Si los hombres callaran, las piedras hablarían

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Mauricio había cruzado ya el ecuador de su vida y sin embargo sentía que no había aprendido nada. Seguía siendo el mismo neófito. Se preguntaba a menudo que sentido tenía todo. Nada era como él creía que debía ser, todo era caótico y cuando se acercaba a alguien que parecía tener la sabiduría, tan solo le contestaba como todo el mundo: “la vida es así”. Una respuesta que le ardía y que parecía estar impresa a fuego en cada ser humano. A menudo se preguntaba, si su tristeza era debida a no querer reconocer que realmente esa frase encerraba una verdad. Así es la vida, así es.

Un día decidió que no iba a resignarse a creer esa verdad tan absoluta. Que la respuesta tenía que estar en algún lugar, tan solo no había buscado lo suficiente. Se preparó para un viaje, donde esperaba encontrar la verdadera respuesta. Durante años recorrió el mundo, desde oriente a occidente, desde los países norteños a los sureños, salto entre hemisferios, como si pensara que en uno de los dos, están con la cabeza hacia abajo y por eso quizás piensen diferente.

Después de muchos años volvió a casa. Su hogar estaba lleno de polvo y el tiempo había hecho mella en los materiales. Entonces se rindió, casi parecía una metáfora. Se dijo, efectivamente la vida es así. Hasta mi propia casa vive los estragos del tiempo y la vida. A lo largo y ancho del planeta todos le dijeron que la vida era así. Él también era más viejo y se sentía más viejo aún. Se sentó en el polvoriento porche de su casa sobre una hamaca quemada por el sol. Miraba el horizonte dejando perder su vista en un abismo de desconcierto. Al menos había intentado buscar la respuesta, la mayoría muere con la ceguera más perfecta.

–Me preguntaba de quien sería esta casa abandonada? –dijo la voz que lo sacó con un empujón de su ensimismamiento.

–Es mía y no está abandonada. –¿Quién eres tú? –le dijo a aquella niña que se le antojaba impertinente.

–Soy tu vecina, ¿ves aquella casita blanca? Allí vivo yo.

–Me parece muy bien, ¿puedes dejarme disfrutar de la puesta de sol en paz?– dijo él malhumorado.

–¡Que enfadado estás! Por cierto donde parece que miras no hay ninguna puesta de sol. Bueno pues me voy. Ah, y me llamo Vida, gruñón. Adiós.

Así se marchó la niña mientras saltaba y cantaba por el camino.

Por un momento pensó ¿porque lo niños parecen tan felices y cuando nos hacemos mayores nos volvemos tan tristes? Pero la pregunta se desvaneció como la puesta de sol que en realidad no había.

La niña no tardó en volver días más tarde mientras él hacía limpieza, y el polvo se mezclaba con su frustración.

–Hola, espero que hoy estés de mejor humor –Dijo Vida.

–Es curioso, realmente ahora creo que la vida es así, como todo el mundo dice. Es completamente destructiva y de repente te sorprende con coincidencias como esta.

–A que te refieres.

–Que haya dedicado años en la búsqueda de conocer que es la vida, y cuando llego, una niña que se llama vida no deja de venir a mi casa.

–Lo curioso es que los adultos vayáis tan lejos a buscar respuestas, cuanto todas están dentro de cada uno. Te preguntaste porque los niños son felices hasta que dejan de serlo. –Mauricio no recordaba haberlo dicho en voz alta–. Intentabas ver una puesta de sol, pero no mirabas realmente, ni siquiera te diste cuenta del olor a tierra mojada que desprendía la tierra que pisabas, has aceptado la respuesta de otros sin ver la que llevas dentro. La vida es así ¿verdad? Has terminado por ser otro adulto conformista. A que en ninguno de los lugares que has visitado, jamás fuiste a un centro psiquiátrico. Pues entonces no has visto nada.

Después de aquellas palabras que ningún adulto esperaría de un niño, Vida le dejó un regalo.

–Es un regalo para ti, ábrelo cuando me haya ido. Ah… por cierto, en los próximos días vas a recibir tres visitas. –Y así volvió a irse saltando y cantando por el camino.

Casi le daba miedo abrir aquella caja, después de cómo le habló aquella niña. Por fin se decidió. No sabía que podía esperar, pero desde luego no era lo que cualquiera esperaría. En la caja solo había una piedra. Vale, buena broma pensó.

La versión más incrédula de Mauricio seguía limpiando, pero no dejaba de pensar en la niña y se le antojó que lo había llamado cascarrabias con aquel símil de tres visitas, como el famoso cuento de Charles Dickens, en los fantasmas de las navidades pasadas. Mientras se debatía en absurdos alguien llamó a la puerta.

–Buenos días, ¿Señor Mauricio? –dijo una señora de mediana edad acompañada de una jovencita muy bella.

–Si soy yo.

–Ante todo le agradezco mucho que se haya ofrecido en el programa de inclusión social de nuestros pacientes. Le presento a Alicia.

–Encantado, –dijo Mauricio confuso, e intentando decir que todo aquello era un error. Pero aquella mujer no le dejó ni abrir la boca.

Mientras la señora se explayaba, contando los logros de su centro psiquiátrico, a Mauricio cada vez le intrigaba más lo que le podía ocurrir a aquella chica tan bella y amable, como si alguien enfermo no pudiera ser bello.

Pero la joven no tardó mucho en despejar sus dudas.

–Cuando era niña fui feliz, –dijo la joven paciente– pero cuando cumplí los 14 años todo empezó a cambiar, comencé a ver marcas, manchas y bultos alrededor de mi cara, que otros no veían. Mi nariz enorme y torcida, mis ojos pequeños y extraños. No podía dejar de mirarme al espejo para solo ver mi rostro deformado. Cuando cumplí 15 años dejé de ir al colegio, no soportaba que viesen mis deformidades. Restregaba mi piel para eliminar cualquier mancha hasta que se me rompía. Me aislé del mundo por completo. Nadie sabía lo que me ocurría, mi madre intentaba convencerme de que no tenía ninguna deformidad, se sentía inútil al no ser capaz de hacerme ver la realidad. Entonces caí muy profundo y ella tuvo que bañarme y darme de comer solo quería morir. –Mauricio no entendía nada al ver su rostro tan lindo–. Sufro de Trastorno Dismórfico Corporal (BDD). Es un desorden psiquiátrico de riesgo mayor, con una tasa de suicidio alta, discapacidad funcional y sufrimiento. Soy incapaz de ver la realidad sobre mi cuerpo. Y me ayuda contarlo para darme cuenta de que de alguna manera mi realidad equivocada la fabrico yo misma.

Antes de marcharse la joven le ofreció un regalo en agradecimiento a su paciencia. Las veía marcharse con la cajita en una mano y el desconcierto en la otra. ¿Qué había sido aquello? ¿Que quería contarle con aquella visita su vecina Vida?

Abrió la caja y ¿cómo no? Otra vulgar piedra.

CONTINUARÁ…

Manuel Salcedo Galvez

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