RELATOS Y POEMAS EN SOLEDAD

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          Soledad obligada. Soledad impuesta por las circunstancias que vivimos. Soledad triste, sin poder gozar de un relajante paseo por el parque. Soledad por no sentir la caricia del sol si no es asomándote tímidamente a tu ventana. Soledad por no sentir el calor de nadie: familia, amigos, vecinos… Soledad por culpa de un insignificante e invisible ser que se ha colado en nuestras vidas, como un huésped indeseable, adueñándose de todo y de todos. Soledad… ¿Hasta cuándo?

          ¡Pero, no! No nos daremos por vencidos. Al final del túnel más oscuro siempre hay una luz que nos anuncia que la oscuridad se acerca ya a su fin y una radiante claridad nos espera para iluminar de nuevo nuestro camino. ¡Ánimo y adelante!

          Mientras, distraigamos el tiempo leyendo, por ejemplo, estos sencillos relatos de amor y desamor que hoy he seleccionado para vosotros.

EL ABANICO

          Gris atardecer de lluvia en los cristales. Mi mente, tediosa y aburrida, vaga en la penumbra silenciosa del salón. Voy caminando a pasos lentos, perezosos, mientras el retumbar de la tormenta, que ruge intermitente, sobresalta mi espíritu impregnado de melancolía.

            Me asomo a la ventana y veo con tristeza a un perro vagabundo y solitario aullando lastimero. La calle se va llenando de charcos, urbanos lagos en miniatura. Arrecia la borrasca. Y la cortina de agua, que despiadada cae, y una espesa niebla, reflejo de la que inunda mi alma, casi me impiden distinguir el exterior.

            Abandono la ventana y reanudo mis pasos por el salón, ya casi a oscuras, y sin pensar, me detengo ante la antigua vitrina, tótem familiar de los recuerdos. A través de su límpido cristal contemplo los objetos que ella guarda. Son como ráfagas existentes de un pasado feliz, de pretéritos tiempos encerrados en el reducido espacio de sus cristales.

            Mis ojos se detienen con ternura en un viejo abanico de marfil. Y como en sueños, me siento transportada a la mágica noche junto al mar cuando tú y yo nos conocimos. Teníamos como fondo el rumor de las olas, marina serenata compuesta por notas de agua, y una luna brillante, faro cósmico que, cómplice de nuestro idilio, a ratos se ocultaba tras una nube encubridora. Y entre tú y yo, un abanico de marfil con rosas pintadas en su seda, que gentil me ofreciste.

            Vivimos noches de pasión junto a aquel mar de la costa africana, nuestro mar, mientras autóctonas palmeras lloraban sobre nosotros lágrimas de miel y el dulce sonar de chirimías sonaba en la distancia como un melancólico canto oriental… Y nosotros. Solo nosotros viviendo el uno para el otro, ajenos a un  mundo que no fuera el nuestro. Tu corazón en el mío. Tu alma en mi alma. Tu amor en mi amor. Y un futuro compartido de dichas y sueños.

            Pero otra noche, junto a ese  mismo mar, todo acabó  y aquellos sueños que habíamos forjado cayeron como cae un castillo de arena que deshace una ligera brisa. Y nuestras vidas, que trazamos paralelas, siguieron caminos divergentes para no encontrarse jamás.

            Hoy, que ya han transcurrido tantos años, solo me queda el abanico como testigo mudo de aquel amor fugaz perdido entre las sombras del pasado. Sus rosas ya están marchitas y desvaída la seda de sus varas como marchitas quedaron mis ilusiones.

            ¡Viejo abanico! Los dos fuimos felices en otro tiempo. Hoy, tan solo los recuerdos han quedado. Sigue tú silencioso en la vitrina y yo, envuelta en la penumbra del salón, escuchando la lluvia… seguiré resignada con mi vida, mientras acuden a mi mente los versos el poeta:

“¡Qué ganas de llorar

en esta tarde gris!”

Viejos recuerdos de un abanico

 de desteñidas rosas.

.

Tarde gris de monótona lluvia en los cristales.

Mi mente, tediosa y aburrida,

vaga en la penumbra silenciosa del salón.

Camino a pasos lentos, perezosos.

Y, sin pensar, sin querer, me detengo

ante la antigua vitrina

tótem familiar de los recuerdos.

A través de su límpido cristal

contemplo los objetos que ella guarda:

figuras, retratos, porcelanas…

Ráfagas de un pasado feliz,

de pretéritos tiempos.

Y mi alma se llena de añoranzas.

Mis ojos se detienen con ternura

en un viejo abanico de marfil.

