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   El centro geográfico de Palma es la Plaza de Cort, allí frente al ayuntamiento empiezan a contar los kilómetros de las carreteras que cruzan toda la isla. Aquí pues nos situamos para circunvalar la plaza, recorriendo una a una las tiendas que la componen.

   A la izquierda de dicho ayuntamiento, con su famoso banco, solo ocupado habitualmente por ociosos jubilados, y , actualmente a menudo por turistas de lejanos países,tenemos la antigua diputación, hoy Consell Insular.

   Cruzamos la calle, y en los bajos de la casa Coll-San Simón se halla la farmacia Terrassa. A continuación, la librería Roig, almacenes Bauzà, especialistas en uniformes.

Colmado Parisien, solo para gourmets, cuyas especialidades eran el caviar ruso o jabalí relleno, entre otras.

   Ya en la esquina de la bajada de la Cuesta del Rosario, Casa Corbella, edificio modernista, creemos que obra del arquitecto Rubió y dedicado a droguería.

Vemos al frente, aunque ya no pertenece propiamente a la plaza sino haciendo esquina con la cuesta del Pas den Quint, Rovira, donde los bolsos de los que ya hablamos anteriormente.

   En la esquina de enfrente, la farmacia Rover, al lado Buades, conocido por “ el de las ollas”, ya que la gran tienda, con aparadores y salida en la Calle de’s Panés, estaba totalmente dedicada a menaje de cocina, baterías, vajillas, artículos de limpieza etc…

   Seguía una pequeña droguería especializada en pinturas y barnices, Ca’n Boscana. Y a continuación , en un suntuoso edificio y en cuya primera planta se encontraba la mejor peluquería de señoras, “peluquería guardia”, solo para la “creme” de la sociedad mallorquina. Las clientas eran las esposas de los altos mandos militares, algunas damas de la alta sociedad, e incluso de algún nuevo rico del extraperlo de la posguerra, ya que aún faltaban muchos años para los “grandes negocios” del turismo. Cortes y peinados “made in Guardia”, que intentaban copiar las peluqueras de barrio y aún alguna hacendosa ama de casa.

    Después encontramos la librería Tous, empresario del teatro Lírico,  y el periódico Ultima hora, entre otras cosas. No desmerecía del edificio siguiente, donde nos encontramos con otro Buades, hermano del anterior, propietario de una magnífica tienda de muebles de complemento con arquillas, pequeñas mesitas tarazeadas, cuadros, espejos, porcelanas, artículos todos aptos para regalos de bodas, homenajes, agradecimientos. Era un placer contemplar las maravillas de sus escaparates.

   Modestamente, al lado, en los bajos de la finca de los señores Oliver, la Casa Singer, en la que una serie de máquinas de coser estaban ocupadas por señoras y señoritas que aprendían a coser y bordar en las máquinas que habían adquirido anteriormente o que pensaban adquirir.

   Haciendo esquina con Colón, una sombría tienda  amontonaba maletas, maletines, carteras y creo que también tijeras, estuches de acero… a decir verdad no estuve nunca en dicha tienda, no presentaba ningún atractivo que llamase su atención hacias sus escaparates.

A mis diez u once años yo estaba fascinada por dos escaparates: uno de ellos el de la imprenta politécnica de la calle Troncoso y la de la librería Ferrer de la calle Jaime II. En ambos se veían muñecas recortables en láminas, con media docena de vestidos, complementos etc… Papá me compraba y me recortaba y pegaba la muñeca en un cartón para que quedara más sólida… Llegué a tener dos cajas de zapatos llenas de ellas. En ambas tiendas también abundaban las calcomanías, figuritas, cuentos, todo un paraíso de papel.

   Los escaparates de las tiendas tenían gran importancia y los vendedores los cambiaban a menudo con las últimas novedades y lo más atrayente posible, ya que una de las opciones, especialmente de la chicas, era mirar escaparates sin la más mínima intención de comprar nada, ya que en nuestros bolsillos a lo sumo había alguna peseta y un puñadito de calderilla, que solo daba para comprar un cucurucho de castañas asadas a la castañera de la esquina de ca’n Corbella en invierno o un corte de “frigo” en verano. Y aún esto no sucedía todos los días, pero soñar no cuesta nada, y mirábamos embelesadas los jerseys de angora (angora de verdad, no langorina que se inventaron más tarde y que dejaba pelos por todas partes, como los gatos).

    Uno de los aparadores más fascinantes era de “Marita”, una tienda de la calle de San Nicolás, cuyos jerseys nos tenían alucinadas. Incluso llegamos a la osadía, con una amiguita mía, de entrar a probarnos dos jerseys, sin la más mínima experanza de adquirirlos, ya que su precio ( 100 pts) ,hubiera escandalizado a la más complaciente de nuestras madres. Un dineral. Pero era divertido contemplar incluso los muebles de Buades, alguna hacía el comentario de que al casarse, aunque ni siquiera tenía novio, pondría en su casa tal o cual objeto. Repetimos: soñar no cuesta nada.

   Algo más asequible a nuestros bolsillos era “el duro”, almacenes de la calle del Rosario en que como su nombre indica, casi todo costaba cinco pesetas. Allí sí que adquiríamos los regalos para el santo de familiares y amigas: un frasco de colonia “Galatea”, un collar de “·perlas”, una figurita de porcelana y mil cosas más que hacían la felicidad de nuestras amigas y la nuestra propia.

   Y para recorrer la última manzana de la Plaza de Cort, en los bajos de Casa Barceló estaba el distinguido Café Colón , ya desaparecido hace muchísimos años. Y ya en la calle Cadena, entonces más estrecha ya que una edificación cerraba la vista hacia la Plaza de Santa Eulalia. La calle Cadena debe su nombre a que era la entrada al Call judío, y por las noches una gruesa cadena de hierro cerraba dicha calle para aislar la entrada al dicho call. En esta corta calle, enfrentadas la ya mencionada Palacio del Calzado y la imprenta y papelería Mir, la suministradora del material propio de  la sección de obras de la Diputación Provincial: papel Osalit, tinta, vitelas etc… También trabajos de impresión… Sus escaparates abundaban en estampas, recordatorios de primera comunión y, al ponerse de moda los christmas, se llenaban de los más preciosos de la ciudad.

   Enfrente se hallaba la librería Amengual y Muntaner, editorial del periódico La Almudaina, cuyos talleres, no muy lejos, se hallaban en la calle Santo Cristo, junto a la iglesia de Santa Eulalia. continuará

 

Catalina Jiménez Salvá

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