OPINIONES DE UN LECTOR
(Por Custodio Tejada)
CIUDAD MORI de Sergio Mayor. Karima Editora. 256 páginas. Prólogo de Miguel Dalmau. Su edición ha estado al cuidado de Sara Castelar y Ana Palmero. La nota biográfica del autor que hay en la solapa (con fotografía en blanco y negro del autor incluida) añade más misterio y curiosidad si cabe al libro. Dividido en 9 partes, como los nueve círculos del infierno de Dante, y 143 fragmentos-capítulos de una o dos páginas, uno solo de tres. Todos con título. La primera con 9 fragmentos-capítulos, la segunda con 27. la tercera con 16, la cuarta con 7, la quinta con 22, la sexta con 25, la séptima con otros 9, la octava con 25 y la novena con 4. La fotografía deshabitada que ilustra la portada es de José Luís López Bretones. ¡Atención!, entras en un territorio alucinógeno lleno de conectomas que impregnan la lectura con un óleo cuántico. Un libro repleto de páginas movedizas que tienen mucho de biblioterapia. Su lectura provoca un electrochoque, pronto deduces que el libro está escrito por un gran lector. La mística recorre sus páginas, quizá una mística laica y maldita a imagen y semejanza del yo protagonista que cuenta la historia, como si fuera un ejercicio de conversión, una forma de hacerse texto eterno. Su trama te llevará a un gran “memento lectorem”. Es como si fuera una guía lectora o una tertulia del autor-protagonista consigo mismo, con la historia de la literatura-del pensamiento-del arte y con nosotros sus lectores. Al leerlo es como si tu mente gritara ¡Fiat lux!, en medio de la noche más oscura y de la niebla más espesa. El libro termina con el colofón y la imagen de unos crisantemos, a modo de ofrenda funeraria.
Si tuviéramos en cuenta a Roland Barthes y el estructuralismo y aceptáramos como premisa “la muerte del autor” y el nacimiento del lector, tendríamos que asumir el protagonismo de la lectura en la configuración de una obra en igualdad de condiciones que la autoría, por lo que ambos tienen de sujetos operatorios. R. Barthes “consideraba que la intención del autor no es el único anclaje de sentido a partir del cual se puede interpretar una obra, sino que este debe ser creado activamente por el lector”. Wittgenstein nos advierte que “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Por lo que podemos aventurar que el lenguaje-la literatura-la lectura crea de alguna manera el mundo, la realidad. Dice el Eclesiastés (1, 17-18): “Me dediqué a conocer la sabiduría, la ciencia, la locura y la necedad, y advertí que también eso es correr tras el viento. Porque mucha sabiduría trae mucha aflicción, y el que acumula ciencia, acumula dolor”. Uno, que es un lector diletante, abre las páginas de Ciudad Mori, y rápidamente cae del caballo, como Pablo, sufriendo una conversión categorial ipso facto, cerrada, aunque no clausurada. Porque “Nadie es lo que lee, salvo si uno es joven, lee a Dante (o a S.M.), vive en Granada y sufre alucinaciones de Beatrice” –se nos inocula con hisopo en la página 24. Así que Intentar estar a la altura lectora que merece este libro no es tarea fácil, ya que sus claves dependen de cada uno, pero también de los geocaches que el autor caprichosamente ha ido dejando esparcidos a lo largo del texto, como átomos cuánticos. “Veinte hombres que leen este texto leen veinte textos” –nos previene en la página 244.