Y como en un sueño, me siento transportada

por las alas del viento

a la mágica noche junto al mar

en que un lejano ayer te conocí.

Como fondo, el rumor de las olas

y la luz de una luna brillante

que, cómplice al romance,

a ratos se ocultaba

tras una nube encubridora.

Entre tú y yo, un abanico de seda

con bellas rosas en su tela pintadas,

que me diste gentil.

Fue el recuerdo de un amor fugaz,

perdido entre las sombras del pasado,

que el tiempo no logró nunca borrar.

Hoy miro con tristezas tus rosas desvaídas,

tus varas amarillas, tu seda ya marchita.

Viejo abanico.

Los dos fuimos felices otro tiempo.

Hoy tan solo nos quedan los recuerdos.

Sigue tú silencioso en la vitrina.

Y yo, envuelta en la penumbra del salón,

escuchando la lluvia,

seguiré resignada con mi vida.

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EL RELOJ

 

            Contemplo en esta tarde gris, como el ocaso de mi vida, el viejo reloj que acompañó tantas horas felices vividas a través de mi larga existencia, que ya va declinando como la tarde envuelta en sombras. Hoy el viejo reloj está callado, silencioso, mudo, en el rincón más oscuro de la sala. ¡Qué tristeza siento al verlo! Qué nostalgias acuden a mi mente al recordar que en épocas pretéritas él fue la alegría y el alma de mi casa. El corazón que latía, segundo a segundo, con ritmo acompasado, dándonos las horas, generoso, con aquel sonido firme y rotundo que parecía decir: Tranquilos; yo velo por vosotros, yo cuido vuestro tiempo. Era como el tótem de la casa, semejante a un gigante protector de todo cuanto habitaba bajo su techo.

          ¡Cómo sonaban sus fuertes campanadas el día en que yo nací! Con su repique  parecía anunciar que bajo su larga sombra paternal había venido al mundo un nuevo ser a quien, cual estático ángel de la guarda, se encargaría de cuidar y proteger para siempre.

          Y desde aquel instante, su péndulo, sincronizado al rimo de mi vida, marcó al ritmo de mis pasos su vaivén. Mis pasos, su tic-tac, caminaban al unísono por el largo sendero que el destino, envuelto en velos y siempre veleidoso, tenía trazado para mí.

          Las alegres Navidades que vivimos, siempre en su compañía, eran más entrañables y felices cuando, reunidos todos en torno al belén, escuchábamos expectantes dar sus doce campanadas, que en la noche bendita se oían más sonoras, anunciando emocionado un año más que todo un Dios había nacido de María. Era su manera jubilosa de unirse a nosotros para celebrar, como uno más de la familia, aquellas felices Navidades del pasado.

          ¡Qué alegre también era su voz el día que celebrábamos mi cumpleaños! Cuando puntual daba la hora exacta en que vine al mundo, su péndulo parecía bailar al ritmo de sus propias campanadas, que atiplaba cariñoso para desearme felicidad desde el fondo de su mecánica pero sensible alma de metal, orgulloso de compartir conmigo una fecha tan especial para mí como era el haber cumplido un año más.

          Y así fue pasando el tiempo para los dos, año tras año, y él, siempre unido a mí, también marcó mi despertar a unas nuevas sensaciones jamás sentidas, precursoras de un primer amor.

          Y ese primer amor, flor que nunca pierde su aroma, llegó una radiante mañana cuando, de improviso, apareciste en mi jardín. Tu mirada se cruzó con la mía y sin palabras, nuestras almas se hablaron con ese lenguaje silencioso y cómplice que sólo entienden los enamorados cuando, sin que ellos aún lo adviertan,  poseen el tesoro más envidiable del mundo: la juventud y la ilusión.

Nos miramos largamente y luego, al acercarte a  mí y tomar mis manos entre las tuyas, no supe qué corazón latía más fuerte. ¿Era el mío? ¿O era el de mi buen reloj que, por milagro de nuestro amor, su vieja máquina se había convertido de pronto en otro corazón?

          Aquellos fueron tiempos muy felices vividos por los tres. Nosotros, envueltos en  nuestro idilio, hilvanando sueños plenos de fantasías que en la ingenuidad de aquellos años pretendíamos convertir en realidades. Un mundo de esperanza se abría ante los dos paseando enlazados por el jardín cuajado de flores en aquella hermosa primavera.

          Y mientras, el reloj, dichoso al contemplarnos, contaba las mágicas horas vividas en nuestro edén de rosas que traviesas, al vernos tan felices, abrían y cerraban sus corolas al compás del tic-tac de aquel reloj.

