Las paredes del infierno
La rutina dentro de su reclusión comenzó con unos bruscos golpes sobre la puerta de la habitación que anunciaban la cena a las siete de la tarde, menos a Isidra que la alimentaban en la habitación, todas… bueno casi todas formaban hileras, otras… círculos sin ningún sentido de la orientación hacia el gran comedor que a Rosana se le antojaba carcelario. Una vez que la madre superiora bendijo los alimentos, las internas encargadas de repartirlos comenzaron a dejar caer el cazo lleno de un puré difícil de describir sobre los cuencos. Rosana sintió un duro rodillazo sobre la espalda al llegar su porción, retorcida de dolor miró hacia atrás y vio a una “reclusa” alta muy delgada con el pelo casi rapado, los grises dientes que le quedaban estaban condenados por el tabaco y la mirada llena de un odio que no parecía de este mundo. Masticaba algo que le dejaba una espuma ocrácea en las comisuras de la boca. Dejó caer el cazo y tras él un escupitajo espeso y amarillento, que provocó arcadas hasta a la más dura. Rosana seguía encogida por el dolor en la espalda.
–Eres la nueva suicida del pabellón “A” ¿verdad? –Dijo la endemoniada agresora– no te preocupes con nuestra ayuda aquí lo conseguirás.
Cristina sentada a su lado intento aliviar su dolor frotándole la espalda.
–No te gires ni a mirarla –dijo Cristina en voz baja– esta es de la que te hablé y es la más peligrosa la llaman Gertru. Debes comerte la comida sino las hermanas lo interpretaran como una insubordinación y te dejaran una semana en la habitación de las uñas rotas.
Gertru era una bestia de mujer parecía un talador de árboles, la genética le había dispensado una sobredosis de testosterona que la convertía en todo menos en femenina. El modus operandi de aquellas psicópatas era provocar a las demás, sobre todo sentían cierto morbo con las nuevas, provocarlas hasta que estas perdieran los estribos y eso las convirtiese en perfectas candidatas a como mínimo desagradables sesiones de electroshock algunas lobotomizadas y lo que es peor un alto número de suicidios. Si no fuese por el grave trastorno mental, cualquiera diría que recibían comisión por cada lobotomía o suicidio.
Todo esto había sucedido durante años y desde luego comenzaba a supurar, aunque las autoridades no parecían importarles. Fuera de aquellas paredes el mundo moderno crecía al margen de aquella realidad. Las cifras de mortandad que rodeaban el centro la pusieron a la palestra y se iniciaban investigaciones que tarde o temprano topaban con impedimentos influyentes como si contasen con algún protector poderoso.
Sin embargo llega el día que hasta los sabios pierden el norte aunque solo sea por un instante. Y ese día la rebelde que había dentro de Rosana y que intentó acallar durante días, andaba suelta. De modo que cuando llegó el momento de recibir su golpe diario sobre los hematomas de su espalda, se giró y agarrando el brazo en el que el monstruo esquizofrénico llevaba el cazo, lo estiró y tendió bruscamente sobre la mesa y con la otra mano cogió con fuerza el tenedor y se lo clavó limpiamente sobre el dorso de la mano. El grito parecía casi demoniaco y el asqueroso puré llegó a todas partes. Un par de celadores corrieron a sujetarla y llevarla a enfermería y a Rosana a pesar de tener la apariencia de una tranquilidad preocupante la amordazaron y la sedaron.
Pasaron algunas horas hasta que comenzó a tener conciencia de donde estaba. Al principio todo borroso y sentía un fuerte dolor de cabeza. Poco a poco se fue definiendo un habitáculo en el que a duras penas cabía aquel enclenque camastro. Las paredes carecían de pintura y solo quedaba una argamasa que poco cubría ya la piedra. El olor era nauseabundo allí no habían entrado a limpiar en siglos. Se dio cuenta que lo que había sobre las paredes haciendo espirales a cuatro dedos eran excrementos. Ella tenía unas correas en manos y pies que la inmovilizaban, entonces supo dónde estaba, tenía tan cerca la pared que pudo ver como fruto de la desesperación de enfermas allí aisladas, habían entre surcos de la pared trozos de uñas humanas tras rastros de sangre seca. Del techo colgaban clapas de antiguas pinturas a punto de caer. Entonces oyó el cerrojo y tras la puerta de hierro apareció el Doctor Ferrán, se dio la vuelta y cerró la puerta quedándose durante unos segundos que le parecieron eternos de espaldas a ella.
–Vaya, –suspiró el doctor– veo que eres una niña mala –empezó a tutearla y ella sintió un escalofrió–, ya te advertí que debías colaborar. ¿Qué voy a hacer contigo?
El doctor se quitó las gafas y tiró del nudo de la corbata que le oprimía en un gesto ocioso y Rosana pudo ver en sus ojos un brillo que ya había visto antes en hombres a los que les excita abusar de su posición de poder.
–¿Sabes lo que hacemos aquí con las que desobedecen? –El doctor hablaba tan pausadamente que parecía contar las palabras, pero lo único que estaba consiguiendo era asustarla–, te seré sincero, no me gusta lobotomizar a chicas tan bonitas como tú.
Se acercó a la cama y puso su mano asquerosamente suave sobre su rodilla, la miraba a los ojos mientras iba deslizando su mano hacia el interior de sus muslos y ella comenzó a agitarse con la poca maniobra que le dejaban las mordazas y entonces comenzó a gritar.
–Ssss… –siseo el doctor al tiempo que le tapaba la boca– si te portas bien conmigo no tendré que…
En ese momento sonaron unos bruscos golpes en la puerta.
–¿Quién es? –Gritó enojado el doctor– dije que no me molestasen.
–Es urgente –se le oyó decir a la voz tras la puerta– las pacientes han iniciado una gran pelea en el comedor.
El doctor apretó los dientes de rabia pero se contuvo.
–No te preocupes guapa, volveré y terminaremos nuestra conversación.
Al abrir la puerta la hermana Gloria le dedicó al doctor una mirada de odio casi inapropiada para una religiosa, miró hacia el interior y alcanzó a ver una lagrima resbalar por el rostro de Rosana, entró y le bajó el camisón tapando sus piernas desnudas.
–Tranquila niña –a Rosana le pareció las palabras más amables que había oído jamás– todo a pasado, te llevaré a tu habitación.
Mientras soltaba las correas Rosana la miraba con los ojos inundados y cuando la soltó se abrazó a ella, no recordaba cuando recibió el último abrazo pero no le importó, más bien se sorprendió a si misma al ver cómo había abandonado a aquella rebelde que no quería a nadie.
Escenas como estas se repitieron durante años en Sanatorios mentales de nuestro país, cuando las personas discapacitadas con enfermedades mentales, sufrían como reclusos en una prisión ocultos del mundo. Esta pequeña historia va por ellos y por la conciencia colectiva actual sobre nuestros discapacitados, que siguen mereciendo nuestro respeto y admiración por sus ejemplos de superación.
Manuel Salcedo Galvez