Si cualquier autor es la suma de todas sus lecturas, aquí, más que en ninguna otra parte, lo podemos corroborar. El autor de Ciudad Mori no es un prestidigitador, no es un alquimista de la palabra, no es un faquir de la noche y la calle, no es un farero de los pensamientos y las emociones, no es un encantador de renglones, no es un exorcista, no es un derviche de la contemplación, no es un chamán de los circunloquios, no es un eremita gorafeño que irradia sentimientos encontrados, es todo eso y mucho más, es Sergio Mayor. Es un escritor, un poeta, un intelectual, un erudito, un mago del lenguaje, un pintor de atmósferas, un constructor de la memoria y del futuro… que nos lleva a “todos los mundos, los hermosos y los viles, los antiguos y los que vendrán después de los muertos”, porque con sus páginas ensancha la vida, aunque el autor afirme que somos “una forma complicada de ignorancia” (171). No lo conozco personalmente, pero me imagino sus ojos como dos dólmenes que atesoran el brillo funerario de varias bibliotecas, incluida la “Biblioteca-Madre” de Alejandría. Sergio Mayor es un Zenódoto de Éfeso, un teósofo-topógrafo de la calle Tablas, un anacoreta posmoderno, un místico “underground” que vive bajo tierra en una cueva de Gorafe, quizá porque “en los rostros de los grandes borrachos (ha) visto los rostros de los grandes ascetas” (99). Un autor-personaje que habita el gran teatro del mundo y que pide “perdón al diablo por (sus) magníficas virtudes y a Dios por sus magníficos pecados” (18), y, además, se pone “homérico en las redes sociales” –como él mismo proclama en la página 159, en esa tierra prometida de Facebook donde sus incondicionales esperan las publicaciones como agua de mayo. ¿Qué más se le puede pedir? Que nos siga deleitando con su pluma que es un borbotón de lujuria lectora.
Otros han dicho de su libro: Ramón Rodríguez Pérez en derevariablogintermitente.bogspot.com que “No está claro si el que nos habla es el autor, su alter ego, o hay eso de aquellos fingimientos de los que hablaba Pessoa; tampoco qué lugar debe ocupar este libro en una estantería: ¿Novela? ¿dietario? ¿autoficción?”, “Como fantástico nos parece este libro que no me atrevo a clasificar”. En Facebook también podemos encontrar más opiniones. Hilario Barrero en Cuadernos de Humo (cdehumo.com) dice: “Ciudad Mori, del yo al nosotros pasando por el ustede de la muerte y el tú de la vida. Algo más que un libro: un prodigio, un resplandor, un milagro. Imprescindible”. Pedro Andreu añade: “Sergio Mayor es una suerte de Borges fornicando con Alvite en el confesionario de una iglesia granadina. Pura teología del mal, literatura de la buena a bocajarro. Una de las voces más particulares y potentes que he descubierto gracias a Facebook. Ironía punzante que entremezcla lo aberrante y lo sublime. Único en su estirpe.” Milagros Gonzalvo Luesma nos confiesa que con la lectura de Ciudad Mori “ha habido momentos en los que he levitado. Creo que me voy a quedar a vivir una temporada en este libro.” Jordi C.H. también dice que “Hace tiempo no encontraba a un escritor tan puro. Sergio Mayor es el nombre de la literatura misma, de la palabra que surge de la visión que transfigura las cosas, que las eleva al cielo y las revuelve en el fango, en un mismo movimiento.” Francisco Sotomayor comenta: “Lo de este libro prodigioso, único, fundamental, memorable, como escrito sobre la piel del ser…” Samuel Milán Corral alumbra que “conoce el oficio y trabaja las palabras como un artesano. Un escritor necesario… y huidizo.” Gabriel Berlotti sentencia: “Es injusto analizar Ciudad Mori como si fuera solo un libro. En Ciudad Mori las repeticiones no son repeticiones… Porque lo que se lee no está en las palabras… fue escrita por un ángel caído que dejó de ser un hombre cuando escuchó la voz de Dios dictándole las palabras que sirven como moneda de tránsito”. Sergi Bellver denuncia que “hay más literatura, verdad, talento, fuerza, grieta, luz y vida que en la mayoría de listas…” Javier Quevedo va más allá y dice que es “la gran esperanza rusa de las letras españolas” Javier Quevedo profetiza que “hay un tipo en Facebook, Sergio Mayor, que suelta unos soliloquios dementes, apabullantes. Breathtaaking dirían los ingleses. Parecen escritos por un estilista” Y Luis Trapiello nos lo recomienda encarecidamente: “Os lo vuelvo a decir. Leed a Sergio Mayor, el primer escritor de España”. En Cuadernos Hispanoamericanos dice Eloy Tizón hablando de Miguel Ángel Ortiz Albero y su libro “Un andar sosegado. Paseos con Peter Handke” que “La relación de Handke con el espacio, cómo no, determina su relación con la narrativa”. Y esa misma apreciación podría servirnos para afrontar la lectura de Ciudad Mori y Sergio Mayor.