          Mas…  la felicidad es tan efímera como la flor de un día y todo aquello ya pasó. Se alejó el tiempo feliz que antaño disfrutamos. Poco a poco todos, uno a uno, se fueron de mi vida. Seres queridos, ilusiones, poesías… En mi jardín, hoy yermo, las rosas se secaron… Y el día triste en que partiste tú, a mi viejo reloj, compañero fiel, de tanta pena… también se le partió su corazón.

Tic- tac de un viejo reloj

que acompañó las horas de mi vida.

 

Contemplo, en el ocaso de mis días,

el viejo reloj que acompañó

las horas más felices de mi vida.

Hoy está callado, silencioso, mudo,

en el rincón más oscuro de la sala.

Qué tristeza siento al verlo inerte

cuando, en tiempos ya lejanos,

fue la alegría y el alma de mi casa.

Cómo sonaban sus fuertes campanadas

el día de un estío en que nací.

Con ellas parecía ir anunciando

que bajo su larga sombra protectora

había venido al mundo un nuevo ser.

Y desde aquel instante, su péndulo,

sincronizado al ritmo de mi vida,

marcó al ritmo de mis pasos su vaivén.

Las alegres Navidades que vivimos,

siempre en su compañía,

eran más entrañables y felices

al escuchar sus doce campanadas,

en la Noche bendita,

anunciando emocionado un año más

¡que todo un Dios

había nacido de  María!

Alegre era su voz al celebrar,

una vez más, mi nuevo cumpleaños.

Y sus sonoras campanadas se atiplaban

para felicitarme cariñoso,

desde el fondo de su mecánica

pero sensible alma,

el haber yo cumplido un año más

y sentirse partícipe en mi gozo.

Y la radiante y cálida mañana

 que de pronto apareciste en mi jardín,

no sé qué corazón latía más fuerte

al acercarte ilusionado a mí.

¿Era el mío? ¿O era el suyo?

Que por milagro del amor,

su vieja máquina

se convirtió de pronto en otro corazón.

Aquellos fueron tiempos muy felices

vividos por los tres.

Nosotros, soñando nuestro idilio.

Y el reloj, contando esas horas mágicas

en nuestro edén de rosas que traviesas,

al vernos tan felices a los dos,

abrían y cerraban sus corolas

al compás del tic- tac de aquel reloj.

Mas, se alejó el tiempo feliz de antaño.

Todos, uno a uno, se fueron de mi vida:

seres queridos, ilusiones, poesías…

En mi jardín las rosas se secaron.

Y el día triste en que partiste tú,

a mi viejo reloj, fiel compañero,

de tanta pena,

¡también se le paró su corazón!

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  CUATRO BESOS

Me despierta el primer rayo de luz de la mañana. Hora magnífica del amanecer que anuncia un nuevo día y con él, nuevas vidas que nacen. El despertar de la Naturaleza soñolienta después de una larga noche adormecida. Todo un mundo de seres en movimiento inundados del prana vivificador que de nuevo nos envía generoso el sol.

          Invadida también yo de esa energía positiva, me levanto. Mi primer pensamiento ha volado, como cada mañana, hacia ti añorando tu ser y me pregunto inútilmente: ¿Volverás algún día? Sólo el silencio de la habitación, de toda la casa, vacía por tu ausencia,  me responde. Te fuiste hace tanto tiempo que ya incluso empiezo a dudar si existió aquel cálido sentimiento que en un ayer nos unió, tiempo feliz del que tan solo me queda el recuerdo de aquellos besos tuyos que marcaron mi vida para siempre.

            Lejos, en el tiempo y la distancia, podría muy bien resumir nuestra historia de amor, perdida en el olvido, en cuatro besos. Besos que aún siento candentes en mis labios. Que ni siquiera el paso de los años ha conseguido borrar de mi memoria. Cada beso tuvo un matiz, un sentimiento distinto, pero, en especial, cuatro de aquellos besos dejaron una huella indeleble en mi corazón.

          ¿Recuerdas, amor?

                      Apenas siendo niños, ya presentía que tú serías para mí. Te veía pasar por mi lado, travieso, sin mirarme, sin darte cuenta de mi existencia, sin notar que al mirarte yo a hurtadillas un intenso rubor cubría mi cara de niña. Y así, día tras día, experimentaba en mi ser infantil la misma sensación cada vez que nos cruzábamos en aquel viejo sendero, sembrado de margaritas y amapolas, camino de la escuela. Y una alegre mañana de sol, al verte aparecer, de pronto mi corazón empezó a latir con tal fuerza que hasta el tuyo podría escuchar sus latidos. Tú pasaste veloz y vergonzoso por mi lado y esa vez,  lleno de rubor, en mi cara dejaste un tierno y fugaz beso. Beso robado que encendió aún más mis mejillas haciéndome soñar con un futuro de cuentos  vivido junto a ti.

