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Carlos Benítez Villodres

 

 

Recuerdo una leyenda árabe en la que se narra que, por su afán de conocimiento, el joven Abdallah Al Hamidin recorrió aldeas y ciudades de la región del Creciente Fértil. Conversaba con la gente, observaba la naturaleza y siempre estaba atento a lo que acontecía a su alrededor. Un día pasó por un cementerio y se detuvo a rezar ante las tumbas por la paz de las almas de aquellos que allí fueron enterrados. Mientras oraba, le llamó poderosamente la atención las inscripciones de las lápidas: Fawzia Alkhamesi -vivió 5 años y 25 días-; Saleh Habib -vivió 11 años y 16 días-; Mohammed Al Thabiti -vivió 8 años y seis meses-; etc., etc.

Sumamente intrigado se acercó al primer sepulturero que vio para preguntarle si ese era un cementerio de niños y qué había sucedido para que murieran tan jovencitos. Ante estas preguntas de Al Hamidin el hombre le respondió: “No son niños los que están muertos y enterrados aquí. En esta aldea tenemos la costumbre de hacer un balance del tiempo negativo y positivo, es decir, del tiempo de infelicidad y de dicha vivida por cada persona. Se anota uno y otro y la diferencia, al fallecer, es el tiempo que se considera que vivieron de forma positiva, que fueron felices”.

Los allí sepultados vivieron casi toda su existencia sin saber que la vida es hermosa, que el mundo también lo es, que el ser humano, que lo habita, encierra en su intelecto un universo de posibilidades reales que, si se preocupa de descubrir y de valorar, será consciente de lo extraordinaria que es esta capacidad que lo caracteriza. La vida debe ser una lucha diaria para prescindir de lo innecesario y erradicar de cada uno lo nocivo. La lucha es ardua, inconmutable, pero si en cualquier hombre las victorias predominan, con creces, sobre las derrotas, gracias al amor que engendra y comparte, y si persevera en su valía interior y la acrecienta constantemente, puede acceder a un mundo impensado, inconcebible, a ese mundo que la mayoría de los humanos desea, pero que solo se queda en eso: en deseo. “Yo amo a toda la gente, manifiesta Gibrán J. Gibrán. Le amo mucho. Según mi criterio, la humanidad se divide en tres partes: la que maldice la vida, la que la bendice y la que medita en ella. Amo al primer grupo por su desdicha, al segundo, por su tolerancia, y al tercero…, por sus razonamientos”. ¡Cuánta luz encierran estas palabras! ¡Qué cierto es que quien se olvida de amar…, se olvida de vivir!

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