El título, por ósmosis intertextual, nos lleva hasta la expresión latina “memento mori”. Por lo que, de alguna manera, en su paralelismo, nos enfrenta a la fragilidad de la memoria, a la mortalidad del ser humano y la fugacidad de la vida. Así nos recibe Sergio Mayor en estas páginas, a porta gayola, como un cicerone-general que desfila victorioso por las calles de Granada (como arquetipo de todas las calles o ciudades del mundo), calles-páginas donde su vasta formación y sus lecturas te revelan que estás frente a un erudito que es capaz de conducirte al paroxismo y la hipnosis si resistes sus primeras embestidas.
Desde el límite de la realidad-ficción que nos propone el autor, desde su unidad fragmentada, (a lo Rimbaud) nos confiesa en su primer capítulo “Yo es otro” que, es “un filósofo del lenguaje en primera línea de fuego”, una especie de francotirador, diría yo. El autor se ha convertido en su propio personaje o al revés, es a la vez memoria y acción, olvido y silencio, exuberancia y exotismo, regreso y fuga. Sergio Mayor, siempre en primera persona, pero desde un yo múltiple (por lo que tiene de yoes lectores), nos relata un viaje único, contado en fascículos, a modo de un diario autobiográfico que escarcea con la autoficción y la autoayuda. Ciudad mori es un libro que “debe ser meditado a la manera de un místico frente a una talla” (p. 39), como un cartógrafo que recorre una geografía o una geología bibliográfica, como un hierofante o un alquimista que convierte al lector en su piedra filosofal. Me parece oportuno traer hasta aquí lo que dice Andrés Neuman sobre la cita “Ye est un autre” y Rimbaud, por lo que pudiera tener de vaso comunicante: “Sus textos plantean combates entre un modelo sagrado y su parodia salvaje”, palabras estas que de alguna manera podríamos aplicar también a esta Ciudad Mori de Sergio Mayor. Añade Neuman sobre Rimbaud “su desdoblamiento se convierte en recurso absoluto. Su desdoblamiento es temporal, espiritual y espacial: el poeta era y sigue siendo, cree y descree, está, pero se ha ido. Rimbaud siempre fue otro porque su discurso se basa en la negación interna, la autocontradicción permanente. Su obra entera es de ida y vuelta”. Espejo y reflejo. El primer fragmento-relato-capítulo de Ciudad Mori se titula Yo es otro, una especie de homenaje o brújula con el que ya nos señala/profetiza el trayecto que va a recorrer su mapa libro.
En la sinopsis que aparece en la red se nos advierte que “Es un viaje apasionante por los entresijos de una ciudad que se convierte en vida, o en muchas, o incluso en muchas ciudades a la vez que van confluyendo ante los ojos y haciendo patria en el corazón. No falta nada en esta historia porque a esta historia no le falta lo esencial, lo que hace camino, lo que nos duele y lo que nos bendice. Cada capítulo es un triunfo de la buena escritura”. Ciudad Mori podemos leerlo como una elegía, como una carta de amor, como un libro de relatos, como una novela, o como una tumba abandonada en un camposanto literario donde dan “ganas de morir” y al que alguien desconocido lleva unos crisantemos, en forma de palabras, de vez en cuando. Es un libro que podemos verlo como una fortaleza militar, un palacio, un templo-monasterio, una madraza, una biblioteca, un monumento, un callejero terráqueo y granadino, una puerta, un puente o una bodega de clausura, pero es solo un libro, un hermoso y sugerente libro, escrito con reflejos de espejismos. Es un camino metafísico y existencial escrito desde un romanticismo underground, desde una posmodernidad líquida, desde un trance iniciático de ayahuasca literaria que puede entroncar con el psicoanálisis y la psicodelia.
La portada, una fotografía de José Luís López Bretones, de un bar cutre, con pinta de colmado desabastecido que recuerda (por cierta comunión de las reminiscencias) a las cartillas de racionamiento, nos apunta al desamparo, a las carencias, a la soledad y al abandono. “La felicidad es esto que se parece bastante a la desolación” –nos dice en la página 28.
