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La historia de Mario no es única, bien pudiera ser la de muchos. Nació en un hogar de aquellos en los que le hubiese ido mejor siendo huérfano. Pero el peor de los daños casi nunca es el físico, del cual recibió buena dosis. Recibió ese tipo de daño que sigue doliendo durante años, a menudo toda la vida. Su legado fue analfabetismo emocional y no es que los demás hayamos sido muy instruidos en este aspecto, pero a medida que nos hacemos adultos tratamos de repararlo, aunque no siempre lo logramos del todo. Sin embargo, él casi podría decirse que fue adiestrado. Se le adiestró de manera que se asegurasen de que jamás pudiera mostrar ni un ápice de emocionalidad y menos entenderla. Las razones que daban sus progenitores era que cualquier emoción es una debilidad y este mundo es cruel, el famoso “pez grande se come al pequeño”, de modo que así creían que lo protegerían. No lo sermoneaban para adiestrarlo, solo bastaba con darle el ejemplo, siendo distantes con él, no mostrándole ni una migaja de amor, pensaban que sentirse querido no le ayudaría en nada. Hasta en hogares como el suyo algunos han conseguido quitarse esa losa, perdonando a sus padres y recuperando la necesaria comprensión de las emociones, pero no es el caso de todos, como no fue su caso.

Eso hizo que viera el mundo de manera muy cruel, reencarnándose en sus mismos progenitores. No supo ni quererse a sí mismo. Le enseñaron a odiarse tal como percibió de sus padres. De modo que infringió tanto o más daño a la familia que formó. Jamás ofreció una palabra de cariño ni afecto a su esposa e hijos, que sufrieron como él cuando era pequeño. Su vida era trabajar, desperdiciarla con pseudoamigos que le hacían gastar el dinero en alcohol y drogas. Pero aquello no logró jamás solucionar sus problemas, en todo caso lo empeoró.

Esto produjo problemas con su empleo. Su jefe lo conocía desde la infancia y no quería despedirlo, pero algo tenía que hacer con él. Así que cuando llegó la hora de hacerse un reconocimiento médico habitual, sugirió que le hiciesen una valoración psicológica con el propósito de ayudarlo. Como resultado se le aconsejó una terapia que le ayudase a reconducir su vida. Su jefe le dijo que, si no recibía dicha terapia, perdería su empleo. De modo que se vio obligado a asistir a la consulta de un psicólogo muy reconocido que, su jefe estuvo dispuesto a pagar.

Diana de Weert en Pixabay

Fotografía de Diana de Weert

Después de que el psicólogo se diese cuenta de dónde estaba el problema, le dio muchas recomendaciones para su vida diaria, para que pudiera corregir sus adicciones y volver a llevar una vida normal de familia. En cuanto al daño recibido por sus padres, mediante sesiones de psicoanálisis concluyó que, para recobrar el control adecuado de sus emociones, debía perdonar a sus padres. Aquello le ayudaría a cerrar un capítulo de su vida que le impedía solucionar sus problemas de alteraciones de conducta.

Daba la impresión de que todo iba bien. Sus adiciones cesaron. En su comportamiento con su familia, al menos dejó de hacerles daño. Lo de entender las emociones de los demás e incluso las suyas mismas fue algo más lento, casi inexistente. Pero tanto su jefe como su esposa e hijos estaban algo satisfechos, al menos ya no era tan cruel.

Desde luego fue útil perdonar, pero no le dijo a nadie lo que sentía. Se dio cuenta de que jamás sería feliz, jamás llegaría a entender las emociones, estaba castrado emocionalmente y sabía que jamás podría llenar ese vacío tan enorme que le hacía desear morir.

No tenía amigos y ya ni siquiera pseudoamigos de modo que a menudo paseaba solo, bueno, con su tristeza. Sentado en un banco, un señor mayor se sentó a su lado. Y este le pidió por favor que le leyera una carta que llevaba consigo.

– Perdona joven, la he escrito yo, pero necesito saber si está bien escrita– le dijo el anciano.

– ¿No tiene ningún hijo que se la lea? –Preguntó Mario

– La carta va dirigida a ellos y a mi esposa.

– ¿Por qué les escribe una carta, no vive con ellos?

– Sí, pero ya me quedan pocos días de vida y tengo que decirles algo importante.

Él pensó en leerla de una vez y así se marcharía dejándolo en paz.

Leyó así: “Queridos hijos, me quedan ya pocos días para despedirme. Pero no puedo irme sin pediros a vuestra madre y a vosotros perdón por todo lo que os he hecho sufrir. Sé que os he contado todo el daño que me hicieron mis padres y que eso no es excusa para haberos tratado mal y que el perdonarlos me ayudó a superar algunas cosas. Pero tarde he descubierto que el vacío que he arrastrado toda una vida no se iba a llenar jamás perdonando sino pidiendo perdón. Por eso mi mayor deseo es irme en paz habiendo pedido perdón por todo el daño que os he hecho sufrir. Porque si no os pido perdón, jamás podre perdonarme a mí mismo”.

Mario terminó de leer. Se quedó inmóvil sin decir nada, como si su cerebro se estuviera reiniciando. Aquel hombre en pocas palabras le enseñó más de lo que jamás alguien le habían enseñado sobre emociones.

Se habla mucho de perdonar, pero poco de pedir perdón. Pedir perdón conlleva el reconocimiento por el posible daño causado, reconocimiento de habernos equivocado, que no somos tan perfectos como pudiéramos creernos. El miedo es lo que lo impide a menudo, miedo a mostrarnos débiles. Necesitamos creer que lo hicimos todo bien y que los que se equivocaron fueron los demás y eso creemos que nos ayuda a vivir. Estamos todavía más equivocados si cabe, porque lo que nos hace más fuertes es reconocer nuestros errores delante de los demás hasta el punto de pedir perdón. Además, suele pasar con los que más amamos, creemos que pedir perdón a nuestra pareja va hacer que nos valore menos o pedir perdón a los hijos va hacer que perdamos cierta autoridad y que ya no nos valoren. Pero ese pedir perdón lejos de hacernos débiles nos da una fortaleza desconocida, hace que los que nos aman lo hagan aún más y nos respeten más si cabe. Y sobre todo nos ayuda a perdonarnos a nosotros mismos.

Mario descubrió algo nuevo dentro de sí en el momento que pidió perdón a su familia. La paz que necesitaba para vivir, para deshacerse de los miedos que le inculcaron y a aprender todo sobre las emociones.

La historia de Mario no es única, bien pudiera ser la de muchos.

 

Manuel Salcedo Gálvez

Frutas Fajardo

 

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