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Estoy sentada sobre la arena de la extensa playa de la Malvarrosa contemplando el mar. Esa maravilla que la madre Naturaleza nos ha donado. Nuestro mar o, como lo llamaban los antiguos romanos, el Mare Nostrum. Sereno, azul, cálido, casi un gran lago, testigo de la historia y cultura de tantos pueblos a los que a través de los siglos bañó. Y mi mente, preñada de nostalgias, navega en un barco imaginario por sus aguas hacia el sur hasta llegar, etérea, a las costas africanas donde sus olas acarician una pequeña ciudad: MELILLA. La tierra querida en que nací, valerosa, caritativa, acogedora. Pero Melilla es mucho más que todo eso.

          Transportada totalmente con la imaginación, me veo paseando  por sus bonitas playas de arenas finas y doradas, bañadas por unas aguas cálidas y transparentes en donde hace años, siendo niña, me entretenía en la orilla recogiendo nacaradas conchas y veteadas caracolas de las que aún conservo algunas como pequeños tesoros. Ahora ya, lamentablemente, han desaparecido casi por completo.

          Un radiante sol mandaba sus rayos inundando de color todo el paisaje marino, y ligeras barquitas surcaban las aguas meciéndose en sus olas y llenando de pintoresquismo la playa. Yo, transportada por completo a mi pasada niñez, recuerdo la playa de la “Hípica” -Balneario, playa, polideportivo- donde solíamos ir al ser mi familia socios, cuando un día llevé a “Luna”, la mítica muñeca de trapo que me hizo mi madre, toda ilusionada para que se bañase conmigo. En un descuido, al caérseme al fondo del agua, mis llantos se oían en toda la playa.  Afortunadamente, se encontró y aún la conservo, querido fetiche infantil, mirándome con sus grandes ojos azules a través del cristal de la vitrina en que la guardo como un preciado tesoro.

          Mientras nos bañábamos, a ratos, nos entreteníamos cogiendo coquinas haciéndole la competencia al hombre que venía todos los días a “coquinar”. Era gracioso verlo “bailar” con su rastrillo. Con sólo arañar un poco en el fondo, las coquinas se  encontraban a ras de la arena. Eran enormes. Hacíamos un buen acopio de ellas y, metidas en bolsitas, luego se cocinaban en casa. Nunca he vuelto a comer coquinas con ese sabor tan exquisito. Como anécdota, algunos mayores, a medida que las cogían, se las comían… crudas. De cualquier forma estaban buenas. Ahora creo que apenas quedan, ni sé si la figura del coquinero sigue formando parte del paisaje.

          En los días de poniente, recio viento que junto con el levante son los dos colosos que reinan en la ciudad, nos íbamos a la playa de las Rocas, que estaba cercana, y siempre había algún mayor que se ofrecía pacientemente, yo diría que temerariamente, a bañarnos con él, sosteniéndonos a flote porque aún no sabíamos nadar y la profundidad era de bastantes metros. Ésa sí que era una  aventura. ¡Me he bañado en las Rocas! Hoy, en toda esa zona han hecho un magnífico paseo pero a  mí me gustaba más el antiguo y agreste espigón donde podían verse de cerca los erizos, lapas, mejillones. Todo un acuarium natural.

          Recuerdo también que hasta la playa nos llegaban los  sones de las canciones que a los vientos lanzaba el pick-up, dotado de un enorme altavoz, que tenían en el Balneario de la playa: Mirando al mar, La vie en rose, Dos gardenias… inolvidable banda sonora de mi infancia junto con los famosos discos dedicados de E.A.J. 21 Radio Melilla.

          Después del agradable día de baño, bien comíamos en la playa, cosa que nos encantaba, o a veces en el restaurante del Balneario, y una vez duchados en nuestra caseta particular, salíamos a todo correr para coger la entrañable C.O.A., (el bus, entonces no se tenía cohe) si teníamos la suerte de que “ésa” hubiera entrado hasta el Balneario. Si, por el contrario, no era así, recorríamos el agradable caminito bordeado de setos y árboles, hasta la puerta principal de la Hípica, contentos y felices por lo bien que lo habíamos pasado. Éramos más ingenuos y sencillos. Un simple día en la playa era una gran aventura para nosotros los pequeños. Y es que aquella playa y aquellos veranos dejaron grabados en mi alma infantil recuerdos imborrables.

          Bueno, y me diréis: ¿A qué vienen esas nostalgias del pasado? Sencillamente, porque ha entrado el verano y esta es la estación del año en que yo disfrutaba más de niña, de adolescente y de joven. Ahora, con unos cuantos veranos, otoños… y algún invierno a cuestas, los estíos ya no me resultan tan hermosos y felices como antes. Gruñona, me quejo del calor y, sobre todo, me causan mucho dolor los incendios. ¡Esos campos quemados por unas manos impías! ¡Esos animales abrasados entre las llamas! Vivían felices en su hábitat pero el fuego lo arrasó todo. Y lo peor es que los causantes de estas desgracias siguen impunes y cada verano se queman más bosques. ¡Con lo que cuesta que crezca un árbol! Obra maravillosa de la Naturaleza para beneficio del hombre. Del hombre de bien que la cuida y no la maltrata.

          Los árboles nos dan sus frutos, sus flores, su madera, su sombra. Sirven de cobijo a las aves. Respiramos aire puro junto a ellos. Adornan parque y paseos. Y si te abrazas a su tronco, sientes como si te protegiera cual amoroso padre.

          Si la madre Naturaleza pudiese hablar nos diría:

“Hijo mío, sé que en el fondo de tu alma eres bueno y la mayoría de las veces me has causado daño quizá sin darte cuenta, sin comprender el alcance de tus actos. Cuídame de ahora en adelante como madre tuya que soy y que desea lo mejor para ti. Haz que todo vuelva a ser el Paraíso Terrenal del principio de los tiempos. Uníos entre todos para conseguir un mundo mejor y os aseguro que seréis más felices”. (De mi poemario “Versos a la Naturaleza”).

          …Vuelvo a la realidad. Aquellos veranos quedaron lejos en el tiempo. De esos años tan sólo nos queda el recuerdo y las notas en el aire de aquellas eternas canciones como ésta, que bien podría dedicarle a mi tierra:

Mirando al mar soñé

que estaba junto a ti.

Mirando al mar

yo no sé qué sentí

que acordándome de ti…lloré.

Te quiero, Melilla. Desconocida Cenicienta esperando un príncipe que la descubra.

poema carmen fuego

Vuestra amiga Carmen Carrasco

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