Además de muchas cosas, es también, como he dicho, un texto metaliterario, metalingüístico y metafísico que ejerce la crítica con la elegancia del que sabe y no teme dar su opinión: “no sé si es posible la poesía dentro de la poesía” (p.51), “no es posible la poesía después de Stevens” (p.50), “(¿Thoreau? Me interesó Desobediencia civil. Walden, no. Nunca acabaré ese libro)” (p.118) “No puedo con el -Finnegan Wake-, la prosa de la señora Woolf o los poemas de Dickinson, salvo algunos de sus versos. No entiendo de Truffaut, Godard o Tarkovski. Me pierdo con Derrida y, sobre todo, con Walter Benjamin, que ustedes elogian tanto” –sentencia en la página 107, e interpela al lector. “Fue por unos cuentos de Poe, prologados por Baudelaire… Dostoievski me llevó a la fascinación de los asesinos… Y la lectura de Dante… “ –confiesa inculpándose en la 106.
Ciudad Mori es el éxtasis alucinógeno de una ciudad metaliteraria que sucede en la mente del autor-protagonista, donde se reúnen todas las lecturas-vivencias y todas las experiencias de viajes astrales, pero con la dosis justa de una realidad sublimada. Ciudad mori es por encima de todo un viaje, una odisea, y Sergio Mayor es un Ulises de la noche y de la madrugada, un vagabundo de la vida y la lectura, el patrón de una embarcación que va directa hacia el arrecife y su canto de sirenas. Un viaje hacia afuera y hacia adentro, una Alhambra hecha escritura. Los lugares favoritos y esenciales del trayecto, por encima de todos, son los bares o las bodegas, pero también los libros. El saber experimentado como un espacio mágico y ancestral. Ciudad mori es un agujero de gusano entre palabras y nombres, entre lecturas y libros, entre emociones y pensamientos, entre luces y sombras, entre citas ajenas y aforismos propios, entre tertulias y meditaciones. El propio autor-personaje dice en la página 103 “Yo era una sinestesia”.
Sergio Mayor, a veces trasmutado en un Bartleby literario nos muestra las contradicciones de la vida, el malditismo, la mística cotidiana del desengaño o la claridad hermética del sabio que pasa desapercibido, quizá porque como “un buen maldito” reconoce que “todos somos personajes literarios” (p.101), y al mismo tiempo, todo lo contrario. Sergio Mayor es como un dios en sus textos, es lo uno y lo otro, lo escrito y lo no escrito, lo leído y lo imaginado, está en todas partes y en ninguna. Con su lenguaje nos embruja, que diría Wittgenstein. ¿Y si Ciudad Mori fuera nada más y nada menos que un libro de amor? Es un libro de amor a la literatura y al pensamiento. ¿Un amor platónico-petrarquista, un libro de amor transfigurado que trasmuta a la bella Granada (personificación de una diosa) en la bella Beatrice de Dante como excusa para desplegar todo ese artificio de fuegos verbales que nos hipnotizan conforme vamos leyendo? Unas memorias lectoras que señalan el rastro de una mente inquieta que ha sucumbido a los encantos de la tinta, el papel y la imprenta para gozo de todos nosotros y alabanza de nuestra literatura. Todo un itinerario lector. Literatura total, escrita por un Johan Cruyff de la narrativa. Es la suya una poética del asombro y la curiosidad. “Una sesión de espiritismo” parecen sus páginas, sus fragmentos-relatos-capítulos, repletos de nombres y datos, y él es el médium. “Recita(n) los nombres de las calles… como si fueran epitafios” manifiesta en la página 30. Es como si el autor actuara de sepulturero, pero en vez de enterrar desenterrara para mostrarnos la decrepitud y la decadencia, y paradójicamente, también la excelsitud del paso del tiempo y su deterioro.
