enormes piedras,  mezclándose con los silbidos del viento que regularmente azotaba con bastante fuerza.  Llegaban hasta nosotras algunos cantares de  gañanes mientras se ocupaban de las faenas del campo,  arreando a los mulos en la era, y de los segadores que en plena campaña de siega sudaban a plena  luz del sol.  Ese trozo del río  quedaba en una umbría donde apenas se filtraban los rayos del sol, en una garganta estrecha, los pinos y otros árboles crecían  en la falda de la montaña verdaderamente angosta, parecía como milagroso que entre tanto risco pudiera echar raíces la espesa arboleda.   Desde aquel lugar se divisaba la boca del túnel más cercana a la estación de ferrocarril; la montaña donde había sido horadado el túnel era de  roca viva, farallones impresionantes de altivo granito. Alrededor y por encima de la entrada se veía una franja negra como el azabache,    propio del humo de las máquinas de vapor; la combustión era en aquel tiempo de carbón de hulla mineral; hasta aquel negror me parecía hermosísimo y romántico por el contraste con el resto del paisaje.    

Por cierto, los susodichos canjilones tenían una leyenda, no se si inventada o no: aseguraban los campesinos que habían visto una serpiente enorme y por las dimensiones que le achacaban, más bien podría tratarse de una anaconda. (Mi padre nos decía que era imposible; no existían por aquellos parajes serpientes grandes), Había culebras de río y de campo que apenas llegaban a un  metro de longitud.  A pesar de ello todas teníamos un poco de miedo, sobre todo “la señorita” por la responsabilidad que suponía llevar a tan traviesas criaturas a sitio tan escabroso.

A regañadientes y con su mirada siempre atenta, nos permitió quitarnos los ligeros vestidos de verano y descalzas metimos los pies en el agua; poco a poco nos sumergimos totalmente en la fuerte corriente,  cogidas a las piedras que sobresalían; era una delicia sentir el masaje que el ímpetu del agua ejercía sobre  nuestros cuerpos, por lo que no todas las chicas se atrevieron a baño tan refrescante. Entre risas y exclamaciones, animábamos a las otras más miedosas a sentir el placer de aquel momento, pero algo pasó de improviso que nos hizo callar súbitamente; la señorita oyó un ruido entre los matorrales cercanos a la orilla; casi en un grito y pálida de miedo nos advirtió del peligro, entonces si, nos invadió el terror; pensábamos, – ¿Será el monstruo enorme que viene hacia nosotras? – Momentos de estupefacción; salimos rápidamente del agua mientras Conchita y las demás chicas nos alargaban nuestra ropa a toda prisa. El silencio era total; mirábamos hacia todos lados y en nuestros ojos se veía una interrogante, ¿qué podía ser?; no se movía ni una hoja entre la maleza, solo la producida por el suave viento; calladitas y al acecho esperamos un ratito para averiguar quién o qué se ocultaba en aquellos andurriales.  Ya más calmadas tiramos piedras y ahí se descubrió la temible serpiente, ¡sorpresa!… era un muchacho del pueblo que  atisbaba esperando ver algo nunca visto por él. Con voz entrecortada decía: – ¡Por favor no tiréis más piedras, me vais a descalabrar!  – La señorita le acusó de mirón y mal educado, él se defendía diciendo: – no soy yo quien se desnuda sino las niñas; yo estaba aquí cuando llegasteis. – Eso se avisa, un buen chico hubiera anunciado su presencia.   Finalmente salió corriendo y nosotras estupefactas nos quedamos con dos palmos de narices.

       Calladitas y temiendo la regañina, chorreando, no nos dejó nuestra maestra ni siquiera orearnos al sol; cariacontecidas  emprendimos la caminata de regreso a la estación; ya no había risas ni  chistes solo el pesar de haber sido sorprendidas en ropas menores, que por cierto eran mucho más recatadas que las que hoy en día se ven por esas playas o incluso en la calle. Hubo muchos comentarios entre las gentes del lugar; le servimos de chanza a muchos y decían  – “quien quiera ver cosas fabulosas que se valla a los canjilones” – cuando los dichos eran a nosotras directamente nos defendíamos diciendo: “más sufre el que ve que el que enseña” y mucho más, si el mirón se esconde cobardemente entre los matorrales. Los castigos de nuestros padres fueron leves, afortunadamente todo pasó y se reían de la cómica circunstancia; la señorita dio las explicaciones pertinentes, no existiendo en ningún momento peligro alguno por estar la situación controlada por ella  y al final se tomó como una fechoría propia   de la adolescencia; yo os aseguro que a pesar de las peripecias, siempre me alegré de ser tan lanzada o atrevida, y más de una chica del pueblo empezó a bañarse en los famosos canjilones, eso sí, con anticuados bañadores, porque los trajes de baño de entonces más parecían vestidos que otra cosa.    

 A los pocos días se nos había olvidado el episodio y volvimos a reanudar los paseos en el pinar,  siempre llevábamos nuestro traje de baño junto a la merendola por si se nos ocurría un baño tan rico como aquel  improvisado.                            Es triste pensar que aquél lugar ya no existe, hoy cubierto por el agua de un pantano, abastece de tan precioso don de la naturaleza a gran cantidad de pueblos y alguna que otra ciudad. Pero sí que existe en mi mente; en mis sueños, veo perfectamente cada arroyo, cada peñasco, cada árbol, cada recodo, cada flor, cada rincón por muy escondido que estuviere, y mi dicha no tiene fin al comprobar despierta, que el sueño fue realidad y que aquél trozo de tierra sigue latente en mi alma, sigue viva en mi corazón y sobre todo, en mi memoria, pienso, hasta mi muerte.

Marisi Moreau       

0 thoughts on “ADOLESCENCIA

  1. Precioso relato, amiga Marisi, y muy bien escrito, con una gran riqueza de vocabulario y gracia al contarnos la “travesura” y la aparición de la “anaconda” en forma de muchacho del pueblo.

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