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Me ha venido a la memoria la añoranza de un recuerdo; de esos que te suben en un pálpito el corazón a la garganta y tienes que sacar de algún rincón de por ahí dentro ese suspiro socorrido que devuelve el sosiego a tu cerebro, y de alguna manera afloja el alma de parte de su peso.

        Y la memoria, mi memoria, ha encontrado una estampa familiar de hace ya un tiempo, en donde seis chiquillos y una Yorksay consentida y cascarrabias, jugaban al pie de un gran abeto azul, cerca de la verja de entrada cubierta por un rosal de rosas amarillas que, fiel a su cita con la primavera, se vestía de flores de pétalos frescos y cáliz jugoso, arropando las ramas largo tiempo vacías de vida con unas hojas cinabrio y verde esmeralda, fruto del milagro de la madre naturaleza, y del abono de excrementos de cabra que la jardinera traía en sacos hasta el hogar.

        Y es que nadie como ella para sembrar en temporada, los tulipanes más bellos, los pensamientos más alegres, y los ciclámenes más fascinantes, que sobresalían entre la alfombra de nieve que dejaba el invierno, salpicándola de hojas prietas de intensos colores.

       Y nadie como ella para trashumar por ese mundo de ollas, sartenes y cacerolas, en donde los sentidos se perdían entre el aroma de la moscada, y el cosquilleo en la nariz de la cayena. Aspiro un momento, y por la mía parece colarse la fragancia de la canela, cómplice de tantos placeres dulces que de sus manos salieron. Aspiro de nuevo, huele bien, muy bien. Y mientras babeo en mi boca ese sabor y ese aroma, escucho ladrar hasta la desesperación, con ese ladrido estridente y chillón, a la Yorksay consentida y cascarrabias, que ignorada por su dueña se revuelve en cabriolas en un intento de llamar su atención, hasta que herida en su orgullo se aleja en busca del refugio para los momentos bajos, o para cuando su dueño en un subidón de adrenalina porque su equipo ha tenido otra tarde de gloria, lanza cohetes como un poseso en el jardín. Y allí sobre la alfombra, y bajo la pata central de la larga mesa, acababa hecha un ovillo.

       Y los niños juegan, y de ellos, uno que ya no es tan niño, se sienta al piano y toca a dos manos Claro Luna y Lía, con la dueña del jardín; la reina de los fogones.

       Apoyada en el quicio de la puerta contemplo la escena y rememoro su niñez. Ese crecer entre libros, clases de piano y juegos. Esa dulzura que destilaban sus ojos de nena, esa sonrisa que a todos enamoraba…

      Se vuelve, me mira y me sonríe, mientras comenta algo de que sus dedos ya no están en forma, pero no tengo oídos, solo tengo ojos y memoria para dejarme transportar a través de su mirada, y por el filo de su sonrisa, hasta la niña que fue…

     Y es que nadie como ella para sembrar en temporada los tulipanes más bellos.

      Y nadie como ella para trashumar por ese mundo de ollas y sartenes.

       La cayena y la canela perfumando la cocina. Los aperos de jardín esparcidos a la sombra del abeto. Los tulipanes más bellos asomando en el parterre…

      Y me ha venido a la memoria la añoranza de un recuerdo; de esos que te suben en un pálpito el corazón a la garganta…

      La Yorksay ha dejado de ladrar.

      Y nadie como tú, Tatín.

                                                                              Gudea de Lagash

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