Cada página, cada renglón, cada nombre es una puerta que abre a otros mundos, a otras páginas, a otros renglones. Una letanía de nombres y de citas asaltarán tu trayecto. Su intertextualidad es superlativa, como las puertas de Doraemon, que conectan con otras dimiensiones. Las citas en francés, latín, inglés, los nombres de autores/artistas, las citas y las referencias continuas tienen mucho de fetiches, y por tanto nos apuntan otra habilidad del autor, la de “voyeur”. Ciudad mori es una especie de teatro o kamishibai donde aparece toda la “comedia literaria” que ha ido amasando en su peregrinaje vital y lector. Eliot, Madame Bovary, Bela III de Hungría, Swedenborg, Artaud, Julius Evola, René Guénon, Terelu y Parménides en el mismo renglón, René Girard, Habacuc, Kurt Vonnegut, Holbein, Ibn Arabi, Steiner, Huxley, Baudelaire, Nietzsche, Plotino, Rembrandt, Caravaggio, Celin, Ezra Pound, Heidegger, Lovecrfaft, Dante, Hölderlin, Egea y “Troppo Mare”, Cezanne, Shakespeare, Weber, Rimbaud, Gamoneda, Cortázar… y un largo etcétera. A la par, una banda sonora irá deleitando tu recorrido y así sonará en el silencio de las pisadas nocturnas “la música de las ciudades que se marchan de nosotros” (p. 60), The Smiths, Lou Reed, Rimsky Korsakov, The Cure, Nina Simone, Sid Vicious, Paul Weller y su “A town like Alice”, porque “se puede amar una ciudad como si fuera una mujer” (p. 60), Leonard Cohen, “los motetes de Willian Byrd” o “las sonatas de Bach”, saxofones y cubitos de hielo y el chorro de ginebra, Schubert… Es un texto “dendrita” que relaciona de forma arborescente todo el saber acumulado del autor-personaje, textos que “extremadamente bellos: dejan de ser estéticos para ser meta-estéticos, epifánicos” –nos refleja en la página 39. Es un texto esotérico, místico, escatológico, enciclopédico, bíblico, exuberante, exótico, inteligente, infinito… Lleno de términos, de nombres, de ideas, Zawiya, ragnarok, incubatio, darshan, dejá vú, genius loci…, aforismos lapidarios con sinestesias mágicas (sensoriales y conceptuales) hasta llevarte al trance y al arrebato, incluso al vómito. Sergio Mayor con solo nombrar, por ósmosis, como si fuera un pintor impresionista, consigue crear una atmósfera, establecer un decorado mental y demencial en el lector. Podríamos definir la espiritualidad rebelde del libro usando alguno de sus deslumbrantes renglones como que es “La membrana que separa el mundo sensible del mundo de las realidades espirituales…” p. 14. Su lectura es una especie de teletransportación lingüística, te produce un viaje telepático, va de un dejá vú a un dejá sentí. La arquitectura que sustenta este libro-biblioteca está llena de inercias, sinergias, líneas de fuerza, bosones cuánticos, cimientos, lecturas, una mezcla de sensación de eterno retorno y el síndrome de Louis.
La geografía que lo recorre es de mapamundi. Lo mismo está en el Castillo de Duíno que baja hasta la siempre simbólica calle Tablas de Granada (arquetipo donde confluyen todos los lugares y calles del mundo). Igual está en la Alhambra o el Albaicín que en el bar de Antonio, o en el Sacromonte. O da un salto del Monte Athos y se va a Florencia, Palitana, a la catedral de Milán o a Damasco y Egipto, que vuelve de sopetón a las bodegas Castañeda y al Paseo de los Tristes. Y en ese vaivén constante, va a Escocia, Liverpool, Hong Kong, Islas Cook, Mozambique o viene de Babilonia, Chernobyl, Moscú, Tánger. O bien corre de Broadway a la catedral de Chartres o a la “erupción del Vesubio”. Como Heráclito y el río, fluye desde la estación de autobuses Alsina de Granada al Puerto de la Mora o a los Badlands. Lo mismo navega por los mares del sur o el desierto del Gobi que lo hace por el Tíbet o el Valle del Nilo. Lo mismo entras en una comisaría que sales de un quirófano, o subes la Cuesta de Gor que entras en Facebook o en un dolmen de Gorafe. Nada más que con mencionar/sugerir te lleva y te trae, te mece en la cuna de su sonaja verbal o te atrapa en la telaraña de su mapa conceptual. Te coloca en una Visio Batifica y en Bácor, Purullena y Cenascuras y Nueva York en un ¡zas!, casi al mismo tiempo y en el mismo sorbo. Te conduce con naturalidad de la Biblia al Corán, del Talmud al Upanishad. Te guía de Ruanda a la India, de Oxford al Monte Tabor; de la calle Tablas, Navas, la Cuesta de los Chinos a Salinetas; o de Transmitria a Valaquia. Todo en un viacrucis o letanía lingüística, en un peregrinaje semántico y existencial. Pero en todas partes está Granada, como una diosa, como una especie de Espíritu Santo. “Me fui para salvarme, pero la ciudad me ha seguido por toda la tierra” –confiesa víctima de su manía persecutoria en la página 28.