          ¿Recuerdas, amor? Fue el primer beso de tus labios.

          Pasados unos años, atrás quedaba ya mi tierna niñez, salí de aquel mundo de cuentos para convertirme en una adolescente plena de ilusiones, pletórica de sueños,  flotando en nebulosas de colores, mirando como todo sonreía alrededor. Era mi despertar a la vida semejante  a una crisálida que eclosiona y se convierte en mariposa ansiosa de volar. Tenía ante mí un panorama risueño, un horizonte azul.

          Y una tarde florida en primavera,  después de mucho tiempo, al verte de nuevo, sentí que aquel antiguo amor de niños, tierno y lleno de ingenuidad, se convirtió de pronto en un vivo sentimiento de adolescentes. Tú me miraste ilusionado y en ese instante, al unísono, en ti también brotó aquella nueva sensación aún desconocida para nosotros. Te acercaste a mí y sin palabras se hablaron las miradas. Luego, tomaste mis manos entre las tuyas y al confesarme tu amor por vez primera, en aquel banco junto al árbol que cómplice nos cobijaba, nos dimos aquel beso, sonrojados, pero llenos de ilusión.

           ¿Recuerdas, amor? Fue el segundo beso de tus labios.

            Crecimos en la vida y creció con ella nuestro amor. Distinto por completo de aquel sentimiento, aún con cierto grado de ingenuidad, de adolescentes. Ahora se había convertido en una viva pasión de plena madurez. Vivíamos el uno para el otro, ajenos a todo y a todos. Lo único que nos importaba era sentir intensamente nuestro amor sumidos en aquella vorágine pasional que envolvía nuestras vidas.

          Y aquella noche plena de luceros, mientras cantaba a nuestro alrededor la vida, me besaste como nunca lo habías hecho con un beso ardiente y prolongado, mientras  con voz emocionada me hiciste la promesa de que nuestro amor sería eterno, para siempre.

           ¿Recuerdas, amor? Fue el tercer beso de tus labios.

            El tiempo, la vida y tu inconstancia, fueron apagando poco a poco tu pasión. Y olvidaste aquellos besos. Los besos de nuestra niñez, tiernos e ingenuos. Los besos de nuestra adolescencia, incipientes de una futura pasión. Los ardientes besos de nuestra juventud… Y finalmente… te olvidaste de mí.

          Y al morir aquella madrugada fría, el beso traicionero que me diste, el que mi corazón nunca hubiera querido recibir, fue tu despedida amarga. Fue tu adiós.

        ¿Recuerdas, amor? Y fue el último beso de tus labios.

Una palabra puede engañar;

un beso, nunca

Hoy, lejos en el tiempo,

podría resumir nuestra historia,

dormida en el olvido,

en cuatro besos.

Besos que aún siento candentes en mis labios.

Que marcaron mi vida para siempre.

Que ni los luengos años han borrado.

Apenas siendo niños presentía

que algún día serías para mí.

Y una alegre mañana de sol,

pasaste veloz y vergonzoso por mi lado

y un tierno y cándido beso robado

en mi cara dejaste con rubor.

Fue tu primer beso.

Más tarde, pasados unos años,

sentí que aquel ingenuo amor de niños

se convirtió en viva pasión de adolescentes.

Y una tarde florida en primavera,

al confesar tu amor por vez primera,

nos dimos aquel beso apasionado.

Fue tu segundo beso.

Crecimos en la vida y creció nuestro amor.

Y aquella noche plena de luceros,

mientras cantaba la vida alrededor,

ajenos al mundo, sólo tú para mí, para ti yo,

me besaste, cual nunca lo habías hecho,

prometiendo que sería eterno nuestro amor.

Fue tu tercer beso.

El tiempo, la vida y tu inconstancia

apagaron tu pasión.

Y al morir aquella madrugada fría

el beso traicionero que me diste,

que nunca quiso recibir mi corazón,

fue tu amargo adiós de despedida

y fue, perdido amor… tu último beso.

          La tarde ha caído por completo y una densa oscuridad ha invadido el salón, semejante a sombras que han vuelto del pasado. Acabados de escribir estos relatos y los poemas derivados de los mismos, os confieso que lo único cierto en ellos… es el abanico de mi madre, cuyas varas de marfil, seda desvaída y rosas marchitas lo han convertido ya en una bella antigüedad expuesta en la vitrina como tótem sagrado.

Vuestra amiga Carmen Carrasco

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