La temporalidad que cruza sus páginas, como un río helado, lo mismo pasa del siglo VI d.c. a 1987, que parte de nuestros días rumbo al siglo XVI, que va del siglo XII al final de la historia. Igualmente te lleva de la Teoría de las cuerdas a la antimateria o la energía oscura, que del paraíso al infierno. En sus párrafos se funden tiempo y espacio como si fueran materia oscura, agujeros negros o de gusano.
Sus fragmentos parecen teselas de un gran mosaico romano, una sinergia ontológica y gnoseológica para iniciados. En cuanto al estilo, aunque el propio Sergio Mayor lo describe: “mi pobre estilo, artificioso, tan liposuccionable…” (p. 155), la suya, es una escritura brillante, de una factura elaborada e impresionista, exageradamente delicada y onírica, espesa y nutriente. Consigue que el monólogo y su yo poético den la unidad suficiente para que sus fragmentos se conviertan en el pegamento de una aventura narrativa sublime. Y a pesar de que afirme que “Desde que los dioses se fueron, no quedan escritores en el mundo” (p.156), en su caso, podemos afirmar que él sí es un escritor de fuste, con oficio de narrador-poeta y de fino pensador. Y dice en la página 31 que “Granada es demasiado hermosa para ser saludable. El lugar afecta como la luna a los hombres nerviosos. No sé si es una ciudad triste o la ciudad más triste de todas las ciudades… Alguien me dijo que aquí se ganaron la inmortalidad los mejores, solo los mejores, y que todos los demás murieron”. Él, como el Sean Connery de Gorafe, con su espada literaria desenfundada en busca de la inmortalidad, va camino de la victoria editorial más que de la derrota eléctrica del relámpago último antes de la desaparición total y eterna del mercado insaciable.
¿Pero cómo es la escritura de Sergio Mayor? Podría decirse que su escritura es un diálogo profundamente literario, una conversación monólogo consigo mismo, pero a la vez una conversación con todo lo que sabe, con todas sus lecturas y con todos sus lectores. En realidad, lo que hace el autor-personaje a través de sus fragmentos es dialogar con los grandes pensadores de los últimos tiempos y también de los más lejanos, desde Lacan a Derrida, desde Barthes a Wittgenstein pasando por Benjamin… Ciudad Mori es un descenso al interior de la conciencia, de la memoria y de toda la experiencia acumulada que acaba por elevarnos y sublimarnos cuasi salvíficamente a través de la literatura, paradójicamente descendiendo a sus infiernos. El propio autor piensa “como Bachelard, en una poética del espacio”, un espacio físico y metafísico a la vez, onírico, visionario, epistemológico y ontológico, humano y divino, donde la realidad y la ficción crean una nueva dimensión literaria, una alegoría-una alucinación: Ciudad Mori, como una recreación de la Divina Comedia de Dante, sui géneris y a su manera. Es un libro con una prosa que podría afirmarse que posee un ARN mensajero que inocula en nuestras células la pasión por la buena literatura y el trance místico-lector. Fragmentaria, pero a la vez exquisitamente aglutinadora, paradójicamente.
Dividido en nueve partes, como si fueran los nueve círculos del infierno de la Divina Comedia de Dante, el autor nos presenta su libro como un descenso liberador, un alegato lleno de guiños. A pesar de su índice y de la estructura del libro, a mi parecer, el orden de su lectura no altera el producto; ya que podemos empezar y acabar por donde nos plazca sin dejar por ello que nos hechice su poder mágico. Tiene una lectura lineal, sí, pero también podemos experimentar cualquier otra. Escrito a modo de dietario, desde una unidad fragmentada puede leerse como una larga carta de amor escrita a golpe de latidos, de fogonazos, de párrafos “luzagua” o “aguaspejo” (palabras que no sé por qué me recuerdan a Fernando de Villena), donde “Ella”, Granada, adquiere el rostro de Beatrice, una ciudad entera personalizada en un sentimiento sublimado, el amor reeditado de Sergio Mayor-Dante Alighieri. Pero también como una novela, y como un libro de autoficción, de autoayuda, y como un catecismo maldito… Una lectura llena de “principios psicoactivos”, literarios, artísticos, musicales, culturales, que coloca, excita, incluso secuestra la voluntad como si sufrieras el síndrome de stendhal, es una verdadera experiencia adictiva y psicotrópica, capaz de envolverte en un viaje a través de los neurotransmisores invisibles del lenguaje, hasta rozar la alegoría y la cosmovisión de la “soga de los espíritus”. Sus páginas son lugares que “estimulan la producción de ondas alfa en el cerebro” (p. 33), alumbran con la “luz de la reminiscencia” (p. 34) y con la luz del lenguaje mesías. Porque el yo lírico del libro (entremedias de todos los yoes lectores que tiene) nos confiesa en la página 121 que “aquel sufrimiento estético y moral tan raro que me traje de Granada” o que “los bares de mala muerte me salvaron”, y es que quizá lo que hace Sergio Mayor cuando escribe es establecer comparaciones-paralelismos-conexiones-sincronías… para predisponer nuestro ánimo, configurar una forma de sanación, vislumbrar la transcendencia, o incluso más aún, contribuye a construir su transcendencia particular a través del lenguaje y la lectura como la única realidad posible a la que nos deja acceder la vida. Mientras leemos no hay otra realidad que la que él nos cuenta, que la que nosotros imaginamos mientras leemos sus fragmentos.
El autor-protagonista, “como el que ha encontrado su paisaje” (p.68), se hace lugar. Su escritura es “el lugar” en el que encuentra sus coordenadas espacio-temporales, su ser, y desde ahí proyecta su ficción diarística de “genius loci”, como punto de apoyo sobre el que mover su noosfera, el pensamiento, la vida, su erudición místico-lingüística. Después de tantos regates y fintas, al final no sabes quién es rehén de quién, si Sergio Mayor de Granada, o Granada de los ojos y la pluma de Sergio Mayor, o los lectores del autor o viceversa. En cualquier caso, ambos se han fusionado en una nueva realidad transfigurada, que en cierta medida pretende ser “una madrasa, una Torah, una Upanishad” posmoderna y suburbial, alternativa y revelada, una experiencia mística underground, la transmutación alquímica de una sabiduría ancestral, un viaje iniciático al abismo del lenguaje y la lectura. Autor y lector se fusionan en él, formando una unidad indisoluble.
Sergio Mayor tiene la habilidad de unir/desunir-conectar/desconectar por monismo o symploké toda la enjundia de sus renglones y fragmentos, de nombres e ideas, “todo con todo, el espacio con el tiempo, el espíritu con la materia” (p.201), de libros con autores y de recuerdos con lecturas, a veces como ida o como vuelta. Y así los hilos de Granada, Beatrice, la calle Tablas, Salinetas, sus lecturas y su teodicea y la reverenda Hogan enhebran su arquitectura argumental, su edificio rascacielos. Simplemente “con la cualidad ontológica de un nombre” o de una referencia es capaz de evocar las mil una apoteosis, de provocar las más grandes sinestesias, de conseguir “el azoth” de la escritura y la lectura a la vez. Aunque “Escribiendo no se va a ninguna parte” –nos interpela en la página 245, Ciudad Mori es un viaje fantástico, que vive en un eterno retorno al mismo trance. Un viaje lleno de suspense, como si algo estuviera a punto de suceder, aunque nunca suceda.
Nos dice el autor-personaje que “la realidad es un problema de escala”, y es ahí donde él se sitúa como observador, con una narrativa cardiaca e hiperactiva, en ese nivel donde la física cuántica se hace literatura, donde el principio de incertidumbre se convierte en posibilidad mágica. Cuando terminas la última página y has recibido su “impregnatio”, una especie de “melancolía mística” te sobrecoge y acompaña. Y es que, como lector, siempre le queda a uno la duda de, “si leí libros que nadie escribió” y es solo fruto de mi imaginación. ¿Y si lo que nos propone Sergio Mayor es “gnosis de un solo golpe”, “doctrina de la belleza por la gracia de unos ojos”, una nueva iluminación, un rito iniciático? Que cada cual piense como quiera, pero a mi parecer lo que nos propone es habitar una casa construida con palabras, la suya, que desde ahora también es la nuestra. El libro termina con el colofón y la imagen de unos crisantemos, que deja un aroma a cementerio y a tumba abierta; que suena a réquiem de una tierra fresca y esponjosa a la espera de recibir tu cadáver lector para darle sagrada sepultura en la materia oscura de lo escrito. Así es Ciudad Mori. Así es Sergio Mayor. Simplemente sublime. Me aventuraría a decir que es uno de los grandes libros escritos en estos últimos tiempos. Un placer lector que no debes escatimar. Pero para gustos, colores. Creo.